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Durante los dos últimos semestres, Rose había trabajado en la oficina del registro. En una ocasión, después de que los hubiesen echado de la emisora de la KLAP y hubiesen colgado el teléfono a las culturistas, Caleb y Willy le habían hecho una visita en la tesorería. Cotilleando en sus propios archivos, incapaz de acceder al material codificado pero excitada por el mero hecho de intentarlo, Rose había leído algunos de los cometarios más mordaces de los profesores. Willy se había reído pero Caleb había mirado los archivos y había visto cómo le devolvían miradas despectivas sus peores notas.

– Howard Moored, mi profesor de Ingeniería 101 uno, dice que mi capacidad de lectura comprensiva es propia de un alumno de octavo -dijo Willy.

– Es demasiado amable.

– ¿Qué es Catcher in your Eye?

– Umm, buena pregunta.

– Vamos, es algo de décimo, ¿no? Eh, ya lo he leído. Howard se ha pasado conmigo.

Rose lo había mirado con el respeto y amor más profundos, sabiendo que nunca se apuntaría a un club literario.

Violetas o crisantemos.

Después de hablar con Rocky y Toro aquel primer día, Caleb pasó horas observando la pintura de color melocotón mientras mantenía lamentables conversaciones con Willy y Rose y se preguntaba si podría seguir en su propia habitación -si es que lo era o lo había sido alguna vez- y si tenía la clase de aguante que hacía falta. Cuando finalmente se marcharon, no fue hasta casi la medianoche cuando pudo tocar la mancha de la pared y, finalmente, pasar unos dedos temerosos por el borroso contorno que se adivinaba debajo de la pintura. Era como contemplar las nubes, se podían extraer imágenes durante horas y horas.

Había cuchillos en el aire. Todavía en la cama, Fruggy Fred musitaba en un sueño trufado de imágenes. Se agitaba con infrecuente urgencia, murmurando y buscando algo a tientas, implorando, como si estuviera dándole a Caleb alguna críptica advertencia. Algunas veces sollozaba hasta que tenía la barba empapada y pesada de sal. De tanto en cuanto sus manos se movían bruscamente y pronunciaba el nombre de Cal. El nuevo colchón parecía demasiado blanco debajo de él. Cal se preguntó qué habrían hecho con el viejo.

Sonó el teléfono. Era Jodi, y antes de que pudiera decidir lo que iba a contarle sobre la peste de su cuarto y la nueva forma que el mundo estaba adoptando de repente, ella había inhalado profundamente y supo que iba a gritarle. Resultaba agradable ser capaz de prepararse para ello. Se disculpó inmediatamente, prometió pasarse más tarde y lo dejó estar.

– ¿Luego? -preguntó ella-. Ya es medianoche. Llevo todo el día buscándote. ¿Dónde has estado?

– Aquí.

– No, de eso nada. He pasado por ahí y la puerta estaba cerrada. He llamado media docena de veces durante las últimas dos horas.

– Jesús, no digas eso. -No lo había oído. Puede que lo que Fruggy había estado diciéndole fuera que contestara el teléfono.

– Es nuestra primera noche juntos desde hace mucho sin que mis padres estén acechando, mirándonos como quebrantahuesos, y sin los críos por ahí. ¿Qué pasa? Estás raro.

– ¿Ah, sí? Lo siento. -Ahí estaba. No sabía nada del asesinato-. ¿Qué has hecho hoy?

– Soy yo la que lo siente, pero siempre estoy disculpándome por cómo te tratan. Y a mí.

Otra vez lo de siempre. Ella no podía librarse de su familia, como tampoco podía él hacerlo de la suya.

– No tenían por qué aceptarme, pero lo han hecho durante algún tiempo. Eso es importante. -Había aprendido a apreciar a aquellos que le mostraban alguna consideración, aunque tuviera que cuidar a los hijos deformes de prostitutas y buscavidas drogadictos para merecerlo.

