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– No lo sé, Rose.

Ella hizo rechinar los dientes y resopló. Los largos rizos castaños goteaban nieve fundida, la mirada ojerosa estaba manchada de sombra de ojos.

– Eres mi amigo. -Le tomó la mano y trató de llevársela al pecho, lenta, tan lentamente que el acto fue casi íntimo. Debería haber sido cualquier cosa menos eso. Se detuvo, volvió la mano y le miró la palma como si pudiera leer allí el futuro de ambos. ¿Qué vería?

– Sí, lo soy.

En un instante aterrador, ella dejó de llorar, como si una espada le hubiera caído encima y le hubiera cortado el cuello. Cal trató de recuperar la mano pero ella se aferró.

– Hemos sido amigos desde que nos conocimos en la orientación, Cal. Tú me has hecho reír y has hecho que siguiera aguantando cuando lo único que quería era huir corriendo a casa de mis padres. Eres una parte de mi vida más importante de lo que nunca sospecharás y aunque no siempre nos hemos llevado bien, te quiero, y necesito que me ayudes ahora.

Al otro lado de la habitación, vio un estremecimiento espantoso que recorría la columna vertebral de Jodi.

– No lo sé.

– ¡No mientas!

– No miento.

Siguió tratando de recuperar la mano y ella siguió resistiéndose. Tiraba cada vez con más fuerza, hasta que él llegó a pensar que podía dislocársela.

– Él te lo cuenta todo, Cal. Lo entiendo. Se supone que es lo que pasa entre los tíos. Pero también eres mi amigo.

– Y lo soy, Rose, pero…

Jesús, Dios, todo el maquillaje resbalando en una riada de colores, como si se hubiera destrozado la cara.

– Me siento morir. ¡No habría sido peor si me hubiera cortado la garganta!

Ya había suficientes mujeres asesinadas allí.

– Te lo juro, Rose, no lo sé.

– ¡Por favor! -chilló, un gemido largo, quejumbroso e infantil. Finalmente logró arrebatarle la mano y quiso taparse los oídos-. ¡No soy idiota! -Mientras su odio resbalaba hasta el suelo, lo mismo le ocurrió al de él, hasta que, fuera de su elemento, no pudo seguir viviendo. Alargó la mano hacia ella y le acarició la mejilla, como si eso sirviera de algo.

– No me cuenta esas cosas. -Parecía una completa locura, pero no había otra forma de hacerlo.

– Pero…

– Estoy diciéndote la verdad, Rose. -Deseando tener algo más inteligente o sincero que decir, buscó a tientas los zapatos y la camisa y se los puso. El muy hijo de puta de Willy merecía estar allí, ver lo que había hecho y limpiar los destrozos de su machismo.

– Eres un maldito pedazo de mierda cabrón y mentiroso -siseó Rose-. Y siempre lo has sido.

No, pensó él, no siempre.

– Vete, corre. Largo de aquí. Quítate de mi vista.

La dejó allí arrodillada y cogió su abrigo. Jodi se apartó de la puerta y le dio el espacio justo para salir, pero apartó la cara creyendo que podía tratar de besarla.

Unos sonidos incomprensibles lo siguieron por los tres tramos de escalera y más allá del mostrador de la entrada. El chico de las matemáticas no levantó la mirada mientras Cal recogía su carné y salía a la ventisca.

Sin destino concreto, vagó por la tormenta. La nieve le azotaba los ojos y le quemaba como la gravilla con la que lo habían sepultado los vientos del invierno durante las vacaciones navideñas. Durante quince minutos siguió otras huellas por los casi invisibles caminos del patio.

Antes de saber siquiera que se encontraba en un edificio, estaba caminando por los estrechos pasillos de la emisora de radio, limpiándose nieve de los zapatos y dirigiéndose a la cabina de retransmisión de la KLAP.

No sabía si debía estar allí. Pero era mejor sentarse en silencio con Fruggy Fred que rumiarlo todo en su cuarto, en la biblioteca, en medio de la tormenta o buscando a Willy. No sabía cómo se había enterado Rose de que Willy la estaba engañando.

Los altavoces de la emisora bramaron:

– El restaurante de Alice. -La voz aflautada de Arlo Guthrie hizo reír a la audiencia con los veinticinco minutos de su relato de guerra y desgracia, hippismo y bolsas de basura azules.

