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Entró, esperando casi ver a Jodi tendida en la cama, esperándolo. O preparada para darle un masaje en los hombros, o consolando a Rose, o puede que quejándose por lo de la feria de invierno, o tirada en una esquina, de espaldas a la pared ya manchada.

Una vez dentro comprendió el error que había cometido al ir allí en lugar de dirigirse directamente al cuarto de Jodi.

Su instinto de muerte lo había llevado a casa.

– Oh, puto idiota, estúpido gilipollas caraculo -siseó, sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.

Arrojó el abrigo al baño, sacó un par de calcetines limpios del cajón, se envolvió cuidadosamente las manos con ellos y a continuación recogió el teléfono del suelo, donde lo había dejado después de lo de aquella mañana. El receptor estaba roto, pero el tono de marcado seguía sonando, como con impaciencia. Llamó al cuarto de Jo pero nadie respondió. Después de ocho tonos, cada vez más angustiosos, volvió a lanzar el teléfono contra el muro y observó cómo se hacía pedazos.

Estaba haciéndose tarde.

Demasiado tarde. Sonidos infantiles de angustia llenaron su garganta. Consultó su reloj manchado de sangre y vio que eran casi las ocho en punto. Jodi debía de haberse ido hacía poco a la fiesta del decano, sin él. O puede que Rose y ella hubieran decidido renunciar del todo a los hombres y hubiesen salido juntas.

O, Jesús, una de ellas podía estar tan muerta como su hermana y sus padres, como Sylvia Campbell o Circe o quienquiera que fuese, o puede que hubiera alguien más cerca de allí, destripado también. Podía haber cadáveres ocultos por todo el campus. Bajo los tablones del suelo, enterrados detrás de la puerta principal. Tras apartar su ropa, volvió a mirar en el baño. Abrió la ventana y asomó la cabeza, jadeando. Quería chillar y no quería chillar.

Los calcetines con los que se había cubierto las manos no habían absorbido demasiada sangre. Los soltó lentamente. La hemorragia había cesado. Teniendo en cuenta el tamaño de las heridas, volvió a preguntarse por qué no sufría dolor ni daños nerviosos. Los agujeros habían menguado hasta el tamaño de monedas de cuarto de dólar. Arrojó los calcetines al baño.

Tenía que encontrar a Jo.

Un golpe en la puerta lo sobresaltó y retrocedió hasta tocar el poste de la cama. Alguien quería entrar a toda costa. Vio pasar varias escenas ante su imaginación Rose con las uñas afiladas, ansiando desollarlo centímetro a centímetro; Fruggy Fred, que había despertado el tiempo suficiente para hablar de los avatares del sueño. El decano, hambriento, de rodillas y suplicando por un pedazo de comida.

Una vez más la puerta no se había cerrado del todo. El picaporte estaba apoyado en la jamba pero no estaba completamente echado. Con un suave crujido la puerta se abrió, al estilo de las casas encantadas con hombres del saco en los pasillos. La repentina brisa recogió dos pequeños trozos de papel del suelo, que revolotearon por la habitación: una nota que en su loca carrera había pasado por alto. Tenía que ser de Jodi. Dios, por favor.

Toro estaba en el umbral de la puerta, con las brillantes cejas goteando y su impermeable de guardia de seguridad. Su cabello ralo y grisáceo formaba afilados mechones que apuntaban a Nuevo Méjico, Australia y la Tundra. En las esquinas de sus ojos negros y atribulados se veían venas hinchadas, y su fornida y musculosa forma parecía dispuesta a saltar a la orden de ya. Caleb estaba seguro de que Toro podía atravesar la distancia que los separaba en un solo movimiento. Siempre había sabido que habría algún ajuste de cuentas entre ambos. Desde el primer día del semestre, un cambio drástico se había producido en al menos una de sus personalidades. Las formas habían cambiado. Ya no había nada estable ni amistoso.

Sonó un ruido en el radiador. La primera página de la nota dio una vuelta en el aire y se le acercó otro centímetro. Cal mantuvo los puños a ambos lados del cuerpo, esperando que la sangre no pudiera verse en la oscuridad. No serviría de nada, por supuesto. Había dejado un rastro por todo el campus que llegaba hasta allí. Tensó los músculos abdominales porque sabía que siempre se lanzaban primero a por el estómago. La mano callosa de Toro parecía tener el tamaño de una forja y Cal empezó a desear con desesperación que no le diera una paliza.

