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El piso cuarenta y cinco ha ganado otro anémico hoy

y él sobó a su secretaria y ella no tuvo nada que decir

salvo que Dios y María luchan con horcas en el granero

y el muy capullo me falló solo por unos centímetros

Brisa Fresca detuvo su sensual danza.

Se inclinó hacia delante y se arrodilló en su mesa. Sus piernas se abrieron ligeramente y el sudor se deslizó por el arco de sus músculos. Lo cogió por la barbilla y lo arrastró hasta un reino de etérea intimidad en el que la música, las luces, Willy y todo lo demás se desvanecieron tras la silueta de su cuerpo, y entonces sus labios se separaron.

Cal tragó saliva y se le acercó.

La punta de su lengua estaba a la vista, moviéndose. Esperó con los ojos muy abiertos, mientras veía cómo se le acercaban sus dientes. Su sonrisa siguió creciendo hasta que dejó de ser una sonrisa y se convirtió en una mueca despectiva. El odio que había visto un par de horas antes -cuando Rose se lo había escupido a la cara- volvió a asomarse para mirarlo, y lo atrajo hacia ella. Cada vez más, hasta que las cuentas de color carmesí que había sobre ellos brillaron directamente sobre sus cabezas.

Cal vio cómo se abría su labio superior sobre los caninos, dejando entrever las vetas negras de una muela cariada, sus fosas nasales agrietadas y llenas de hemorragias, diminutas líneas rojas que evidenciaban el abuso de la cocaína, mientras ella fruncía el ceño y afilaba la sonrisa.

La mirada de fastidio convirtió sus facciones en un campo minado. Parecía que quisiera cortarle el cuello. Candida Celeste, esta nueva versión de ella, lo apartó de un empujón y dijo:

– ¿Qué problema tienes, capullo?

Se quedó boquiabierto pero siguió sin entender.

Ella dijo:

– ¿Crees que es gratis?

Y entonces lo vio. En un destello humillante comprendió que la chica se había cansado de tentarlo y quería que le enseñara el dinero. Era un trabajo, al fin y al cabo, y no de los más fáciles. La cara empezó a arderle. Sacó a tientas su cartera y varios billetes de cinco y diez cayeron sobre los nudosos dedos de los pies de ella.

¿Qué problema tenía? Brisa Fresca se agachó y recogió los billetes, como su madre habría recogido las migas del suelo, y a continuación se puso en pie y se encaminó al otro extremo de la fila de mesas, sonriendo y bailando de nuevo.

– No sabía que te gustara a ti también -dijo Caleb.

– No me gusta. A ti sí. O al menos te gustaba antes de que entraras. ¿Qué estás haciendo aquí, por cierto?

– Buena pregunta. He dejado dos chicas en el cuarto de Jodi que están un poco molestas conmigo.

Willy no levantó la mirada de la cerveza. Parte de su dinero había caído al suelo pero eso no parecía importarle lo suficiente para recogerlo.

– Qué pena.

– Una de ellas estaba llorando como una histérica. ¿Te importaría repetir toda esa mierda sobre que Rose y tú no ibais en serio?

– Se supone que es así.

– Oh -dijo Cal-, vaya, cojonudo. Tal vez tendrías que haberla informado sobre el particular.

– No me sermonees, ¿vale?

Los dos estaban hablando con el mismo tono monocorde.

– No lo estoy haciendo.

– Claro que sí. No te metas.

Cal trató de dar un trago a su vacía jarra.

– Es difícil no meterse cuando alguien llega a tu puerta y empieza a aporrearla, suplicando y sollozando porque le han roto el corazón. Soy su amigo.

– Hmm -dijo Willy.

– Me dijo que se sentía como si la hubieran apuñalado y sé cómo reaccionaría yo si hubiera sido Jodi. -Empezaba a costarle pronunciar las palabras con claridad. Tenía el estómago revuelto-. Me has mentido.

– Y una mierda.

– Entonces, ¿cómo coño lo llamas tú?

Willy flexionó los músculos de sus hombros. La carne de su espalda se hinchó y se cargó de potencia.

– Oye, mira, desde el primer día del semestre has estado vagando por el campus como un puto zombi. No cuentas nada sobre lo que hiciste, ni sobre lo que estás haciendo ahora y con quién lo estás haciendo. -No había nada reivindicativo en sus palabras, solo honestidad y una preocupación sincera.

