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«¿Cómo está todo planteado? Acordamos llegar hasta el final y te han dado la orden de marchar hasta el final. ¿Es así? Así mismo. Entonces: ¿puedes seguir adelante? Puedo. Hay alimentos, hay combustible, las armas están en perfecto estado. Claro que la gente está extenuada, pero todos se encuentran bien, ilesos. Y a fin de cuentas, no están tan extenuados si se pasan la noche montando a la Lagarta. No, hermanito, algo no cuadra en tus cálculos. Eres una mierda como jefe, te dirá Geiger, me equivoqué al elegirte. Y Quejada le dirá algo al oído, Permiak le susurrará por el otro, y Ellizauer hará cola para balbucear algo.»

Andrei intentó espantar esta última idea, pero ya era tarde. Se dio cuenta con horror de que para él era importantísimo su papel de señor consejero, y que le molestaba muchísimo pensar que esa posición pudiera cambiar de repente.

«Y qué importa que cambie — pensó, a la defensiva —. ¿Me moriré de hambre si no ocupo ese puesto? ¡Qué estupidez! Que el señor Quejada ocupe mi lugar, y yo ocuparé el suyo. ¿Tendrá malas consecuencias para la misión, o qué? Dios mío — pensó de repente —. ¿De qué misión estoy hablando? ¿Qué tonterías andas diciendo, amigo? Ya no eres un crío para ocuparte de los destinos del mundo. Los destinos del mundo pueden seguir perfectamente sin ti y sin el mismísimo Geiger. ¿Cada cual debe hacer su trabajo en su puesto? Por favor, no tengo nada en contra. Estoy dispuesto a cumplir con mi trabajo en mi puesto. En el mío. En éste. En el puesto del poderoso. ¡Así son las cosas, señor consejero! ¿Y qué? ¿Por qué un suboficial de un ejército derrotado tiene el derecho a mandar en una ciudad con un millón de habitantes? ¿Por qué yo, que no soy doctor en ciencias por un pelo, una persona con educación superior, un joven comunista, no tengo derecho a dirigir el departamento de ciencias? ¿Qué significa, que lo hago peor que él? ¿Cuál es el problema?

«Nada de eso tiene sentido, tener derecho o no tenerlo… El derecho al poder lo tiene quien lo ejerce. O más exactamente, el derecho al poder lo tiene quien constituye el poder. Si puedes subordinar a los demás, tienes derecho al poder. ¡Si no puedes, perdona, hombre!

«¡Seguiréis adelante, miserables! — le dijo mentalmente a la expedición dormida —. Y no lo vais a hacer porque yo mismo tenga muchas ganas de llegar a lejanías ignotas, como ese pavo real barbudo de Izya, sino porque os ordenaré que sigáis. Y os daré esa orden, hijos de perra, botarates, cruzados epilépticos, no por un sentido del deber ante la Ciudad o, que Dios me libre, ante Geiger, sino porque tengo el poder, y debo hacer patente ese poder en todo momento, tanto ante vosotros, carroñeros, como ante mí mismo. Y ante Geiger. Ante vosotros porque, de otra manera, me devoraríais. Ante Geiger, porque si no me echaría, y tendría razón. Y ante mí… No sé si sabéis que los reyes y todos los monarcas tuvieron suerte en su tiempo. Su poder les venía directamente de Dios, no podían imaginarse a sí mismos ni a sus súbditos sin ese poder. Por cierto, a pesar de eso no podían ni bostezar. Y nosotros, gente menuda, no creemos en Dios. No fuimos ungidos con mirra para ocupar el trono. Debemos preocuparnos por nosotros mismos. Aquí, como se dice, el que puede, agarra. No necesitamos impostores, yo soy el que voy a mandar. Ni tú, ni él, ni ellos, ni nadie. Yo. El ejército me apoya.

