Andrei se apartó de la mesa y, frotándose las manos con ardor, volvió a caminar de un lado a otro. Todo aquello le salía muy bien. ¡Magnífico! Y sin necesidad de disertación alguna. Todos aquellos descerebrados lo escuchaban, conteniendo el aliento. Ni uno de ellos se movía… «Es que yo soy así. Claro que no soy como Katzman, yo paso más tiempo callado, pero si me acosan, si me preguntan… Es verdad que en aquel extremo invisible de la mesa parece que hay alguien que quiere hablar. Un judío, quizá Katzman que ha logrado entrar. Bueno, veremos quién convence a quién.»
— Tenemos entonces que la grandeza, como categoría, surgió a partir de la creación, ya que sólo es grande quien crea, quien da origen a lo nuevo, a lo que no ha existido. Pero preguntémonos, señores míos, entonces ¿quién les va a restregar el hocico en la mierda? ¿Quién les dirá; animalito, dónde pretendes meterte? ¿Quién se convertirá en sacerdote del creador? Y no temo esa palabra. Pues será aquel, señores míos, que no sea capaz de dibujar la ya mencionada chuleta, y tampoco a Afrodita, pero que tampoco quiere comerciar con conchas, será el creador-organizador, el creador que los pone a todos en fila, el creador que exige dones y que después los distribuye… Y aquí estamos ya ante el problema relativo al papel de dios y del diablo en la historia. Ante un problema, digámoslo con sinceridad, complejo, enredadísimo, ante un problema en el que, de acuerdo con nuestro punto de vista, todos mienten… Pues hasta un bebé incrédulo tiene claro que Dios es una buena persona, y el diablo, por el contrario, mala. ¡Pero, señores, eso es el delirio de un macho cabrío! ¿Qué sabemos en realidad sobre ellos? Que Dios tomó el caos en sus manos y lo organizó, mientras que el diablo, a su vez, intenta en todo momento destruir esa organización, hacerla regresar al caos. ¿No es verdad? Pero, por otra parte, toda la historia nos enseña que el hombre, como personalidad individual, tiende precisamente al caos. Quiere ser independiente. Quiere hacer sólo aquello que desea. Se pasa todo el tiempo proclamando que él, por naturaleza, es libre. No tenemos que buscar mucho para hallar ejemplos, tomemos de nuevo al famoso Chñoupek. Espero que comprendan hacia dónde me dirijo. Porque les pregunto: ¿a qué se han dedicado los tiranos más feroces a lo largo de la historia? Precisamente, han intentado que el caos antes mencionado, propio del ser humano, esa amorfa cualidad caótica de los Chñoupek y las Lagartas, se organizara de manera conveniente, se formulara, se estructurara, preferiblemente en una fila, se concentrara en un punto y él crearía su contrapunto. O, en palabras más sencillas, los eliminaría. Y, por cierto, como regla general lo conseguían. Aunque, hay que decirlo, sólo durante corto tiempo y sólo con un gran derramamiento de sangre. Pues ahora les pregunto: ¿quién es el bueno en realidad? ¿El que intenta realizar el caos considerándolo libertad, igualdad y fraternidad, o el que pretende reducir esa cualidad de los Chñoupek y las Lagartas (léase entropía social) al mínimo? ¿Quién? ¡Pues ésa es la cuestión!
El párrafo había sido magnífico. Seco, preciso y a la vez no carente de pasión. ¿Y qué rezonga ese otro, en aquel extremo? ¡Vaya, qué descarado! No deja trabajar, y en general…
Con un sentimiento muy adverso, Andrei detectó de repente en las filas de atentos oyentes a algunos que se habían vuelto de espaldas a él. Los miró con atención. No había dudas, eran sus nucas. Uno, dos… seis nucas. Tosió con todas sus fuerzas, golpeó secamente con los nudillos sobre la superficie de zinc. Pero no sirvió de nada.
«Está bien, aguarden — pensó, amenazante —. ¡Ahora me ocuparé de ustedes! ¿Cómo se dice eso en latín?»
— Quos ego — gritó —. Parece que se imaginan que tienen alguna importancia, ¿no? Nosotros somos grandes, y usted anda excavando allí abajo. Nosotros somos de piedra, y usted es de carne perecedera. Nosotros viviremos por los siglos de los siglos, y usted es carroña, flor de un día. Pues aquí tienen — les dijo, haciendo un corte de manga —. ¿Y quién los recuerda? Algunos idiotas, de los que no queda ni huella, los erigieron… Arquímedes, ¡qué cosa! Existió uno con ese nombre, lo sé, corría desnudo por las calles sin el menor reparo… ¿Y qué? En una civilización del nivel adecuado le hubieran cortado los huevos. Para que no corriera. Así que eureka, ¿no? O ese mismo Pedro el Grande. Sí, era el zar, el emperador de todas las Rusias… Conocemos a gente así. ¿Y cuál era su apellido? ¿Eh? ¿No lo saben? ¡Y cuántos monumentos le han erigido! ¡Cuántos libros le han escrito! Pero pregúntenle a un estudiante en un examen y quiera Dios que uno de cada diez pueda adivinar cuál era su apellido. ¡Ahí tiene a ese grande! ¡Y eso es lo que pasa con todos ustedes! O nadie los recuerda, y sólo abren mucho los ojos, o, digamos, los recuerdan, pero no saben su apellido. Y, por el contrario: recuerdan el apellido, digamos, de los ganadores de tal o cual premio, pero el nombre… ¡qué van a acordarse del nombre! ¿Quién era? Era escritor, o vendía lana de contrabando… ¿Y qué falta le hace eso a nadie? Juzguen ustedes mismos. Pues si se acuerdan de todos ustedes, olvidarán cuánto cuesta la vodka.