La puerta chirrió enseguida y el Mudo apareció en el umbral. Una sombra negra en la oscuridad. Sólo se distinguía el blanco de los ojos.
— ¿Para qué has venido? — le dijo Andrei con tristeza —. Vete a dormir.
El Mudo desapareció, Andrei bostezó, nervioso, y se dejó caer de lado en la cama.
Despertó horrorizado, empapado en sudor de pies a cabeza.
— Alto, ¿quién vive? — se oyó el grito del centinela bajo la ventana. Su voz era penetrante, desesperada, como si estuviera pidiendo socorro.
Y en ese mismo momento. Andrei escuchó unos golpes pesados, aplastantes, como si alguien golpeara rítmicamente las piedras con un enorme mazo.
— ¡Alto o disparo! — chilló el centinela, con una voz antinatural, y comenzó a disparar.
Andrei no supo cómo llegó a la ventana. A la derecha, en la oscuridad, surgía espasmódicamente la llama de los disparos. Más arriba, en la calle, aquel destello dejaba al descubierto algo oscuro, enorme, inmóvil, de contornos incomprensibles, de donde brotaban chorros de chispas verdosas. Andrei no logró entender nada. Al centinela se le terminó el cargador, reinó el silencio un instante y al momento el hombre comenzó a chillar en la oscuridad como un caballo, a patear con las botas, y de repente fue a parar al círculo de luz bajo la ventana, cayó, dio vueltas en el sitio mientras agitaba en el aire el fusil descargado, y a continuación, sin dejar de chillar, corrió hacia el tractor, se escondió en la sombra de las orugas, mientras todo el tiempo intentaba extraer el cargador de repuesto del cinturón, pero no lo conseguía… Y entonces se oyeron de nuevo los feroces golpes de mazo contra la piedra: bumm, bumm, bumm…
Cuando Andrei llegó a la calle sólo con la chaqueta, sin pantalones, con las botas sin atar y la pistola en la mano, ya se había congregado allí mucha gente.
— ¡Tevosian, Chñoupek! — mugía como un toro el sargento Fogel —. ¡Por la derecha! ¡Listos para disparar! ¡Anástasis! ¡Al tractor, tras la cabina! ¡Vigilad, listos para hacer fuego! ¡Más rápido! ¡Parecéis cerdos moribundos! ¡Vasilenko! ¡Por la izquierda! Al suelo, con… ¡A la izquierda, asno eslavo! ¡Al suelo, vigila bien! ¡Palotti! ¿Adonde vas, spaghetti? — Agarró por el cuello de la camisa al italiano, que corría sin ton ni son, le dio una feroz patada en el trasero y lo empujó hacia el tractor —. ¡Tras la cabina, so bestia! ¡Anástasis, ilumina la calle a todo lo largo!
Andrei recibía empujones por la espalda, por los costados… Apretando los dientes, intentaba no perder el equilibrio sin lograr entender nada, acallando el deseo insoportable de gritar algo sin sentido. Se recostó en la pared con la pistola delante de sí y miró a su alrededor con ojos de animal acosado. ¿Por qué todos corren en esa dirección? ¿Y si de repente nos agreden por la retaguardia? ¿O desde las azoteas? ¿O desde el edificio de enfrente?
— ¡Choferes! — gritó Fogel —. ¡Choferes, a los tractores! ¿Quién está disparando, imbéciles? ¡Alto el fuego!
La cabeza de Andrei se iba aclarando poco a poco. La situación no era tan mala como había pensado. Los soldados se tendieron donde les ordenaron, la agitación sin sentido cesó y finalmente alguien en el tractor hizo girar el reflector e iluminó la calle.
— ¡Ahí está! — gritó alguien, conteniendo la voz.
Los fusiles automáticos dispararon una ráfaga corta y callaron al momento. Andrei logró divisar algo enorme, casi más alto que los edificios, monstruoso, con muñones y púas que apuntaban en varias direcciones. Su sombra interminable cubrió un momento la calle y a continuación desapareció por una esquina a dos manzanas de distancia. Se perdió de vista y los pesados golpes del mazo sobre la piedra se hicieron más y más quedos, y al poco tiempo cesaron del todo.
— ¿Qué ha ocurrido, sargento? — pronunció la voz serena del coronel por encima de la cabeza de Andrei.