– Debería serlo pero no lo es. Nos mantiene apartados, de una manera asquerosa. Hasta el momento ha sido una mierda de año nuevo. Me han dicho que dos de mis clases no van a continuar. Ha pasado algo.

– ¿No será Filosofía 138 una de ellas? -preguntó. Era la única clase que compartían y le habían dicho que el profesor Yokver era excelente. Ética debía de ser una maría y tenía la intención de empezar con un semestre sencillo antes de salir a ser destrozado por el gran mundo.

– No, todavía no nos han quitado nuestras mañanas juntos. -Su voz áspera, densa de sexo, le arrulló el oído, pero captó en ella la rabia subyacente provocada por su falta de entusiasmo. No habían estado en la cama desde hacía casi un mes. Ella quería saber por qué demonios no había estado acurrucado en la puerta de su cuarto, loco de lujuria, en el instante mismo en que habían regresado al campus. No estaba haciendo gran cosa para que se sintiera necesitada. Dijo-. Estaré ahí dentro de cinco minutos.

Cal asomó la cabeza por la ventana, y la peste a almacén de carne volvió a caer bruscamente sobre él mientras Fruggy musitaba algo, mencionaba el nombre de Jodi con un suspiro y a continuación emitía algunos de los sonidos que había hecho mientras trepaba desnudo por la pared del dormitorio.

– Eh… mejor voy yo a verte, Jo.

Casi pudo ver cómo se le arrugaba el gesto.

– ¿Por qué? -le preguntó con un titubeo preñado mientras su mente recorría un sinfín de posibles problemas.

Era una larga lista. Estaba seguro de que Jo los estaba repasando, uno por uno, recordándolo tambaleante en el porche de su casa, con las muletas y las manos cortadas. O que su padre la había llevado a la universidad hacía doce horas sin una palabra de despedida para él, dejándolo en el patio haciendo el equipaje, en medio de los ladridos de los chuchos devorados por las moscas y los gritos de los niños. No era más que la forma que tenía el hombre de hacer entender a Cal cuál era el lugar de cada uno, sin necesidad de explicar nada, mientras los niños hidrocefálicos salían y se columpiaban en el porche.

Johnny ya había terminado de pintar los Toyota de color amarillo limón, y relucían orgullosamente a la luz del sol. Rusell había llenado los asientos traseros de zapatos de mujer y radios-reloj y estaba sentado en el capó de uno de ellos, hojeando un Reader’s Digest y leyéndose los chistes en voz alta.

Permitir que Caleb viviera en el patio no había sido una invitación; era una demostración de poder. La madre de Jo se había encarado con él en un par de ocasiones y puede que esa fuera la manera que tenía el padre de enseñarle que no podía tenerlo todo siempre. Jodi había subido al asiento del copiloto mientras su padre encendía el motor y hacía un dónut de barro en el patio. Los niños retrasados habían corrido tras él.

– ¿Pasa algo, Cal? -le preguntó Jodi, y de repente su voz sonó metálica, zumbante.

– No, Jodi. -Su propia voz subrayada por los ronquidos de Fruggy, era firme y estable. Qué raro que no sonara como si estuviera volviéndose loco-. No pasa nada.

– ¿Seguro?

Huérfano de nuevo, había emprendido el penoso recorrido tres kilómetros hasta la parada del autobús, mientras los niños hidrocefálicos apoyaban sus hinchadas cabezas en la pintura descascarillada de la barandilla del porche y le sonreían, Johnny se levantaba en el pórtico y asentía y Rusell seguía tratando de recorrer las primeras páginas de chistes y no conseguía llegar muy lejos. Todos quebradizos, en acto de perecer.

Dijo:

– Es que Fruggy Fred se ha quedado aquí dormido y no creo que pueda volver a su cuarto esta noche.

– ¡Bueno, pues echa a ese puto gordo de ahí!

– Creo… Está enfermo y quiero estar seguro de que se encuentra bien.

– Llévalo a la enfermería. Te pilla de camino.

– Sabes que no puedo, Jo. Sería como interrumpir la Misa del Gallo. Es un ritual sagrado.