Shiska Bob, agachado en una esquina buscando entre una pila de gastadas cubiertas de álbumes y carátulas de CD, levantó la mirada. Su brillante y rosada calva relució, y tembló su fino bigote cuando dijo:

– Eh, hombre de nieve, pensaba que no podías moverte sin tu sombrero mágico.

Cal vio su reflejo en el espejo que había tras el estante junto al que se arrodillaba Bob. Tenía el pelo y la chaqueta completamente blancos, y la cara colorada por culpa del viento. Se miró el pelo desde diferentes posiciones, consciente de que ese sería su aspecto dentro de poco tiempo, el de un anciano prematuro.

– Llevo un rato sin ver a Willy -dijo Bob-. ¿Qué pasa?

– ¿Te lo creerías si te digo que hemos estado trabajando?

– Solo si también hubieras sido voluntario en un orfanato, donando medio litro de sangre cada tres meses, y hubieras recogido tres toneladas de alambre de aluminio para la campaña anual de reciclaje.

– Eres un alma bondadosa.

Shiska Bob se encogió de hombros.

– ¿Sabes en qué disco de Dylan está, «Lily, Rosemary and the Jack of Hearts».

– ¿En Highway Sixty-one?

– No, ya he mirado en ese. ¿Qué te trae aquí tan temprano?

– ¿Ha llegado ya Fruggy Fred?

– Sí, está sobado en el sofá, como siempre. Le quedan cinco minutos para despertarse antes de que Arlo termine.

– ¿Crees que lo conseguirá?

Bob levantó la mirada y adoptó una expresión de extremada seriedad.

– Los dos sabemos que siempre lo hace.

Caleb asintió.

– ¿Cuándo sales?

– A las cuatro -consultó su reloj-. Exactamente dentro de quince minutos. Eso te da diez minutos para hacer el ganso en el aire si quieres. Negaré todo conocimiento de tus acciones. -Dio la vuelta a la carátula del CD de Dylan, Blood on the Tracks-. Ajá. Aquí está la muy bastarda. Es una lástima que tenga que poner el último éxito de moda en el campus. Un crío inglés ha decidido fusionar Skinny Pup con Nine Inch Nails y Harvey Danger. Ojalá me dejaran poner auténticos clásicos de vez en cuando.

Cal lanzó el abrigo sobre el perchero del otro lado de la habitación, falló y entró en la cabina de retransmisión.

Fruggy Fred estaba allí, en gloriosa somnolencia, inaudito y hermoso, con la carne marfileña desbordando los cojines del sofá en el que dormía.

Llevaba una camisa de hockey remangada hasta el ombligo. Las alargadas marcas de color rosa de su vientre eran dolorosamente visibles. La gente se equivocaba al pensar que era perezoso o sufría una depresión clínica, pero Cal sabía que Fruggy era el hombre más dedicado y disciplinado que había conocido en toda su vida. Otros podían pensar que el obsesivo era Willy, con los surcos de los tendones tallados como obras de arte del esfuerzo, y tendrían razón en parte, pero se equivocarían en el resto. El golpe de realidad era una forma de poder.

Era Fruggy Fred quien permitía que sus músculos se atrofiaran, quien entregaba su vida despierta a la resolución del nudo freudiano-gordiano de los símbolos de sus pesadillas, siempre en busca de sico-teologías ignotas en los rincones de su mente inconsciente. Cal no sabía qué lo había inducido a asumir esta activa inactividad o qué era lo que había encontrado ya o esperaba encontrar. Jodi odiaba a Fruggy con vehemencia. Su odio se le acumulaba en el interior y afilaba los planos de su cara, levantaba su labio inferior formando una mueca de repulsión por lo que ella tenía por pereza inherente. Pero en parte eran celos, pensaba Caclass="underline" la familia de Fruggy era adinerada y podía permitirse un curso incompleto e incluso fallido del todo sin que eso afectara a su futuro. En algún momento acabaría por hacerse cargo de la empresa de software de su padre, o la vendería y estaría instalado el resto de su vida, que para el caso era lo mismo. A pesar de lo cual, Fruggy lograba figurar todos los años en la lista del decano, con un impecable expediente de sobresalientes.