– Bueno.
Y de repente sintió cómo la invadía una cálida oleada de gratitud hacia Sally. Con catorce años de edad, Annek Hollech era el cuadro más joven de la exposición (Sally, por ejemplo, tenía diez años más que ella). Cuando llegaba el día de descanso, el resto de las obras se marchaba por su cuenta. Nadie se preocupaba por ella. Para cualquier chica que no fuera Annek -habituada a la soledad y al silencio de museos, galerías y casas particulares-, aquella situación se hubiera hecho insoportable. De modo que el gesto de Sally la había emocionado. Pero hubiera sido muy difícil percibirlo, porque su rostro sólo expresaba las emociones que un pintor le hacía expresar.
– Gracias -dijo simplemente, depositando en ella una mirada azul verdosa.
– No me lo agradezcas -contestó Sally-. Lo hago porque me apetece estar contigo.
Y aquella frase tan amable volvió a emocionarla.
Bajaban en el ascensor. Dos Anneks de cabello lacio y rubio, espigadas, con sendas etiquetas amarillas atadas al cuello, se reflejaban en los cristales oscuros de las gafas de Díaz. Óscar Díaz era el agente de turno que la custodiaba de regreso al hotel. Siempre la obsequiaba con una sonrisa amable y una frase banal de cortesía. Aquel miércoles, sin embargo, se hallaba inusualmente lacónico. A ella le hubiera gustado iniciar la conversación, porque se sentía muy relajada después de hablar con Sally, pero recordó que no era conveniente que las obras de arte charlaran con el personal de custodia y decidió olvidarse del mutismo de Díaz. Tenía otras cosas en que pensar.
Llevaba dos años siendo Desfloración, una de las obras maestras de Bruno van Tysch, e ignoraba cuánto tiempo le quedaba antes de que el pintor decidiera sustituirla. ¿Un mes? ¿Cuatro? ¿Doce? ¿Veinte? Todo dependía de lo rápido que madurara su cuerpo. Por las noches, desnuda en las espaciosas camas de los hoteles donde dormía, se dedicaba a pasar el dedo por el borde de las etiquetas atadas a su cuello o muñeca, o llevaba la mano hasta la firma tatuada en su tobillo izquierdo (BvT en azul índigo), y pedía en silencio al remoto Dios del Arte y de la Vida que su anatomía se mantuviera en calma, que no se removiera en secreto, por favor, que no granaran sus pechos, que sus piernas no se elevaran como el barro en el torno, que las manos que pintaban sus caderas no recorrieran, cada día, un trayecto más amplio, más curvilíneo.
No quería dejar de ser Desfloración.
Le había costado seis años de esfuerzos llegar a convertirse en una obra maestra. Todo se lo debía a su madre, que había descubierto sus posibilidades como lienzo y la había llevado a la Fundación con sólo ocho años de edad. Su padre se hubiera negado, por supuesto, pero no pudo evitarlo porque ya no vivía con ellas: el matrimonio llevaba roto casi cinco años y Annek apenas lo había conocido. Sabía que era un hombre brutal, alcohólico y desequilibrado, un pintor anticuado de lienzos de tela que insistía en querer vivir de su oficio y se resistía a admitir que los lienzos no humanos ya habían pasado de moda. Desde que la madre de Annek obtuviera su custodia, pero sobre todo desde que Annek comenzara a estudiaren Amsterdam para convertirse en lienzo profesional, aquel hombre irascible y desconocido no había cesado de molestarlas salvo durante sus frecuentes ingresos en hospitales y cárceles. En el año 2001, cuando Annek se exhibía en el museo Stedelijk de Amsterdam como Intimidad, la primera obra que Van Tysch había pintado con ella, su padre se plantó de improviso en la sala. Annek reconoció las facciones desencajadas y terribles y los ojos enrojecidos que la contemplaban a diez pasos de distancia, junto al cordón de seguridad, y supo lo que iba a pasar un instante antes de que sucediera. «¡Es mi hija! -gritaba aquel hombre, fuera de sí-. ¡Se exhibe desnuda en un museo y sólo tiene nueve años de edad!» Se precisó la intervención de un equipo completo de agentes de Seguridad. Hubo un escándalo y un juicio muy breve, y su padre terminó en la cárcel de nuevo. Annek no quería recordar aquel desagradable episodio.
