Sylvia Campbell no se parecía en nada a la marioneta que había creado, aunque por alguna vaga razón él había deseado que fuera así. No obstante, había errado por defecto, porque era mucho más hermosa de lo que se había atrevido a imaginar. Era una mujer completamente diferente a la quimera que se arrastraba penosamente por sus sueños. El dibujo, un poco manchado en los bordes, estaba firmado por Sy. C. Una leyenda bajo el retrato rezaba simplemente, Yo.
Y allí estaban.
Había sido una agradable sorpresa conocerla al fin. Las elegantes curvas y las arreboladas sombras de grafito le otorgaron una realidad de la que había carecido hasta entonces. Se aferró a la tarjeta con una intensidad que lo sorprendió, temiendo doblarla o plegarla. Sabía que estaba metido en un lío. Se dio cuenta de que estaba sonriendo demasiado, admirando repetidamente la curva de sus ojos, sosteniendo su rostro entre las manos. Aquello no estaba bien.
No era tímida. Largos y negros bucles se enroscaban alrededor de uno de sus ojos y le sonreía con el labio inferior fruncido casi en un puchero, una mirada profunda y bonita que lo cogió desprevenido. Casi podía creer que lo estaba observando desde la tumba, llamándolo con señas.
– Cierra la boca -dijo Caleb, con más resignación pero al mismo tiempo tratando de poner mayor énfasis. Suspiró con demasiada fuerza para la habitación y extendió las notas mientras daba golpecitos a su pluma.
Después de que Willy y Rose se marcharan, el primer día de clase de aquel semestre, Fruggy Fred había seguido roncando en la cama mientras Cal se sentaba en el suelo frotándose las piernas y trataba de ordenar las conflictivas señales.
Habían matado a alguien allí y nadie le había avisado. No habían puesto una de esas cintas policiales de color amarillo sobre la puerta. El decano no había publicado una nota en la prensa. Fruggy se giró, y se giró de nuevo. Su boca se movía sin parar. Cal se preguntó con quién estaría manteniendo aquella conversación tan animada. Se inclinó para escuchar, pero no pudo entender las palabras. Se acercó a la pared y estudió el mal trabajo que habían hecho los pintores.
Había olido aquello antes.
Tras decidir -en la última semana de noviciado, antes de tomar los votos definitivos- no seguir adelante con su proyecto de hacerse monja, su hermana empezó a trabajar como asistente social, en los tiempos en que el término no estaba todavía demasiado devaluado.
Por aquel entonces, cuando todavía duraba la culpa por Vietnam y los niños asiático-americanos llegaban a centenares buscando a sus padres, y los cubanos eran encerrados enjaulas en los pasos subterráneos antes de ser devueltos a Castro, gritando todos, y los escuadrones de la muerte recorrían Sudamérica y entraban en los suburbios, las chicas blancas seguían viendo Harlem como una especie de Meca que impulsaba el Movimiento Negro, y nadie sabía muy bien lo que hacían. Estaba bien, al menos era algo, un esfuerzo. El crack y el SIDA sobrevolaban el mundo y descendieron para picotear su tejido mientras esperaban a que se extinguiera el último minuto de la música disco.
Le había descrito más horrores de los que jamás podría perdonarle. No lo había hecho a propósito, nunca había pretendido que él recogiera tanto de lo que ella sembraba entre gemidos y sollozos, pero incluso a la edad de cinco años sentía una predilección por la condenación.
Sin embargo, pasado el tiempo, había terminado por olvidar la mayoría de los detalles de lo que ella le había contado, y se había descubierto tratando de recordar, persiguiendo los esquivos recuerdos y al mismo tiempo tratando de seguir pensando en ella con cariño.
Las historias de ratas, que ella le contaba teniéndolo sobre sus rodillas mientras veían los dibujos, eran sus favoritas. Le explicó que devoraban la gruesa carne de los muslos de los bebés y los indigentes, que se metían dentro de los moribundos y salían por sus gargantas. Le habló de los estómagos de los muchachos que había tenido que tapar con las manos después de que un atraco a una licorería de la avenida Jerome saliera mal, de las niñas de doce años que atascaban los inodoros con sus bebés y de los hombres que prendían fuego a sus mujeres porque les habían hecho demasiado la hamburguesa. Le contó algo sobre tres tíos que la habían violado en una furgoneta verde. Estaban buscando una monja.
