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– ¿Qué pasa, quieres que te lo diga yo? -dijo Toro.

– ¿Eh?

– Lo que está pasando. -Estaban jugando a los propósitos cruzados, o puede que tuvieran el mismo propósito solo que no pudieran hablar de ello-. Se supone que eres tú el que me lo tiene que contar.

– Ojalá pudiera.

– ¿Qué tal duermes aquí?

– ¿Qué tal lo harías tú, Toro?

Lo pensó un momento.

– Creo que si fuera la clase de chico que se detiene para ayudar a un perro moribundo, habría pedido que me trasladaran a otra habitación. Habría salido pitando de aquí, posiblemente. Creo que casi todo el mundo se habría marchado, hasta se habría cambiado de dormitorio.

– Según esa línea de razonamiento -dijo Cal- debería trasladarme a otra facultad y todo el mundo debería abandonar la universidad conmigo. Salvo…

Toro lo interrumpió.

– Según esa línea de razonamiento, no tienes adonde ir. Ni siquiera a tu casa. Puede que allí menos que a cualquier otra parte.

Vaya, eh, eh, ¿no era esa la puta verdad?

– ¿Lo han encontrado? -preguntó Cal.

– ¿Por qué no te has lavado las manos?

– El tío que mató a la chica que se hacía llamar Sylvia Campbell, en mi cuarto, Toro. ¿Lo han encontrado? ¿Lo habéis detenido?

– No. -Y tras otro silencio prolongado-. ¿Y tú?

– No.

Se miraron.

– Quizá deberíais echar a esa chica -dijo Cal con un tono de voz que incluso a él le pareció extrañamente amable.

– ¿Cuál, la que está en la entrada leyendo y quedándose sorda con la música? Ya tenía pensado hacerlo.

– ¿Dónde está Rocky?

La pregunta pareció molestarlo.

– No lo sé. -Sus dedos juguetearon con el cinturón-. Si lo ves, dile que lo estoy buscando. -La voz y la mirada de Toro vagaron. Se balanceó sobre los talones-. Te dejo para que te vayas a la gran fiesta. No me gustaría que te perdieras la excelente conversación y los camarones en salsa de cóctel. No te dediques a insultar a nadie. El decano podría tomárselo mal.

Cerró la puerta tras él con un fuerte golpe. Caleb no pudo quitarse de la cabeza la idea de que acababan de alcanzar una especie de compromiso, puede que hasta una asociación.

Se inclinó, recogió la nota de dos páginas del suelo y leyó la elegante letra de Jodi:

He tardado un rato pero finalmente he podido calmar a Rose. Por si sirve de algo, yo sí te creo. Sé que no estabas mintiéndole, pero podías haberte comportado con más sensibilidad. No puedo evitar sentir que la has dejado tirada, y también a ti mismo. Estaré en la fiesta del decano. Rose viene conmigo. El decano ha invitado a un grupo selecto de estudiantes de los últimos cursos. No sé por qué está Fruggy entre ellos, salvo quizá como chiste. Dile a Willy que si siente el menor ápice de compasión no aparezca. Supongo que tú has perdido la invitación, Cal. Has perdido muchas cosas el último año.

Joder, dame un puto respiro.

Por favor, no vengas esta noche. Sé que harás una escena. No es todo culpa tuya, pero lo harás, especial mente si has bebido, cosa que sé que habrás hecho Duerme un poco y hablaremos por la mañana. Puedes dormir en mi cama. Mi amiga Sheila estará en la entrada hasta la una de la mañana y te dejará pasar. Volveré pronto. Ojalá no estuvieras siempre tan lejos.

Cal fue al baño y se dio una ducha muy caliente. Permaneció bajo el chorro de agua hasta que desaparecieron los últimos vestigios de su borrachera. Frotó la sangre. Salió con más facilidad de lo que esperaba. Regresaron sombras de Macbeth. Su sangre se perdía por el desagüe y parecía menos real que el sirope de chocolate que Hitchcock utilizó en Psicosis.