Aparte de Intimidad, el Maestro había pintado otros dos cuadros con ella: Confesiones y Desfloración. Esta última, de 2004, estaba considerada una de las más grandes obras de Bruno van Tysch; parte de la crítica especializada se atrevía a calificarla, incluso, como una de las más importantes de la pintura de todos los tiempos. Annek había pasado a la historia del arte con letras de oro y su madre estaba muy orgullosa de ella. Solía decirle: «Esto no es nada. Tienes toda la vida por delante, Annek». Pero ella odiaba tener «toda la vida por delante», no quería crecer, le angustiaba la posibilidad de abandonar Desfloración, de ser sustituida por otra adolescente.
La menstruación había irrumpido como una mancha roja sobre un lienzo puro, o como una señal de peligro. «Cuidado, Annek, estás madurando, Annek, pronto serás demasiado mayor para la obra», le advertía aquella señal. ¡Vaya si se alegraba de perderla, al menos por una temporada! Le rezaba al Dios del Arte (el de la Vida la odiaba), pero el Dios del Arte era el Maestro, que no iba a hacer nada salvo decirle, algún día: «Debemos sustituirte para que el cuadro perdure».
Intentó apartar la angustia de su mente. En vano: allí seguía.
El aparcamiento estaba oscuro y embrujado de ecos de motores. Un inmigrante turco llamado Ismail lo vigilaba aquella noche. Saludó a Díaz con la mano. Al sonreír, su bigote negro se alzó por las puntas. Díaz le devolvió el saludo mientras abría la puerta trasera de la furgoneta. Ismail vio el cuerpo de Annek inclinándose al entrar en el vehículo y la tiniebla ocre del interior tachando gradualmente su figura: la espalda, el contorno de sus caderas, el trasero, la longitud de sus piernas, un zapato de peluche, el otro. La puerta se cerró, la furgoneta arrancó, maniobró para salir, se alejó. El hotel Vienna Marriott se encontraba en la Ringstrasse, a pocas manzanas del complejo artístico del Museumsquartier, y el trayecto era breve y seguro, de modo que Ismail carecía de motivos para sospechar que pudiera suceder algo malo o incluso algo distinto de lo habitual.
No imaginaba que era la última vez que veía a Annek Hollech con vida.
PRIMER PASO
Blanco, rojo, azul, violeta, crudo, verde, amarillo y negro son los colores básicos de la paleta en la pintura de cuerpos humanos.
Tratado de pintura hiperdramática
Bruno van Tysch
Qué maravilloso sería si pudiéramos penetrar en la casa del espejo.
Carroll
Clara llevaba más de dos horas pintada de blanco de titanio cuando bajó a verla una señora acompañada de Gertrude. Con el rabillo del ojo distinguió unas gafas de sol, un sombrerito de flores y un traje color perla. Parecía una cliente importante. Hablaba con Gertrude al tiempo que valoraba a Clara con la mirada.
– ¿Sabés que Roni y yo adquirimos un Bassan hace dos años? -Fuerte acento argentino-. Muchacha sosteniendo el sol, se titulaba. A Roni le gustaba el brillo de los hombros y del vientre. Pero yo le dije: «Roni, por Dios, tenemos muchos cuadros, ¿dónde vamos a colocar éste?». Y Roni decía: «No tenemos tantos. Vos tenés la casa llenita de bric-a-bracs y yo no me quejo». -Risas-. Bueno, ¿sabés lo que hicimos por fin con el cuadrito? Se lo regalamos a Anne.
– Muy bien.
La mujer se quitó las gafas al tiempo que se inclinaba.
– ¿Dónde está la firma…? Ah, en el muslo… Es bello… ¿Qué te contaba?