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– ¿Crees que te haría eso? No, no respondas, capullo paranoico. Y ella tampoco te lo haría. La mujer en cuestión no es tu damisela, y todavía no voy a revelarte su nombre.

Bien. A decir verdad, Cal prefería no saberlo.

– ¿Cómo puedes hablar tanto mientras levantas pesas?

– Te acostumbras y luego lo haces sin pensar.

Seguía sin haber señales de dolor. Así era como Willy se divertía. Con lentitud, levantó varias veces la barra sobre su cabeza. Tenía la cara roja pero sus ojos estaban extremadamente claros-. Una buena respiración y una actitud mental positiva.

– Oh.

– Verduras y pescado en cantidad. Antiguos valores familiares combinados con una sólida educación cristiana. Profundas creencias espirituales en el amor y la misericordia de nuestro señor Jee-sssu-crissss-to. -Respiraba con profundas y eficientes inhalaciones. Por todo su torso, las venas hinchadas trazaban un mapa topográfico de Florida-. En cuanto a la chica de la que te he hablado, en serio que es especial. Tan excepcional, de hecho, que si alguien se enterara de que tenemos nuestro nidito de amor, sería beaucoup de malas noticias. ¿Capisce, amigo?

– Menudo lingüista estás tú hecho. Hablas como si estuvieras enamorado de ella.

– No -dijo Willy sin añadir más. Terminó la serie de veinte repeticiones. Los tensos músculos de su espalda y sus hombros estaban tan marcados como los de cualquier estatua griega-. Por cierto, si quieres tirarte a Rose, por mí no hay problema.

Cal se lo quedó mirando.

– En serio -dijo Willy.

– ¿Qué?

– Ya sabes que no soy un tío celoso. Pásatelo bien. Solo te pido que te portes bien con ella. No desvaríes demasiado. Sé que no te será fácil, pero haz lo que puedas.

Vale, ¿qué coño era eso? ¿Una oferta de paz u otra forma de afianzar su amistad?

– No es eso lo que me pasa.

– Pues algo te pasa.

– Cierto -dijo Cal.

– ¿Y no quieres hablar de ello?

– Según parece, últimamente todo el mundo tiene algún secreto.

Willy asintió con un suspiro.

– El resto del mundo lo dificulta todo.

Dificulta era otra buena palabra para un tío con un nivel de lectura de octavo. Aparentemente era cierto que Howard se había pasado bastante con él.

– Sí, supongo que sí. -Podía dificultarte las cosas en mitad de la noche, en tu propia cama. Podía atravesarte.

– Es nuestro sino por tratar de abandonar estas santeficadas estancias. La universidad se pone celosa.

– Santificadas.

– ¿Qué?

– Nada.

– Bueno, en cualquier caso, nos quedan pocos meses y pienso aprovecharlos al máximo, ¿y tú?

– También -dijo Caleb.

Se ducharon, salieron del gimnasio y fueron a ver a Rose al registro. Mientras Willy y ella reían y jugaban en la mesa, Cal entró en el ordenador y registró los archivos de los estudiantes buscando una copia de la ficha con las calificaciones y el expediente de Sylvia Campbell. No hacía falta ser un pirata informático para encontrarlos. Escribió su nombre con lentitud, pidió una búsqueda en todo el material universitario y observó el ESPERE, POR FAVOR con el que le respondió la pantalla… y que le decía, tranquilo, chico, últimamente te lo tomas demasiado en serio… ESPERE, POR FAVOR… cálmate, a fin de cuentas esto no es asunto tuyo, joder, y hasta has sacado un colchón nuevo, así que, ¿quién coño te crees que eres?… ESPERE, POR FAVOR… Si es lo que quieres, esta es la prueba de que también a ti te pueden degollar si estás en el sitio adecuado en el momento equivocado y sí, podrías ser el próximo, sigue durmiendo ahí con la cabeza en la almohada, la almohada en la cama, la cama apoyada en la pared, la pared que han pintado… ESPERE, POR FAVOR, PEQUEÑO MIERDECILLA… ¿Estás seguro de que quieres seguir con esto?

Y entonces el expediente de Sylvia Campbell apareció en la pantalla.

