– De acuerdo, pero…
– O lo ves de esta forma, o te equivocarás por completo.
Bosch asintió dócilmente. Durante un instante sólo se escuchó el diálogo entre De Baas y Jacinto moteado.
– La dioxacina ayuda a elaborar un violeta azulado más profundo, Pietro.
– Siempre me dice lo mismo, señor De Baas… Pero no es a usted a quien le pican los brazos.
– Pietro, por favor, no te enfades. Estamos tratando de ayudarte. Te diré lo que vamos a hacer. Hablaremos con el señor Hoffmann. Si él nos asegura que la dioxacina es imprescindible, buscaremos alguna forma de anestesiar tus brazos… Sólo tus brazos, ¿qué te parece…? Puede hacerse…
– Cincuenta millones de dólares es mucho dinero -dijo Benoit.
De repente la fingida calma de Bosch se quebró. Dejó de mover la cabeza en sentido afirmativo y clavó los ojos en Benoit.
– Sí, es mucho dinero. Pero señálame con el dedo a la persona capaz de hacerle eso a una niña de catorce años para intentar estropearnos una subasta millonaria. Señálame a esa persona y dime: «Es ésta». Y déjame que la mire a los ojos y compruebe que en ellos no hay otra cosa que dinero, obras de arte y subastas. Sólo entonces te daré la razón.
Ruido de porcelanas. Uno de los ayudantes de De Baas depositaba las tazas, ya vacías, sobre la Mesilla, que aguardaba arrodillada.
– Desde luego, no fue san Francisco de Asís quien destrozó el cuadro, si eso es lo que quieres decir…
– Fue un sádico hijo de puta. -Las mejillas de Bosch estaban teñidas de un color que las luces de la habitación transformaban en morado-. Tengo ganas de atraparlo, créeme.
Hubo una pausa. «Enfadarte con Benoit no te servirá de nada -se dijo Bosch-. Cálmate de una vez.» Se dedicó a mirar hacia los monitores intentando relajarse. El cuadro asentía mientras escuchaba los consejos de De Baas. Bosch recordó que Jacinto moteado se exhibía con la pantorrilla derecha alzada por encima del hombro y la cabeza apoyada en la planta del pie. No podía imaginarse a sí mismo doblado en aquella postura ni durante una fracción de segundo, pero Jacinto la soportaba seis horas al día.
Se dio cuenta de que Benoit también miraba las pantallas.
– Dios, cuánto nos cuesta conservar estas obras. A veces yo también sueño que las destrozo.
Aquella frase, en labios del jefe de Conservación, sorprendió a Lothar Bosch. Benoit solía usar un lenguaje violento cuando no había lienzos o adornos lujosos que pudieran oírlo (la Mesilla llevaba cobertores), pero aparentaba carecer de puntos débiles. Al menos, nunca los manifestaba en público. Ofrecía el falso aspecto de un jubilado ingenuo en quien podías confiar. Su cabeza completamente calva y carnosa era como una pelotita antiestrés: la mirabas y te parecía que podías exprimirla un poco para relajarte. En realidad, era él quien exprimía la tuya sin que te dieras cuenta. Bosch sabía que había ejercido como sicólogo clínico privado en un barrio noble de París antes de incorporarse a la Fundación, y su antiguo oficio le servía de mucho con los lienzos. De hecho, un éxito terapéutico muy especial provocó que el doctor Benoit cambiara de trabajo con rapidez. Valerie Roseau, una joven lienzo francesa con la que Van Tysch había pintado su obra maestra de primera etapa La pirámide, se negó un día a seguir exhibiéndose en el Stedelijk. Esto desencadenó una crisis en la que estaban en juego varios millones de dólares. Valerie llevaba años en tratamiento sicológico debido a una neurosis. Los especialistas sabían que ahí radicaba la causa de su negativa a exhibirse y se esforzaban en curarla. Benoit optó por otra estrategia: en vez de intentar curar la neurosis de Valerie, la convenció de que continuara en el museo. Stein se apresuró a ofrecerle el puesto de jefe de Conservación.