– ¿Qué demonios te ha pasado? -dijo Toro, mirándolo con los ojos muy abiertos-. ¿Qué has hecho?

– No he hecho nada. -La capacidad de mentir de Caleb lo asombraba a veces a él mismo, y su frustración se esfumó detrás de una plástica armadura exterior perfectamente controlada. Era algo que algunas veces podía hacer, cuando lo necesitaba. Sabía que no tenía alternativa, y que sus posibilidades eran casi inexistentes. Alguien había muerto y él tenía las manos manchadas de sangre.

– ¿Te has cortado? ¿Le has hecho algo a alguien? -preguntó Toro.

– Han atropellado un perro en la Avenida.

– ¿Todo esto por un perro?

– Traté de ayudarlo pero no se podía hacer gran cosa. Intenté consolarlo pero el pobre chucho murió en la nieve. El conductor no se detuvo.

– En la Avenida. -Toro asintió y enderezó un poco la espalda, con las manos preparadas. Era como asistir a la transformación de un neanderthal en cromagnon-. ¿Qué era?

– Un Buick.

– ¿Qué era el perro?

Cal encogió uno de sus hombros. Advirtió que las fosas nasales de Toro olisqueaban el aire: bien, bien. ¿También él lo olía? ¿Debajo de toda la nueva sangre, el olor de otro asesinato? Puede que mereciera la pena recibir una paliza solo para que alguien más pudiera sentir a Circe en la habitación.

– Como ya he dicho, era un chucho, y estaba destrozado. ¿Qué importancia tiene?

– Ninguna.

– Creo que tenía algo de retriever. Puede que un golden retriever.

– El profesor Yokver ha llamado a seguridad…

Oh, el Yok, afeminado bastardo.

– … diciendo que estabas gritando obscenidades en el patio y corriendo como un poseso, o algo así. Corriendo por el campus con las manos llenas de sangre.

– Es verdad, más o menos.

– Ya veo. Sé que el profesor tiene la costumbre de exagerar un poco con todo lo que se refiere a sus estudiantes, pero supongo que esta vez ha dado en el clavo. ¿Por qué lo has insultado?

– Porque es un capullo y no me cae bien.

Apareció algo parecido a una sonrisa en los ojos de Toro, pero su rostro se ensombreció.

– Bueno, creo que esa es una buena razón.

Cal recibió la mirada directa del hombre y la sostuvo sin titubear.

– Llego tarde a la fiesta del decano y no quiero que se enfade. Mi novia se ha marchado sin mí.

Sus manos. Jesús, ¿estaban cerrándose los agujeros? ¿Eran todavía visibles?

– ¿Ah, sí? -dijo Toro, rascándose la barba incipiente del cuello-. ¿Que pasa, te han invitado a esa juerga?

– Sí.

– Debe de haber sido un animal gigante para haber organizado este estropicio. Hay sangre en las paredes, por todas partes. Se puede seguir el rastro buena parte del camino.

– Quería ayudarlo.

– Ya, nadie merece morir sufriendo y solo.

Un latido y luego otro.

– No, nadie.

La campana repicó ocho veces.

Nadie comprende lo que está pasando aquí, pensó Caleb mientras Toro levantaba la barbilla e inspeccionaba la habitación. Sabía que no era la primera vez que allí ocurría algo relacionado con la sangre. Reparó en el teléfono destrozado, los fragmentos de cristal del tarro de mantequilla de cacahuete y el resto del estropicio.

¿Y dónde estaban los polis? ¿Por qué no se habían presentado todavía para interrogarlo? Tres putas semanas. ¿Sabía Toro que el expediente de Sylvia no decía más que mentiras? ¿Le importaba a alguien? ¿Leía la columna de «fugados» o es que nadie se fijaba? ¿Había otras consideraciones que tener en cuenta?

– ¿Qué está pasando? -murmuró Cal. Era una pregunta general. Que Toro se la tomara como le diera la gana. Caleb se sentía tan tenso como Rose antes, y en su cara se veían los mismos colores antinaturales. ¿Es que Sylvia no era más que un fallo informático? ¿Había sido todo un error? Trató de comportarse con normalidad y bajó la mirada para inspeccionar los daños. Sus manos se habían curado por completo. Se acarició la carne sanada de las palmas sudorosas con el dedo corazón.