– Pero…

– No me escuchas, ni a Rose ni a Jodi, por cierto, ni a nadie que yo conozca y estás tan ido que no te darías cuenta de que a alguien le dolía aunque se te muriera dos veces en los brazos. Así que puedes dejar de joderme con lo de mi confesión hasta que estés dispuesto a largar un poco.

– ¿Yo? -fue todo lo que Caleb pudo decir. La pregunta sonó tan estúpida como era. El eco de su propia voz flotó en el aire como una daga dando vueltas, apuntada e intratable. Últimamente no había sido capaz de terminar muchas frases-. Mira, no tienes que sentarte ahí y mirarla. Yo…

Willy no quería oírlo y ya se había vuelto en su asiento para seguir mirando el espectáculo. Estaba sonriendo, totalmente absorto de nuevo en la fiesta, aburrido, sí, pero al menos aburrido haciendo algo que le gustaba. Candida Celeste había terminado de recorrer la línea y estaba regresando al comienzo.

A veces hay que dejar las cosas hasta que uno sabe de qué coño está hablando. Cal se levantó y se encaminó a la puerta, y salió empujando a un matón que le sonrió como sonríen todos los matones a los chicos universitarios que no saben soportar el exceso de diversión.

El silbido del viento era más agudo y alto que la música, como el ruido de las ratas en el metro. Cal salió corriendo a la nieve, donde tal vez pudiese cambiar de nuevo sus «sip» por «síes». En la oscuridad se sintió como si estuviera cayendo. Se volvió hacia la iglesia, como si esperara recibir respuestas divinas a todas aquellas preguntas infernales, pero los cristales iluminados por las velas permanecieron casi ocultos detrás de la escarcha. No sabía si Dios le había fallado o él había fallado a Dios. Uno de los dos tenía que aceptar la responsabilidad.

Cogió el autobús. Con la mejilla apoyada en la ventana, durmió un poco en la hora que tardó en llevarlo hasta el campus, dejando que el whisky hiciera su trabajo. No había tomado el suficiente para que le hiciera bien de verdad, pero al menos se lo había bebido deprisa. Ahora el narcótico entumecimiento estaba empezando a romper sobre él como un oleaje. El siseo de los frenos lo despertó con sobresalto y se encaminó a la salida tratando de sacarse de la garganta una bola de pelo de tres kilos.

En mitad del pasillo había una mujer con un pañuelo de plástico y dos bolsas llenas de novelas rosa. Las pegó a sus rodillas para quitarlas de en medio, mientras el broncíneo dios Fabio sonreía a Cal desde muchas de las portadas.

– Gracias -murmuró.

Alguien chilló.

Se volvió buscando un asesinato. Más gritos y chillidos mientras el autobús se convertía en un hervidero de actividad. La gente se movía en sus asientos, se ponía en pie con dificultades y trataba de salir. Con un sonido metálico, la ventanilla de seguridad se abrió y un tipo muy flaco salió por ella y echó a correr. Una chica lo imitó y alguien gritó que llamaran a la policía. El conductor del autobús puso los ojos en blanco preguntándose qué demonios estaba pasando. La mujer del pañuelo señaló a Caleb.

Estaba manando sangre de los agujeros de las palmas de sus manos.

9

Se volvió. Había reconocido la muerte.

Tontamente, escuchó los chirridos que emitía al arrastrar los húmedos puños por las relucientes barandillas de metal, dejando tras de sí rastros rojizos. La señora con el pañuelo de plástico y las novelas rosa seguía señalándolo, silenciosa e hinchada y acusadora. Los demás gemían en una armonía de cuarteto de barbería, como si todo aquello se hubiera representado ya numerosas veces. Puede que fuera así. Puede que hubiera pasado antes. El conductor, a punto de vomitar, se apartó y volvió a poner los ojos en blanco.

Alguien había muerto.

Cal bajó del autobús de un salto y corrió chapoteando por la Avenida en dirección al dormitorio. La sangre lo manchaba todo. No oía los bocinazos y estuvo a punto de ser atropellado por un Mustang a toda velocidad, cuyo conductor patinó y se subió al bordillo antes de recobra r el control y dar un volantazo. Cal se le quedó mirando y el tío le hizo un gesto obsceno.