Se afeitó y se puso el único traje negro que tenía en su guardarropa, acompañado de una camisa blanca, una corbata negra, un par de gemelos y un alfiler de corbata que había pertenecido a su padre. El «nada extravagante» de la Señora Decano no era más que una frase hecha, claro. Las ocasiones sociales que organizaba nunca eran informales. El decano y su mujer eran maestros de lo superficial. En medio de una ventisca, ella hubiera llevado un visón. Todo el mundo se pondría sus mejores galas.

Se miró en el espejo, se arregló la corbata y a continuación se puso el gabán negro London Fog.

Ojalá hubiera tenido más de su padre. Había sido un hombre bueno y honesto, trabajador, con unos antebrazos como los de Popeye, y que no sentía demasiado respeto por la educación superior.

El poder del simbolismo nunca le pasaba inadvertido. Se dio cuenta de que parecía que iba a un funeral.

Alguien ha muerto.

Y ella estaría en la fiesta.

10

En medio de todo esto, la noche se había vuelto extrañamente apacible.

El cielo se había aclarado y el frío se había hecho tan intenso que casi parecía calor. La nieve cubría las copas de los árboles, que se inclinaban y balanceaban como niños hidrocefálicos tratando de jugar al pilla-pilla en los campos.

Pero en silencio. Hebras de luz plateada iluminaban el denso hielo de las ramas. Miríadas de chispas y arco-iris relucían con brillo trémulo en la oscuridad. El vaho se ovillaba como un gatito. Atormentadas sombras reptaban por los ventisqueros que jalonaban el camino. Aquel bosque pulsaba todas las teclas de sus obsesiones.

Conocía bien el lugar.

La Señora Decano y el decano vivían a un kilómetro y medio del extremo norte del campus, entre la espesura que se extendía directamente detrás del dormitorio de Jodi. En lugar de ir por la Avenida, cogió un atajo por la nieve. Con el paso de los años, las arboledas que rodeaban el campo de football se habían convertido en un pequeño bosque, un lugar romántico para aquellos que tenían tendencia a ver las cosas así.

La pasada primavera, todas las tardes durante un par de semanas, Jo y él habían merendado y hecho el amor bajo la verde techumbre del bosque. Allí se habían familiarizado con las zonas erógenas del otro y habían memorizado las curvas y líneas rectas de sus cuerpos. Esto había ocurrido justo después de que él leyera el Walden de Thoreau y se dejara atrapar por su visión del regreso a la naturaleza. Jo y él habían forcejeado sobre las alfombras de flores y hojarasca, mientras los pájaros los contemplaban con curiosidad y las ardillas se volvían locas y chillaban, alarmadas.

Había allí una especie de efímera atmósfera de magia de la tierra, tan fugaz que no podías saber con seguridad si la sentía. Su hermana lo acompañaba, flotando entre los matorrales delante de él, como montando guardia. Constantemente trataba de llamar su atención y él la ignoraba siempre.

Era también el escenario perfecto para una película de terror y sangre: de esas en las que los cuerpos se dejan medio enterrados en tumbas poco profundas y caen de las ramas de los árboles. Se ve una chica corriendo por la espesura, con una teta fuera y en pantalones cortos a pesar de que es invierno, mirando atrás y gritando. Entonces se precipita de cabeza contra la mano extendida del asesino que empuña el machete. Hará lo mismo en la siguiente película y la siguiente, con la única diferencia de que en cada una de ellas tendrá las tetas más grandes. Por un segundo te preguntas por qué no ha aprendido y entonces recuerdas que la pagan por hacer eso.

La nieve describía espirales entre los cadáveres y los olmos desnudos se inclinaban para rozar la espalda de Caleb al pasar. Estuvo a punto de lanzar un grito. El área estaba cubierta de huellas de perro, como si el fantasma de un retriever hubiera surgido de su mentira para salir a su encuentro. Esperaba que alguien limpiara la sangre de las paredes.