Aquella noche, tras forcejear con la valla, dio varias patadas al marco de la ventana hasta que las guías se doblaron y el picaporte se partió. Alguien había arrojado allí toda la vida y la muerte de Sylvia, como la basura que se echa a la papelera. Se preguntó por qué no se habrían llevado los polis el resto de sus cosas como pruebas.
Sin entender del todo por qué le importaba tanto todo aquello, empezó a escribir su tesis de graduación:
La muerte de Circe.
Sacó el título de la firma, el pequeño Sy. C. que le daba a la historia un poco de perspectiva, como si él hubiera escuchado la llamada de sirena de la hechicera en su propia odisea. Todo arte es metáfora, había dicho Frost, y no era posible escapar de esta verdad. Nunca encontraría cuadernos suyos, ni cartas o diarios, poemas, documentos, calificaciones estudiantiles. Ni una sola línea manuscrita, nada que hubiera salido de su mente salvo aquel dibujo. Si los polis lo tenían, no habían hecho nada con ello.
Tendría que averiguar él quién la había matado.
El gris del exterior reflejaba su propio estado de ánimo. Lo justo es malo y lo malo es justo. El ciclo de sus sueños había empezado y terminado una vez más. Caleb no se dio cuenta de que había dormido tres horas en el cuartillo, tendido en la mecedora.
¿Qué sueñan los ángeles? Estaba seguro de que ella le respondería si se lo preguntaba las veces suficientes.
Así que volvió a preguntárselo.
Y otra vez.
Y otra vez.
Caleb salió de su ataúd.
6
Cuando salió, la lluvia se había convertido en nieve.
Saltó la valla y se dirigió al terraplén. Con el viento soplándole en la cara, regresó a Camden Hall, el edificio de humanidades, en el que recibía la mayor parte de sus clases. La nevada era tan copiosa que en cuestión de pocos minutos sus pisadas no podrían verse desde las ventanas.
Al pasar por delante de Camden Hall, chocó literalmente con el decano y su esposa.
Sumido en sus propios pensamientos y secándose la cara, Cal no vio las dos figuras que se dirigían hacia él hasta que fue demasiado tarde. Se volvió y trató de esquivarlas -completando una complicada maniobra- pero las piernas lo traicionaron cuando se desplazó hacia la izquierda. Su rótula crujió al chocar con el decano, que le propinó un doloroso golpe por debajo de la clavícula, como si fuera un defensa de football. Una penetrante punzada de agonía recorrió el hombro de Cal, como si lo hubieran herido con una cimitarra.
Su maniobra lo impulsó contra el abrigo de visón de la Señora Decano; era tan suave, cálido y confortable que se quedó un segundo apoyado en él. ¿Qué demonios hacía llevando un visón con aquel tiempo? Su cara rozó la piel al inclinarse un poco más y dejó escapar un extraño suspiro de alivio, una especie de «hmmm». El abrigo se abrió mientras la mujer retrocedía un paso, y entonces la palma de la mano de Cal aterrizó con un sonido sólido sobre su pecho.
La temperatura descendió de repente otros diez grados. Sus miradas, gélidamente eminentes, lo paralizaron en el sitio.
El decano era el hombre de aspecto más inhumano del campus y a pesar de ello, de alguna manera lograba resultar bien parecido, o casi, de una forma espeluznante, según decían algunas mujeres. Era fascinante ver cómo desplazaba su enjuta figura. Era como si la nieve se torciera, se enroscara a su alrededor. Siempre elegante, alcanzaba… ¿cuánto, el metro ochenta o metro noventa de estatura? Realmente era muy alto, de modo que para mirarlo uno tenía que inclinar la cabeza hacia atrás hasta que le dolía el cuello, y entre eso y el cabello ondulado y negro, casi alcanzaba los dos metros.