A los cuadros les encantaba hablar con Benoit, sobre todo a los más jóvenes. Le contaban sus angustias a aquel abuelito calvo con acento francés y decidían continuar en la brecha. Por supuesto, se trataba de un truco magistral. En realidad, Benoit era un individuo peligroso; más peligroso, a su modo, que la señorita Wood. Bosch pensaba que era el más peligroso de todos.
Dejando aparte a Stein y al Maestro, claro.
– Son ricos y jóvenes -decía Benoit con desprecio mientras miraba las pantallas-. ¿Qué más quieren, Lothar? Me cuesta trabajo comprenderlos. Tienen ropa, joyas, adornos y juguetes humanos, coches, drogas, amantes… Mencionan el lugar del mundo donde desean vivir, y allí les compramos un palacio. ¿Qué más quieren?
– Quizás otra clase de vida. También ellos son humanos.
Un friso de arrugas coronó la frente de Benoit. Así permaneció durante varios segundos mientras Bosch sonreía resignado, pero desafiante.
– Por favor, Lothar, no me digas estas cosas mientras bebo mi sucedáneo de té. Mi úlcera está peor últimamente. Lo que Van Tysch les ha otorgado es superior a ellos mismos y a sus miserables vidas. Les ha otorgado la eternidad. ¿Es que no se dan cuenta? Son obras increíblemente hermosas, las más hermosas que ningún pintor haya creado jamás, pero no les basta: se quejan de dolor de espalda, picores en el culo y depresión. Por favor, Lothar, por favor.
– Sólo quise decir…
– No, no, Lothar, no me jodas. -Benoit alzó la mano. Era como si rechazara una comida repugnante-. La belleza requiere cierto sacrificio. Tú no sabes lo que nos cuesta mantener a esas delicadas florecillas. No me jodas. Dejemos el tema.
Con un gesto de cólera tendió la taza en el aire. La Mesilla se acercó velozmente, arqueó la espalda proyectando el vientre y colocó la tabla bajo la taza. Necesitó flexionar las rodillas casi hasta sentarse en los talones, porque Benoit apenas había levantado el brazo. Su sexo depilado y pintado de malva quedó a la vista de Bosch.
– ¿Quieres más tú también, Lothar? -preguntó Benoit mientras le indicaba al adorno que le sirviera sólo hasta la mitad.
– No, no, muchas gracias. -Bosch aprovechó la ocasión para abandonar su taza casi llena en la Mesilla.
– ¿Te ha gustado?
– Delicioso.
– ¿Verdad que sí? Lo encargo personalmente a una empresa de París. Tienen sucedáneos de casi todo lo que puedas imaginarte, incluso sucedáneos de sucedáneos.
Hubo una pausa. En las pantallas apareció Púrpura mágica.
– ¿Te quedarás mucho tiempo en Viena, Paul? -preguntó Bosch al cabo del rato.
La pregunta cogió a Benoit en mitad de un sorbo. Lo bebió con avidez mientras movía la cabeza.
– Lo indispensable. Quiero asegurarme que se restringirá todo lo posible la información sobre el caso. Lo cual está resultando bastante difícil, por cierto. Sin ir más lejos, ayer mantuve una agradable conversación telefónica con un mandamás del Ministerio del Interior austríaco. Esta gente te hierve la sangre. Me presionaba para que la noticia se hiciera pública. Dios mío, ¿qué ocurre en este maldito país desde que en el siglo pasado asomara la cabeza un partido neonazi? Tratan todos los asuntos como si fueran de cristal, los cogen con alfileres… Siempre están pensando en cubrirse las espaldas… ¡Llegó a acusarme de poner en peligro a la población de Viena…! Le dije: «Lo único que se encuentra en peligro hasta el momento, que yo sepa, son nuestros cuadros». ¡Imbécil! -Tras una pausa, agregó-: Bueno, esto último no se lo dije.
Bosch soltó una risa completamente silenciosa, sólo los gestos y la boca entreabierta.
– Paul, necesitas inyecciones intravenosas de sucedáneo de té.
– No me gustan los austríacos. Son demasiado retorcidos. Ese timador de Sigmund Freud era austríaco. Te juro que…