La feria de invierno se había montado en los campos que había al otro lado del bosque. Se alzó un mar de vibrante luz de luna, y Cal vio los reflejos de las luces de las atracciones. Había montado en la noria y los coches de choque con su hermana, en el carrusel y el tiovivo. Se había reído salvajemente mientras ella, sentada frente a él, sonreía con tristeza. Debía de estar viendo ratas sobre el cuerpo de todo el mundo.
La película de su propia imaginación continuó, avanzando y retrocediendo, y escuchó el sonido de un cuchillo de cocina hundiéndose en un melón, un gorgoteo de sirope rojo en la boca de la chica, el crujido de las palomitas de la audiencia, los gemidos apagados en la fila de atrás y el grito del director, corten.
También oyó música y risas apagadas.
La monja asintió y señaló. Limpiándose la nieve medio derretida de los zapatos, Cal salió del bosque y entró en la propiedad del decano. Rodeó el extremo de la piazza, atravesó unas puertas de cristal esmerilado, dejó a un lado el amplio aparcamiento en forma de U y el enorme patio delantero que había tras este. La gran casa se erguía hermosa en medio de aquel cuadro polar: una combinación de rancho de lujo y arquitectura playera de Miami, toda madera, cristal, ladrillo y espacios abiertos. Parecía algo que hubiera atravesado el infierno y se hubiera tendido finalmente a descansar en la tierra.
Coches de lujo jalonaban la calle entera. Vio un par de Jaguar, Corvette, Porsche, un puñado de deportivos de otras marcas y la limusina del alcalde. Informal, sí, claro. El criado que se ocupaba del aparcamiento, enfundado en su atuendo polar, le dirigió una mirada incómoda al verle salir de la oscuridad.
Cal recorrió con la mirada el resto de los edificios y vio que los vecinos más próximos se encontraban a cien metros de distancia de la propiedad, ocultos tras una muralla de setos perfectamente recortados. El profesor Yokver vivía en la misma calle, a cosa de un kilómetro de allí, donde el vecindario empezaba a dar paso a la mediocridad.
Cal solo había estado en dos ocasiones en la casa del decano, la primera invitado a comer con otros estudiantes durante la orientación y la segunda el pasado año, cuando la Señora Decano le había pedido que devolviera el libro de Anne Sexton, 42 Mercy Street, una obra de poesía que tenía que haber devuelto a la biblioteca hacía un mes. Habían mantenido una inteligente pero desapasionada conversación sobre poetas suicidas y habían tomado un vaso de té helado. No recordaba si se lo había pasado bien.
Se acercó a las ventanas y vio la cegadora araña y los ostentosos candelabros que brillaban en diversas habitaciones.
La mayoría de los profesores se encontraban allí, charlando animadamente en el interior. Howard Moored, jefe del departamento de Inglés, sacudía la tupida barba blanca y la mata de pelo cano mientras contaba algún chiste enrevesado y los demás lo escuchaban educadamente y trataban de escapar del círculo con disimulo.
Al otro lado, Denise Bernstein, su profesora de teatro, introducía con sus cortos y rollizos dedos una rodaja de lima en una botella de cerveza Coronita. Accidentalmente manchó a Howard, quien retrocedió y chocó contra un camarero que pasaba con una bandeja de hors d’oeuvres. Cuando se miraba en conjunto, parecía una serie de la televisión.
Iggy Geotz, profesor de sociología y consejero de proyectos de Cal, alargó los brazos hacia Howard y lo sujetó con solidez, perfectamente, tal como ejercen los profesores su poder sobre los alumnos. Todos los demás se reían y mezclaban, bebían y se relajaban. No se veía a Yokver por ninguna parte. ¿Dónde demonios estaba?
