— ¡No lo entiendo! — exclamó Izya con indignación —. ¿Todos ellos se pasean por la ciudad? ¿Por qué casi no los hemos visto antes? ¡Deben ser miles, miles!
— La Ciudad de las Mil Estatuas — dijo Pak.
— ¿Qué, existe también esa leyenda? — le preguntó Izya, volviéndose rápidamente hacia él.
— No. Pero yo la llamaría así.
— ¡Ta-ra-ta-ta! — dijo Andrei, a quien se le había ocurrido algo inesperado —. ¿Cómo podremos pasar por aquí con nuestros tractores? No tendremos explosivos suficientes para eliminar esos pedestales…
— Creo que debe existir un camino en torno a la plaza — dijo Pak —. Sobre el precipicio. — ¿Seguimos? — dijo Izya. La impaciencia lo consumía.
Y siguieron en dirección al panteón, caminando entre los pedestales, sobre los adoquines que allí estaban rotos, convertidos en gravilla muy fina, en polvo blanco que relumbraba al sol. De vez en cuando se detenían, se agachaban, se levantaban de puntillas para leer las inscripciones en los pedestales, unas inscripciones tan extrañas que daban miedo.
Izya reía y cloqueaba, se daba puñetazos en la mano abierta. Pak, sonriente, negaba con la cabeza, pero Andrei se sentía incómodo, percibía lo inoportuno de aquella alegría indecente hasta cierto punto, pero sólo él parecía percibir eso, y se limitaba a apurarlos.
— Vamos, vamos — repetía, impaciente —. Vamos. ¿Qué demonios os pasa? Llegaremos tarde, qué vergüenza…
Le indignaba contemplar a aquellos idiotas: vaya sitio para divertirse el que habían encontrado. Pero ellos se quedaban atrás, pasaban sus dedos sucios por los renglones tallados, enseñaban los dientes, se reían, y Andrei los abandonó con un gesto, sintiendo un gran alivio al darse cuenta de que sus voces habían quedado muy atrás y ya no se distinguían las palabras.
«Así es mejor — pensó satisfecho —. Sin esa corte de idiotas. A fin de cuentas, no recuerdo haberlos invitado. Algo se dijo con respecto a ellos, pero ¿qué fue exactamente? Que si vendrían en traje de gala, o si por el contrario, no querían venir en general. ¿Y qué importa eso ahora? En última instancia, que se queden allá abajo. Todavía con Pak se puede trabajar, pero Izya se enzarza con cualquier cosa que se diga, o peor aún, se pone él mismo a hablar… Es mejor cuando no están, ¿verdad, Mudo? Sigue guardándome la espalda, aquí, por la derecha, y vigila bien. Aquí, hermanito, no te dan tiempo ni de parpadear. No lo olvides: aquí estamos en la guarida de los verdaderos adversarios, no se trata de Quejada ni de Chñoupek, mejor llévame el fusil, necesito libertad de movimientos, y qué es eso de subir al estrado con un fusil, gracias a Dios no soy Geiger… Pero, dime, ¿dónde está mi disertación? ¡Ahí lo tienes! ¿Qué hago ahora si no tengo la disertación?»
El Panteón apareció, delante y por encima de él, con todas sus columnas, sus peldaños astillados y partidos, su estructura metálica oxidada. A través de las columnas le llegaba un frío gélido, allí estaba oscuro, olía a espera y corrupción, y los enormes portones dorados estaban abiertos de par en par, sólo quedaba entrar. Subió uno tras otro los escalones, atento a no tropezar. «¡Dios me libre!», a no caerse allí ante la vista de todos, palpándose los bolsillos, pero la disertación no aparecía por ninguna parte, porque se había quedado, por supuesto, en la caja fuerte… no, en el traje nuevo, «yo quería ponerme el traje nuevo, pero después pensé que así impresionaría más…».