Una tarde nublada, cuando él tenía siete años, poco después de dejar de trabajar en el Bronx y empezar a cuidarlo en lugar de mamá, se sentó en la bañera mientras la lluvia caía copiosa y golpeteaba las ventanas. Se abrió las muñecas en vertical, hasta el final del antebrazo -cosa importante si quieres que la sangre no se coagule- y lo llamó para pedirle que dejara de ver la televisión y le leyera pasajes de la Biblia. No era la primera vez que lo hacía y a él le gustaba.
Caleb recordaba cómo se cimbreaban los chorros rojos bajo el agua.
Chillando y paralizado en el sitio un instante, presa de la histeria, antes de salir corriendo frenéticamente hacia la bañera, había resbalado en la sangre aguada que su hermana había derramado sobre los baldosines, mientras ella lo llamaba con gestos. Le sonrió y fue lo peor que había visto en toda su vida. Había burbujas por todo el suelo y el rojo era como sirope vertido en la bañera. Estaba descalzo y resbaló en el suelo mientras extendía una mano y casi llegaba a tocarle el pelo.
Parte de ello seguía tan fresco en sus recuerdos que Cal tuvo que abrir los ojos para no regresar a aquel momento y aquel lugar. Lo había impresionado el tamaño de los pechos desnudos de su hermana. Estaba horrorizado y asqueado, incapaz de creer que el momento fuera real… y que ella hubiera almacenado en su interior tanto veneno.
– Cal…
Su nombre en los labios de su hermana sonó como un chillido de agonía o una maldición ancestral. Le impidió acercarse más.
Sendos chorros cruzaron el baño cuando su hermana sacó la mano del agua para asirlo. La sangre salió despedida, salpicó el espejo y resbaló hasta la bandeja del cepillo de dientes.
Al verlo, las palmas de Cal se abrieron como si le acabaran de atravesar las manos con clavos.
La espuma le roció la cara y lo cegó mientras se volvía a un lado tratando de apartarse. Ante sus mismos ojos, su sangre y la sangre de su hermana corrieron para encontrarse. Había algo precioso en ello, de veras, como si estuvieran acudiendo en ayuda la una de la otra. La sangre hacía lo que él no podía. Sin chillar ya, casi curioso mientras sus rodillas cedían y terminaba de sucumbir al ataque, Caleb bajó la mirada hacia las heridas de sus manos y su cara se precipitó contra el grifo del baño.
Cuando despertó, en el hospital, tenía una conmoción, y su hermana llevaba dos días bajo tierra.
Pero aquella peste roja se había alojado en lo más profundo de su garganta. Débilmente, trató de arañarse el fondo de la lengua con las uñas. No tenía heridas, cicatrices ni marcas en las manos y nadie lo creyó cuando les explicó lo que había pasado.
Eso ya no le importaba demasiado. Desde entonces había sufrido en dos ocasiones los estigmas, heridas que se abrían espontáneamente en sus manos a imitación de las de Cristo, perforaciones descarnadas que aparecían en sus manos. Se preguntó por qué no lo hacían también en sus pies o en su costado, donde el soldado romano había herido a Jesús en el Golgota, y por qué no sangraba su cabeza por las mil heridas de una corona de espinos. Ya que tenía que pasar, por lo menos que pasara bien.
Pero no fue así. Estudió el fenómeno y descubrió que solo ocurría en los fieles más devotos y ortodoxos. Así que, ¿por qué él? ¿Y por qué entonces? Era una locura, por supuesto.
Caleb estaba en el instituto, dando clase de matemáticas, cuando su madre se mató en un accidente de coche a menos de dos kilómetros de casa. Las palmas se le habían abierto sobre una serie de ecuaciones hiperbólicas. Volvió a ocurrir cuando tenía diecinueve años, mientras se duchaba después de un torneo de pelota interescolar, el día que el corazón de su padre cedió al fin.