A sus cincuenta años, el decano era la viva imagen de un esqueleto ambulante, tan demacrado que parecía un superviviente de Auschwitz, con dedos largos y esbeltos que se curvaban como garfios. Cada vez que Cal le estrechaba la mano se le ponían los pelos de punta. Cuando el decano fumaba un cigarrillo, no podías quitarle la mirada de encima. Te quedabas como hipnotizado mientras él movía la mano hacia los labios, más y más, adelante, adelante, hasta que finalmente daba una calada y la voluta de humo se disipaba mucho antes de llegar a ti. Hubiera sido un maravilloso Hombre de Goma, uno de esos que se ataban con sus propios cartílagos, en los espectáculos de monstruos. Parecía estar osificándose en el sitio, como un pilar de ceniciento hueso, como si alguien hubiera enroscado dos esqueletos bajo una capa de piel tan fina como papel de fumar.
Lívido, Cal trató de sonreír. Le dolió el cuello al levantar la mirada y tratar de mirar al decano a los ojos.
– Hola.
El auténtico nombre de la Señora Decano era Clarissa, pero Caleb no se acordaba casi nunca. Cuando posaba la mirada en él, lo hacía con una expresión que no era capaz de describir del todo. En cuatro años no la había visto reír, o siquiera sonreír, con auténtica emoción. En una o dos ocasiones, en medio de una conversación, Cal había oído cómo se formaban los aullidos natales de una risilla en su interior, y había esperado a ver si terminaban de nacer, pero la carcajada había muerto siempre en el útero, como si fuera engullida de repente.
Era raro que pudiera parecer tan poco agraciada cuando en realidad, el completo opuesto de la agradable fealdad de su marido, era extremadamente atractiva. Más joven que él -Cal pensaba que debía de rondar los treinta y tantos- poseía una mirada tan gélida que uno llegaba a preguntarse si sentía de veras aquel desdén o solo estaba interpretando el papel de hechicera, tratando de tentar al masoquista que todos llevamos dentro. Lo que le decían las tripas era que aquella mujer, de algún modo, quería su ayuda.
– Hola, Cal. Cuánto tiempo -dijo-. Me alegro de verte de nuevo. Solo siento que nuestro encuentro tenga que ser casual. -Le estrechó la mano y lo acompañó hasta el arco de entrada a Camden, debajo del cual estaban a resguardo de la nieve. El decano los siguió en silencio pero con muchos comentarios pegados en la cara enjuta.
– Sí -dijo Cal, porque no había mucho más que decir.
La Señora Decano continuó:
– Como este es tu último semestre y no estarás mucho más tiempo con nosotros, permíteme que te diga que hemos disfrutado mucho de tu compañía. De verdad. -Guardó silencio. Cal escudriñó su rostro en busca de sinceridad pero regresó con las manos vacías-. En realidad, no quiero que suene como si fuera el fin del mundo. Tienes todo un mundo extraordinario y desafiante esperándote cuando nos abandones.
– Puede que trate de sacarme un master -dijo Cal-. Y el doctorado. -En realidad, no había nada que le apeteciera menos, salvo tal vez el extraordinario y desafiante mundo que lo esperaba ahí fuera.
– Bueno, siempre hay sitio para otro doctor en Inglés -dijo ella, tratando de parecer sincera. El sarcasmo no era su fuerte-. ¿Pasarás esta noche por nuestra casa?
– ¿Su casa?
– Sí, vamos a celebrar una pequeña reunión informal. Nada muy extravagante.
– Ya veo.
El decano enarcó una ceja y mostró un instante de sorpresa que se esfumó inmediatamente. Cal sabía que el hombre había pretendido que él lo interpretara tal cual, cada gesto dotado simultáneamente de un propósito oculto y otro evidente, y así no pudiera saber si tenía algún valor real. Sus finos labios esbozaron una sonrisa que ponía los pelos de punta.
La Señora Decano trató de sonreír y fracasó tan miserablemente que sintió lástima por ella.
– Además me gustaría charlar contigo en privado, Cal. Pásate luego, ¿eh?
No era exactamente una pregunta.