«Demonios, ¿qué hago sin la disertación? — pensó, mientras entraba en el vestíbulo en penumbra —. ¿De qué trataba mi disertación? — se preguntó mientras caminaba por aquel suelo resbaladizo de mármol negro —. Creo que, en primer lugar, de la grandeza — recordó, poniendo el cerebro en tensión, percibiendo el sudor frío que le corría por el cuerpo debajo de la camisa. Allí, en aquel vestíbulo, hacía mucho frío, hubieran podido avisar; en el patio era verano, no habían echado ni un poco de serrín en el suelo —. Qué holgazanes, cualquiera podía romperse la crisma en aquel suelo.
«Y aquí, ¿adonde vamos? ¿A la izquierda, a la derecha? Ah, sí, perdón… Entonces, es así. En primer lugar, la grandeza — pensó mientras caminaba presuroso por el pasillo totalmente a oscuras —. Ah, esto es otra cosa. Una alfombra. ¡Bien pensado! Pero no se les ocurrió colgar unos candiles. Siempre les pasa lo mismo: o cuelgan algunas lámparas, a veces hasta un reflector, o como ahora… Así funciona la grandeza.
«Y hablando de grandeza, recordamos los denominados grandes nombres. Arquímedes. ¡Perfectamente! Siracusa, eureka, el baño… quiero decir, la bañera. Desnudo. Qué más. ¡Atila! ¡El dux veneciano! Quiero decir que pido perdón: Otelo es el dux veneciano, Atila es el rey de los hunos. Ahí cabalga. Mudo y sombrío, como una tumba. No hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos. ¡Pedro! Grandeza. El grande. Pedro el Grande. Primero. Pedro II y Pedro III no fueron grandes. Muy posiblemente porque no fueron el primero. Con mucha frecuencia, primero y grande resultan ser sinónimos. Aunque… Catalina II, la Grande. Segunda, pero de todos modos grande. Es importante señalar esa excepción. Nos encontraremos frecuentemente con excepciones de ese tipo, que, por así decirlo, sólo ratifican la regla.»
Entrelazó con fuerza los dedos a la espalda, apoyó la barbilla sobre el pecho y, mordiéndose el labio inferior, caminó varias veces adelante y atrás, rodeando el taburete. Después, lo apartó con el pie, apoyó los dedos sobre la mesa y, juntando las cejas, miró por encima de las cabezas del auditorio.
La mesa estaba totalmente vacía, cubierta de zinc, y se extendía delante de él como una carretera. No se veía el otro extremo, en la niebla amarillenta temblaban, agitadas por la corriente de aire, las llamitas de las velas. Andrei pensó con momentánea tristeza que aquello no era correcto, rayos, que alguien debería tener la posibilidad de ver qué había al final de la mesa. Era más importante ver aquello que… «Por cierto, eso no es asunto mío.»
Examinó aquellas filas distraído y con expresión condescendiente. Estaban allí sentados, en silencio, a ambos lados de la mesa, con sus rostros atentos vueltos hacia él, de piedra, de hierro, de cobre, de oro, de bronce, de yeso, de jade… todos los tipos de rostros que suelen tener. Por ejemplo, de plata. O, digamos, de malaquita… Sus ojos ciegos eran desagradables, y en general, qué podía ser agradable en aquellos torsos enormes, cuyas rodillas asomaban uno o dos metros por encima de la mesa. Al menos estaban en silencio, no se movían. En ese momento cualquier movimiento resultaría insoportable. Andrei percibía con placer, con lujuria incluso, cómo transcurrían los últimos momentos de una pausa maravillosamente pensada.
