Todavía no tenía pensamientos auténticos, solo estaba en un estado ciego de dinamismo. Iba demasiado despacio y la frustración estaba empezando a abrirle el pecho. Su hermana flotaba a su lado, con la túnica sacudida violentamente por el viento. Estaba diciendo algo, siempre estaba diciendo algo, pero él nunca quería oírlo. Quería taparse los oídos, pero tenía unas heridas terribles en las manos. Corría hacia su habitación porque en alguna parte de su interior, creía estúpidamente que el derramamiento de sangre tenía que producirse allí, como si fuera una especie de altar sacrificial. Como si nadie pudiera morir en otro lugar.
– Jodi -susurró.
La noche resplandecía con la luz de luna que incidía en los montículos de nieve. La oscuridad se acumulaba y se arremolinaba y nadaba de un sitio a otro. Resbaló en un pedazo de hielo, delante de la casa de una de las fraternidades, cayó a cuatro patas y patinó sobre las espinillas hasta chocar con un cubo de basura lleno de cajas de pizza vacías y un millón de latas de cerveza. Los crujidos de sus rodillas eran excepcionalmente ruidosos. Algo afilado se le clavó en las pantorrillas. Lanzó un grito mientras frenaba bruscamente contra el contenedor. Una cortina se apartó en el segundo piso y un par de gafas lo contemplaron desde allí.
Alguien ha muerto.
Cuando volvió a ponerse en pie, un tufo acre inundó sus fosas nasales. Se volvió y su hermana serpenteó delante de él, tratando de llamar su atención. El whisky, era el whisky. Levantó las manos para rechazarla, pero siguió viendo su rostro a través de los agujeros de sus manos. El viento volvió a lanzarlo sobre la basura y, soplando por debajo de sus puños, le lanzó a la cara la peste a sangre como si fuera un disparo de escopeta. Sobre él, las gruesas gafas empañaron el cristal y dejaron que las cortinas volvieran a cerrarse.
Caleb llegó al patio e inmediatamente se dobló sobre sí mismo y trató de contener la hemorragia con la tela desgarrada de sus bolsillos. Pero la sangre no dejaba de manar hiciera lo que hiciera. Las manchas carmesíes recorrían su abrigo de arriba abajo. Los jirones de algodón estrujado eran demasiado pequeños para tapar los agujeros de los clavos que tenía en las manos. Absorbieron sangre y se empaparon, y entonces se deshicieron y cayeron al suelo por los agujeros. Cal corrió con torpeza. Sus piernas amenazaban con fallarle como cuando había chocado con el decano y su mujer. La nevada estaba amainando -¿o arreciando?- y se había convertido en granizo. No obstante, veía mejor que antes y ahora todo el mundo podía verlo a su vez. Las cosas iban a empeorar aún más.
Los estudiantes que salían de las clases nocturnas estaban a su alrededor: de pie en las puertas charlando sobre sus trabajos, marchando a buen paso a la cena, corriendo en busca de refugio por el césped mientras la helada lluvia caía sobre ellos. Buscó entre ellos un rostro amigo, buscó a Jodi.
Aquellos que repararon en él se detenían al instante. Su profesor de matemáticas lanzó un balido de terror animal. Un deportista que llevaba a una chica que se reía a carcajadas sobre el hombro, al estilo bombero, viró violentamente. Las ásperas risillas de la chica cesaron como si hubieran recibido un hachazo.
– ¡Je je je je, mierda puta…! -Su novio se volvió levantando nieve con los pies y cuando sus ojos en lo carón a Caleb, estuvo a punto de dejarla caer de cabeza.
Cuando corría la sangre caía más deprisa. No sabía cuánta podría permitirse perder antes de quedar inconsciente. No sentía el menor atisbo de dolor. Las otras veces que había sufridos los estigmas no había experimentado la menor incomodidad física, solo una confusión espeluznante. Levantó las palmas ante sus ojos y vio que los oscuros y turbios agujeros estaban cerrándose muy lentamente… ¿o no era así? En la oscuridad resultaba imposible de saber. Puede que su hermana pudiera decírselo, si reunía el valor necesario para preguntárselo. Un grupo de niños le gritó algo sin sentido.