Encendió la impresora y cogió las hojas sin mirarlas, las dobló y se las guardó en el bolsillo mientras Rose y Willy seguían besándose, sin enterarse de nada de lo que había pasado, y él los miraba y se preguntaba cómo acabaría todo. Pasara la que pasara, habría problemas a montones. Podía imaginarse a Willy tirado en el suelo, con las manos en las tripas, y las vísceras entre los dedos, y a Rose con el cabello revuelto y un cuchillo de carnicero en la mano, gritando:

– Así que pensabas que esta era una relación abierta, ¿eh, capullo?

En cuanto regresó al dormitorio, abrió los papeles como un mono famélico pelaría un plátano. Según aquellas hojas, Sylvia Campbell se había graduado en un instituto de la zona con unas calificaciones normales. Había vivido en el pueblo toda la vida -¿Por qué entonces se había perdido el semestre de otoño? ¿Es que no tenía dinero y había tenido que ponerse a trabajar?-. Se había matriculado en el curso de verano para obtener tres créditos en un proyecto independiente.

Con el profesor Yokver.

Caleb creía que solo se podían recibir créditos por proyectos una vez aprobado el primero curso. Revisó la dirección de su casa, comprobó el mapa y descubrió que se encontraba a media hora del pueblo, yendo a pie. Se dirigió allí con paso firme y sin las muletas. ¿Qué podía decirles a los padres de Sylvia? Señores Campbell, ustedes no me conocen pero… ¿Cómo dice, señora…?No, no soy el vendedor de cepillos Fuller. No, no, tampoco un policía ni un periodista. Solo quería hablar de su hija, ya saben. La muerta. Verá, compartimos la misma cama. No, señora, eso no, verán, lo que pasa es que… Pensó mucho sobre la locura y la genética mientras recorría las calles empapadas hasta llegar a su casa.

¿Se habrían puesto los polis en contacto con ellos? El nombre de Sylvia no había aparecido todavía en los periódicos, al menos que él hubiera visto. ¿Se encontraría cuando le abrieran a su madre, recién llegada de un viaje, de visitar a la tía Philimina en Wykosha, Georgia, de pie en el vestíbulo, con dos maletas junto a las rodillas y el teléfono en la mano, a punto de llamar a Sylvia para preguntarle qué tal le iban las clases? ¿Podría mirarle a la cara a la mujer?

Cuando llegó al lugar, descubrió que se trataba de una estación de servicio con un aparcamiento para camiones, a casi un kilómetro de la autopista principal. Si hubiera mirado el mapa con más atención, se habría dado cuenta. Pero no se había fijado.

Mientras regresaba a la universidad, aturdido, el viento helado le azotaba las rodillas. Entró en su cuarto y el olor a sangre le dio la bienvenida. En el teléfono de su casa solo respondía una voz aflautada que decía, «el número al que llama no se encuentra en servicio».

Crisantemos.

Sylvia Campbell, dieciocho años de edad según las mentiras que tenía en las manos, seguía viva ahora en su recuerdo. Los polis seguirían su rastro y descubrirían que había falsificado los datos de su expediente y que la universidad no se había molestado en comprobarlos. Tendría que haber sido material suficiente para un pequeño reportaje de investigación pero los periódicos no lo habían mencionado.

Regresó a la biblioteca, hizo algunas comprobaciones más, y encontró tres artículos relacionados que antes había pasado por alto porque se encontraban en la sección virtual del periódico. Contaban que la falsificación de expedientes empezaba a ser una práctica bastante frecuente en el país, en especial en los distritos escolares más pobres, donde resultaba más fácil acceder a los archivos informatizados. Básicamente, los artículos culpaban a Sylvia por dificultar las labores policiales al haber falsificado su expediente. La conclusión implícita era que su acto criminal había desencadenado su propio asesinato.

Malditos cabrones.

Caleb interrogó al administrador residente hasta que obtuvo el nombre del bedel que había limpiado y pintado el cuarto. Descubrió dónde se guardaban las propiedades de los estudiantes. La primera vez hizo saltar una alarma de incendios en el subsótano de la biblioteca y vagó por los almacenes de los pasillos, comprobando números de habitación, hasta dar con la que, según el bedel, contenía los efectos personales de Sylvia.