— ¿Y cuál es la regla? ¿En qué consiste? ¿Dónde reside su esencia sustantiva, inmanente sólo a ella entre todos los predicados posibles? Aquí, me temo que tendré que decir cosas no muy habituales y ni siquiera gratas para vuestros oídos… ¡La grandeza! ¡Ah, cuánto se ha dicho sobre eso, cuántas obras de arte, pictóricas, de danza o vocales, han sido creadas al respecto! ¿Qué sería el género humano sin la categoría de la grandeza? Una banda de simios desnudos, en comparación con los cuales hasta el soldado Chñoupek nos parecería el resultado de una elevada civilización. ¿No es verdad? Cada Chñoupek por separado no tiene la medida de las cosas. La naturaleza sólo le ha enseñado a digerir y multiplicarse. Cualquier otro acto del mencionado Chñoupek no puede ser valorado por él mismo como bueno o malo, como necesario o innecesario, como vano o dañino, y precisamente a causa de ese estado de cosas, todo Chñoupek por separado, en las mismas condiciones, termina tarde o temprano ante un tribunal de campaña, que es el que decide qué le ocurrirá en el futuro… De esa manera, la ausencia de un juicio interno es invariable, y yo diría que está fatalmente compensada por la presencia de un tribunal externo, por ejemplo, el de campaña… Sin embargo, señores, una sociedad compuesta por los Chñoupek y, sin la menor duda, por las Lagartas, sencillamente no puede prestar tanta atención al juicio externo, no importa si se trata del juicio de un tribunal de campaña o de un jurado, del juicio secreto de la inquisición o de un linchamiento, del juicio de Temis o del juicio de Dios… Y no menciono siquiera al juicio de sus pares ni cosas semejantes. Habría que encontrar una manera de organizar el caos formado por los órganos sexuales y digestivos, tanto de los Chñoupek como de las Lagartas, una variante tal de ese desorden universal para que al menos una parte de las funciones de ese juicio externo se trasladara al juicio interno. ¡Es precisamente en ese momento cuando la categoría de la grandeza se hace útil y necesaria! Y todo consiste, señores, en que dentro de la enorme y amorfa multitud de los Chñoupek, en la gigantesca y aún más amorfa multitud de las Lagartas, de vez en cuando aparecen personalidades para las cuales el sentido de la vida no se reduce sólo a las funciones sexuales y digestivas. Si lo prefieren, surge una tercera necesidad. A ese individuo no le basta con digerir y disfrutar de los encantos de otra persona. Quiere, además, crear algo que no haya existido antes de él. Por ejemplo, una estructura jerárquica. Dibujar un bisonte en la pared. Con huevos. O inventar el mito de Afrodita. Cuál es la puñetera causa de ese deseo, no la sabe. Y, en realidad, para qué necesita un Chñoupek esa Afrodita o ese bisonte. Con huevos. Existen hipótesis, por supuesto, ¡y varias! El bisonte, de cualquier forma, significa mucha, muchísima carne. Y de Afrodita no quiero ni hablar… Por cierto, si hablamos con toda honestidad y sinceridad, para nuestra ciencia materialista, el origen de esta tercera necesidad por ahora sigue siendo un enigma. Pero en el presente eso no debe interesarnos. En el presente, amigos, ¿qué es lo que más nos importa? Que en esa multitud gris surja de repente, que desgracia, un individuo que no se satisfaga sólo con las gachas de avena y la guarra Lagarta cuyas piernas están llenas de granos, un individuo que no se satisfaga con el realismo al alcance de todos, sino que comience a idealizar, a abstraerse, qué cerdo, que comience mentalmente a transformar las gachas de avena en un jugoso bisonte al ajillo, y a la Lagarta en una hembra exhuberante, de buena grupa y recién bañada, que sale del océano. Del agua. ¡Madre mía! ¡Un individuo como ése no tiene precio! A un hombre como ése hay que ponerlo en un puesto elevado, y llevarle batallones de Chñoupeks y Lagartas para que aprendan, parásitos, a entender cuál es su lugar. Vosotros, harapientos, ¿podéis hacer lo que él? Tú, piojoso pelirrojo, ¿puedes dibujar una chuleta de tal modo que a uno le entren deseos de comérsela? ¿O, al menos puedes inventar un chiste verde? ¿No puedes? Entonces, so mierda, ¿cómo se te ocurre compararte con él? ¡Vete a labrar la tierra! ¡Vete a pescar, a vender conchas!