Sabía que parecía que había matado a alguien: que había cortado una garganta, apuñalado a diez personas en el corazón. ¿Era este el aspecto que había tenido el asesino después de acabar con Sylvia Campbell?
Cal gruñó. Algunos de los fantasmas que habían atormentado a su hermana lo atormentaban ahora a él. Debía de ser así como funcionaba. Las lecciones transmitidas, de generación en generación. Miró a su alrededor por si alguna furgoneta verde se le estaba acercando. Recuerdos que ni siquiera son tuyos pueden atormentarte hasta matarte.
La monja fracasada sí había realizado un milagro, al fin y al cabo. Había estado manchada de sangre hasta los codos al menos una vez a la semana, cuando trabajaba en las calles: observando cómo devoraban las ratas trozos de bebé, cómo se prendía fuego a los niños o se les orinaba encima, los suicidios que no habían llegado a prosperar y aquellos que sí lo habían hecho. Trató de devolverla a su tumba, pero ella no quiso. Aquello era resurrección. ¿Y dónde lo estaba llevando a él?
– Jesús. Dios. Jodi. -Apretó los puños y sus dedos anular y corazón le atravesaron las palmas y sobresalieron por el dorso de la mano.
La lluvia helada caía sobre él como si quisiera lapidarlo, cristales de hielo que rebotaban en su cuello y descendían resbalando por su piel.
El profesor Yokver salió de su oficina, en Camden Hall, sacudiendo sus largos brazos de títere y con el grueso maletín -lleno sin duda de suspensos- firmemente asido en una mano. Todavía tenía polvo de tiza, lo que le añadía un extraño nimbo bajo aquella luz espeluznante. La larga coleta asomaba por debajo de un grueso sombrero de lana. Con los ojos muy abiertos reparó en Cal y se dibujó en su rostro una expresión horrorizada y al mismo tiempo extremadamente complacida. Había increíbles profundidades debajo de aquella estúpida máscara de los cojones.
– Que te folien, Yokver -dijo Cal, y siguió corriendo.
La sangre caía sobre la nieve, salpicándola de rojo.
Alguien ha muerto.
Finalmente, con las piernas doloridas y débiles y la sensación de que las tenía horriblemente hinchadas, llegó al dormitorio. Pero nada era peor que lo que sentía en el interior de su cabeza. El hábito de su hermana seguía tapándole la vista. A pesar de la explosión de ruido que había provocado al entrar corriendo en el edificio, cerrar tras de sí la gruesa puerta de un portazo, resollando y manchando todo de sangre, la chica que estaba sentada en el mostrador de la entrada no había levantado la mirada. Estaba leyendo la novela de Stephen King Un saco de huesos y escuchando la «Muerte de Bela Lugosi» con sus cascos a tal volumen que la música escapaba de los auriculares. Cal hubiera gritado, pero ella lo habría ignorado.
Cruzó el vacío vestíbulo y subió corriendo a su habitación. Buscó a tientas la llave, con las manos y el abrigo empapados de sangre seca. La cabellera se le puso rígida mientras el sudor resbalaba por sus patillas y el granizo se le fundía en el pelo. Había marcas sanguinolentas de manos por todas partes.
Las llaves se le cayeron por el agujero de la mano. Un mareo lo embargó y contuvo el aliento para no vomitar.
Cuando estaba agachándose para recogerlas, apoyándose en el picaporte, la puerta se abrió.
Sacudió violentamente la cabeza una vez, sin saber muy bien si había cerrado con llave antes de salir para la biblioteca aquella mañana. Era posible que la hubiera dejado abierta antes, cuando había corrido a contestar el teléfono. Apretó los dientes. Casi le hubiera gustado topar con un cuchillo, porque de ese modo al menos habría algo tangible.