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— ¿Qué fue lo que apareció? — preguntó Andrei y dejó de quitarse los zapatos.

— Unos rizos. ¡Aparecieron unos rizos, como sobre el agua! Todo el que caía en esos rizos, desaparecía. A veces le daba tiempo de gritar, a veces ni siquiera eso, se disolvía en el aire y eso era todo.

— Qué locura — gruñó Andrei —. ¿Y qué más?

— Todos los que salían de la casa morían en aquellos rizos. Pero los que se asustaron o se dieron cuenta de que aquello pintaba mal, al principio lograron sobrevivir. Los primeros días hablaban entre ellos por teléfono, iban pereciendo lentamente. No había nada de comer, en la calle el frío era glacial, no tenían reservas de leña, la calefacción no funcionaba.

— ¿Y qué pasó con los rizos?

— No escribió nada al respecto. Te he dicho que, hacia el final, se volvió loco. La última anotación que hizo fue… — Izya pasó varias hojas de papel —. Aquí la tengo, escucha: «Ya no puedo más. ¿Y para qué? Es hora. Hoy por la mañana. El Más Querido y Sencillo ha pasado por la calle y ha mirado por mi ventana. Sonrió. Es hora». Y eso es todo. Fíjate que su piso está en la quinta planta. El pobre ató la cuerda a la lámpara del techo. Por cierto, todavía cuelga ahí mismo.

— Sí, parece que se volvió totalmente loco — dijo Andrei, metiéndose en la cama —. De hambre, sin duda. Escucha, ¿y no has averiguado nada relativo al agua?

— Por ahora, nada. Supongo que mañana tendremos que ir hasta el final del acueducto. ¿Qué, ya vas a dormir? — Sí. Y te aconsejo que hagas lo mismo. Apaga la lámpara y piérdete.

— Oye — dijo Izya, implorante —. Yo quería seguir leyendo. Tú tienes una buena lámpara.

— ¿Y la tuya, dónde está? Tú tenías una igual.

— Se me rompió accidentalmente. En el remolque. Le puse una caja encima. Sin darme cuenta.

— Cretino — dijo Andrei —. Está bien, coge la lámpara y vete.

Presuroso, Izya recogió sus papeles y apartó la silla.

— ¡Sí! — dijo, de repente —. Dagan ha traído tu pistola. Y me ha dado un recado del coronel para ti, pero se me ha olvidado…

— Está bien, dame la pistola. — Andrei la guardó bajo la almohada y se volvió de espaldas a Izya.

— ¿Y no quieres que te lea una carta? — dijo Izya, insinuante —. Parece que aquí practicaban algo parecido a la poligamia.

— Lárgate — dijo Andrei, sin levantar la voz.

Izya soltó una risita. Con los ojos cerrados, Andrei lo oía moverse, caminar, hacer crujir el parqué reseco. Después se oyó el chirrido de una puerta, y cuando abrió los ojos, todo estaba oscuro.

«Unos rizos… — pensó —. Qué cosa. Qué mala suerte tienen algunos. Y no podemos hacer nada al respecto. Sólo hay que pensar en aquellas cosas que dependen de nosotros… Digamos, en Leningrado no hubo rizos de ningún tipo. Hubo un frío salvaje, horrible, los que se congelaban gritaban en los portales cubiertos de hielo, cada vez con menos fuerza, durante muchas, muchas horas… Uno se quedaba dormido, oyendo cómo alguien gritaba, se despertaba sumido aún en aquel grito desesperado, sin que le pareciera algo horrible, más bien se trataba de algo que daba náuseas, y cuando por la mañana, envuelto en la manta hasta la barbilla, bajaba a buscar agua por las escaleras cubiertas de excrementos congelados, agarrando la mano de su madre que a su vez tiraba del trineo donde habían atado el cubo, el que gritaba yacía abajo, junto al pozo del ascensor, seguramente en el mismo lugar donde cayera la noche anterior, en el mismo sitio, sí, porque no había sido capaz de incorporarse, ni siquiera de arrastrarse, y nadie había salido a prestarle ayuda. Y no hizo falta rizo alguno. Sobrevivimos sólo porque mamá tenía la costumbre de comprar la leña al comienzo de la primavera y no en verano. La leña nos salvó. Y los gatos. Doce gatos adultos y un pequeño gatito, tan hambriento que cuando intenté acariciarlo se lanzó sobre mi mano y se puso a roer y morder mis dedos con ansiedad. Os mandaría allí, canallas — pensó Andrei con rabia repentina, acordándose de los soldados —. Aquello no era el Experimento. Y la ciudad era mucho más terrible que ésta. En aquel sitio me hubiera vuelto loco sin remedio. Me salvó el hecho de ser un niño. Los niños simplemente morían…