«Vaya empanada mental — pensó, incluso con cierta incomodidad. Se volvió hacia el otro lado y, para sentirse más cómodo, metió la mano bajo la almohada, donde estaba más fresco. Sus dedos tropezaron con la pistola —. ¿Y cómo pretende el señor consejero llevar a cabo su programa? ¡Habrá que disparar! No en una fantasía (¡Soldado Chñoupek, salga de las filas…!), no se trata de dedicarse al onanismo intelectual, sino de disparar contra un ser vivo, quizá desarmado, y puede ser que ni siquiera sospeche nada, tal vez inocente… ¡A la mierda con todo esto! Contra un ser vivo, dispararle al vientre, a sus partes blandas, a las tripas. No, no soy capaz de eso. Nunca lo hice y juro que ni siquiera me lo imagino… En el kilómetro trescientos cuarenta yo también disparé, por supuesto, como todos, por miedo, sin darme cuenta de nada… ¡Pero allí no vi a nadie, allí también dispararon contra mí!

«No importa — siguió pensando —. Digamos que allí, el humanismo es también la falta de costumbre… ¿Y si, a pesar de todo, no siguen adelante? Yo les doy la orden y ellos me dicen que vaya a que me den, anda tú mismo, hermanito, si tienes lo que hay que tener…

«¡Pero eso sería una buena idea! Darle a esos impresentables un poco de agua, parte de los alimentos, entregarles el tractor roto, que lo reparen si quieren volver… Largaos, no nos hacéis falta. Qué lujo, librarse de la mierda de una vez. — Por cierto, al momento imaginó la cara que pondría el coronel al oír semejante propuesta —. No, el coronel no lo entendería. Es de una estirpe diferente. Es de ésos… los monarcas. Simplemente, la idea de no cumplir con su deber no le pasa por la cabeza. Y en todo caso, ese problema no lo haría sufrir… Es de los aristócratas militares. Le va bien, su padre fue coronel, su abuelo fue coronel, y el bisabuelo también fue coronel, y mira qué clase de imperio conquistaron, cuánta gente habrán aniquilado… Pues, si ocurre algo, que sea él quien dispare. A fin de cuentas, se trata de su gente. No tengo la intención de inmiscuirme en sus asuntos. ¡Diablos, cuan harto estoy de todo esto! ¡Intelectualucho putrefacto, mira toda la podredumbre que acumulas dentro de la calavera! ¡Deben seguir adelante, y eso es todo! Yo cumplo una orden, y vosotros debéis subordinaros. Si la infrinjo, nadie va a pasarme la mano y vosotros, que os lleve el diablo, lo vais a pasar muy mal. Es todo. Y a la mierda. Es mejor pensar en una buena hembra que en estas idioteces. Lo único que me faltaba, la filosofía del poder…»

Se volvió de nuevo, arrastrando la sábana bajo el cuerpo, y con cierto esfuerzo comenzó a pensar en Selma. Vestida en su salto de cama color lila, inclinándose ante el lecho para dejar la bandeja con el café sobre la mesita… Se imaginó con todo detalle cómo lo haría con Selma, y a continuación, sin el menor esfuerzo, se vio a sí mismo en su despacho, donde se encontraba Amalia, recostada en el butacón, con la faldita levantada hasta las axilas. Entonces se dio cuenta de que todo aquello había llegado demasiado lejos.

Echó a un lado la sábana, adoptó intencionadamente una pose incómoda para sentarse, de manera que el borde del catre se le clavaba en el trasero, y permaneció un rato en esa posición, mirando con fijeza el rectángulo de la ventana, débilmente iluminado por una luz difusa. Después, echó un vistazo al reloj. Eran pasadas las doce.

«Ahora me levanto — pensó —. Bajo al primer piso. ¿Dónde duerme ella, en la cocina?» Antes, aquella idea le causaba un asco totalmente justificado. Pero ahora no sentía nada semejante. Se imaginó los pies descalzos y sucios de la Lagarta, pero no se detuvo en ellos y siguió ascendiendo. De repente, sintió curiosidad por saber cómo sería desnuda. A fin de cuentas, una hembra es una hembra.

— ¡Dios mío! — dijo en voz alta.