Estudiantes a los que conocía de pasados cursos charlaban animadamente mientras otros vagaban sin rumbo, confundidos por aquella atmósfera circense y por ver a sus profesores tan alejados del papel al que los tenían acostumbrados. Cal no hubiera podido llamar amigo a uno solo de ellos. Pasaron más caras que reconoció vagamente. No podía decir de qué las conocía. Antiguos alumnos, funcionarios del ayuntamiento y gente desconocida del personal de la universidad aparecían y desaparecían de su vista. Estaba bastante mejor vestido que muchos de ellos. Sintió un extraño orgullo al pensar que otros se habían dejado engañar por la Señora Decano y él no.
Sonaba música de fondo de la KLAP. Rodeó la casa y abrió la puerta principal. La oleada de calor humana que brotó del interior casi lo tira al suelo. Se miró las manos, esperando que no quedara en ellas olor a sangre.
Miró a los asistentes y los asistentes lo miraron a él. La voz de Shiska Bob presentó otra canción de Zenith Brite. Eso significaba que Bob estaba de mal humor.
– Es hora de que la reina de la noche vuelva a abrazarnos, sí, mientras toca el arpa de nuestro corazón, como a nosotros nos gusta. -En eso al menos tenía mucha razón-. Y que nos arañe la espalda si tenemos mucha suerte. Pero no es así, ¿verdad, pobres zorras y bastardos?
No me preguntes, cariño, a menos que quieras toda la verdad
sobre la diferencia entre los vivos y los muertos
Tienes honor y horror pero no sabes
dónde acaba cada uno de ellos
y lloras cuando quieres que te alimenten
pero no tienes el refinamiento
de la juventud, oh no
ya no
Caleb se quedó parado en el vestíbulo principal. Desde allí veía la luna, enmarcada en las ventanas, entre los manchones de la luz de las velas que relucían sobre el cristal. El reflejo de su hermana, con el pelo revuelto y la boca abierta para hablar, pasó por delante de ellos. Dos o tres compañeros de clase se volvieron y pronunciaron su nombre, y él los saludó con un gesto ausente pero no se les acercó.
– ¿Habéis visto a Jodi? -preguntó y en su mayor parte fue ignorado. Algunos sacudieron la cabeza.
Uno de los profesores de economía tropezó con él y Cal olió a ron en su aliento, mezclado con su halitosis. Sin advertencia, volvieron a presentarse las náuseas. Se preguntó si su tenacidad le permitiría alguna vez olvida r las incisiones de sus fracasos, o estaría eternamente repitiendo el proceso, tan atrapado como lo estaba Sylvia Campbell en su propio esbozo. El profesor de economía se rió como un maníaco por algo que no se veía y se alejó tambaleándose.
Julia Blanders, su profesora de escritura creativa, abandonó lo que debía de ser un rincón insoportablemente aburrido del cuarto, dejando a varios hombres sin decir una sola palabra. Se le acercó con el vaso en alto y un gesto en las cejas que pedía que acudiera a su rescate sin demora. Caleb trató de sonreír pero sus labios no hicieron lo que se suponía que debían hacer. Abrió el London Fog con un gesto de impotencia y ella se acercó y lo abrazó con intolerable suavidad. A él le pareció un gesto tan maternal que de repente le entraron ganas de caer en sus brazos y llorar como un bebé.
– ¿Has visto a Jodi? -le preguntó.
– No -respondió ella-. Oh, espera, puede que sí. Hace un rato. No me acuerdo. Es un hecho probado: el aburrimiento destruye neuronas. En estas malditas funciones todo el mundo acaba por fundirse, hasta que al final no somos más que un inmenso trozo de melcocha fundida.
– No me digas que no te has enterado hasta hoy.
– Digamos que tenía mis sospechas. -Mordió la rodaja de limón de su bebida y dejó que el zumo resbalara por sus dientes. Cal vio que tenía una magulladura en la barbilla, oculta bajo el maquillaje, pero este se había mezclado con su sudor. Se preguntó si habría tropezado con algo estando borracha. Ella mordió la pulpa y se la tragó-. No esperaba que estuvieras invitado, Cal.
– En realidad no lo estaba -respondió, sintiendo el primer arrebato de ira, que ascendía a su lugar de costumbre con absoluta facilidad-. ¿Por qué pensabas eso?