«Pero no rendimos la ciudad — siguió pensando —. Los que se quedaron iban muriendo poco a poco. Los amontonaban ordenadamente en los cobertizos para la leña, intentaban evacuar a los vivos, el gobierno seguía funcionando y la vida continuaba su curso, una vida extraña, delirante. Alguien moría en silencio; otro hacía algo heroico y después también moría: un tercero trabajaba en la fábrica hasta el último momento, y cuando le llegaba el día, también moría. Había quien engordaba a costa de todo eso, comprando oro, plata, perlas, pendientes, joyas, por mendrugos de pan, pero después también moría: lo llevaban a orillas del Neva y lo fusilaban, y después subían hasta la calle, y sin mirar a nadie se volvían a colgar los fusiles tras las huesudas espaldas. Había quien, con un hacha en la mano, acechaba en los callejones, comía carne humana, hasta intentaba venderla, pero de todos modos moría también. En aquella ciudad no había nada más habitual que la muerte. Pero el gobierno seguía allí, y mientras lograra permanecer, la ciudad se sostenía.

«¿Sentirían alguna lástima de nosotros? — se preguntó —. ¿O no pensaban en nosotros? Simplemente cumplían la orden, y en esa orden se hablaba de la ciudad, pero no se decía nada de nosotros. Bueno, algo habría, pero en el punto X. En la estación de Finlandia, bajo un cielo limpio y blanco a causa de la helada, estaban los convoyes de vagones de cercanías. Nuestro vagón estaba repleto de niños, iguales que yo, de unos doce años, seguro que de algún orfanato. No me acuerdo de casi nada. Me acuerdo del sol en las ventanas, del vaho al respirar, de una vocecita infantil que repetía continuamente una misma frase, con la misma chillona entonación de rabia e impotencia: «¡Lárgate de aquí a hacer puñetas!», y de nuevo, «¡Lárgate de aquí a hacer puñetas!», y de nuevo…

«Pero no era eso lo que me interesaba — reflexionó —. Las órdenes y la lástima, de eso se trataba. Por ejemplo, los soldados me dan lástima. Los entiendo muy bien, simpatizo con ellos. Pedimos voluntarios, y en primer lugar acudieron aventureros, buscadores de emociones, hombres que se aburren en nuestra cómoda ciudad, que tenían deseos de ver sitios totalmente nuevos, de jugar con sus fusiles automáticos si llegaba el momento, de buscar entre las ruinas y, al regreso, llenarse el pecho de condecoraciones, ponerse galones con grados superiores, pasearse entre las chicas… Pero, en lugar de todo eso, sólo han conseguido diarreas, ampollas sangrantes, vaya usted a saber qué porquerías… ¡Cualquiera se amotinaría!

«¿Y yo, qué? ¿Me resulta más fácil? ¿Acaso vine aquí buscando diarreas? Tampoco tengo ganas de seguir, tampoco veo nada bueno adelante, yo también, que el diablo os lleve a todos, albergaba ciertas esperanzas, muy mías, digamos, por ejemplo, ese Palacio de Cristal más allá del horizonte. Posiblemente me encantaría dar ahora mismo la orden de que lo dejáramos, chicos, volvamos a casa… También estoy harto de tanta suciedad, también me devora la desilusión, yo también tengo miedo de que aparezcan unos puñeteros rizos, o gente con la cabeza de hierro. Quizá se me rompió todo por dentro cuando vi a aquellos infelices sin lengua: ahí lo tienes, imbécil, te lo advertí, no sigas adelante, regresa. ¿Y los lobos? Cuando marchaba solo en la retaguardia porque todos se habían cagado de miedo, ¿creen que me divertía? Sale un lobo corriendo entre la nube de polvo, me arranca de un bocado la mitad del trasero y desaparece… Eso temía, mis queridos canallas, así que no sois los únicos que lo pasan mal, la sed también me ha cuarteado las tripas.

«Está bien — se dijo —. ¿Y por qué demonios sigues adelante? Mañana mismo puedes dar la orden y volaremos como los pájaros, dentro de un mes estaremos en casa y puedes tirarle a Geiger a la cara todos tus plenos poderes, y decirle: «Hermanito, ve a que te den, si tantas ganas tienes de expandir tu poder, ve tú mismo, si tienes lo que hay que tener». Pero no, no tiene sentido armar un escándalo. De cualquier manera, hemos avanzado ochocientos kilómetros, confeccionamos un mapa, tenemos diez cajas de archivos, ¿acaso es poco? ¡Más adelante no hay nada! ¿Cuántas ampollas podrán aguantar nuestros pies? ¡No estamos en la Tierra, no es una esfera! Claro que no existe la Anticiudad, ahora todo eso está más que claro, aquí nadie la ha oído mentar. En general, no será difícil encontrar justificaciones. ¡Y ése es el problema, que se trata de justificaciones!