El coronel, con la chaqueta correctamente abotonada, apoyaba las manos en el marco de la ventana y se inclinaba levemente hacia fuera.
— El centinela ha dado la señal de alarma, señor coronel — respondió el sargento Fogel —. El soldado Terman.
— Soldado Terman. Aquí — ordenó el coronel.
Los soldados giraron las cabezas.
— ¡Soldado Tennan! — rugió el sargento —. ¡Preséntese ante el coronel!
A la luz difusa del reflector se pudo ver al soldado Terman, que salía de debajo del tractor, arrastrándose con precipitación. De nuevo algo se le atascó al pobre hombre. Dio un tirón con todas sus fuerzas y se puso de pie.
— ¡El soldado Temían se presenta por orden del señor coronel! — gritó, como un gallo.
— ¡Qué aspecto! — dijo el coronel con gesto de asco —. ¡Abotónese!
En ese momento, el sol se encendió. Fue tan inesperado que sobre el campamento se elevó un mugido procedente de muchas gargantas. Muchos se cubrieron el rostro con las manos. Andrei entrecerró los ojos.
— ¿Por qué ha dado la alarma, soldado Terman? — preguntó el coronel.
— ¡Un intruso, señor coronel! — soltó Terman con desesperación en la voz —. No respondía. Venía directamente hacia mí. ¡El suelo temblaba! Según el reglamento, le di el alto en dos ocasiones y después disparé.
— Correcto — dijo el coronel —. Ha actuado bien.
Bajo la brillante luz todo parecía bien diferente a como era cinco minutos antes. El campamento parecía un campamento: los malditos remolques, sucios bidones metálicos con combustible, los tractores cubiertos de polvo… Sobre este paisaje tan conocido y detestado, aquellas personas semidesnudas, armadas, yacentes o agachadas con sus ametralladoras y fusiles automáticos, de rostros arrugados y barbas erizadas, parecían absurdas y ridículas. Andrei recordó que él mismo no llevaba pantalones y que los cordones de sus botas se arrastraban por el suelo. Se sintió violento. Retrocedió con cautela hacia la puerta, pero allí se amontonaban los choferes, los geólogos y los cartógrafos.
— Permiso para informar, señor coronel — dijo Terman, algo más animado —. No se trataba de una persona.
— ¿Y qué era?
Terman vaciló un momento.
— Más bien parecía un elefante, señor coronel — dijo Fogel, con autoridad —. O un monstruo prehistórico.
— A lo que más se parecía era a un estegosauro — intervino Tevosian.
El coronel lo miró atentamente y se dedicó a contemplarlo varios segundos con curiosidad.
— Sargento — dijo por fin —. ¿Por qué sus hombres abren la boca sin permiso?
Alguien soltó una risita malévola.
— ¡Silencio! — soltó el sargento con un susurro amenazador —. Permiso para ponerle un correctivo, señor coronel.
— Supongo… — comenzó a decir el coronel, pero en ese momento lo interrumpieron.
— Aaah… — comenzó a aullar alguien, primero en voz baja y después cada vez más alto, y la mirada de Andrei recorrió el campamento, buscando al que aullaba y por qué lo hacía.
Todos se agitaron, asustados: todos movieron la cabeza de un lado a otro, y entonces Andrei vio al soldado Anástasis, de pie tras la cabina del tractor, que con el brazo extendido apuntaba hacia delante, tan pálido que parecía verde, incapaz de pronunciar una palabra inteligible. Andrei, tenso en espera de lo que pudiera ser, miró en la dirección que señalaba el soldado, pero no vio nada. La calle estaba vacía, y en la lejanía se movía ya el aire recalentado. De repente, el sargento se limpió la garganta haciendo ruido y empujó su gorra hacia delante. Alguien soltó un taco en voz baja, con ferocidad.
— Dios todopoderoso… — balbuceó una voz desconocida, junto a su oído.
Y Andrei entendió, se le erizaron los pelos en la nuca y sintió que las piernas se le volvían de mantequilla.
La estatua de la esquina había desaparecido. El enorme hombre de hierro con rostro de sapo y brazos abiertos en gesto patético había desaparecido. En el cruce quedaban solamente las cagadas secas que los soldados habían dejado el día anterior en torno a la estatua.