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Una sombra que lo esperaba mientras él trataba de convocar su risa.

Las palabras de Fruggy Fred resonaron con claridad.

Circe.

Solo que no era ella. Parpadeó y volvió a enfocar la mirada, para lo que necesitó reunir todas sus fuerzas, y vio a la Señora Decano de pie en lo alto de la escalera, tras él.

Sus miradas se encontraron en el espejo y se obligó a levantar la barbilla para no parecer apaleado desde el principio. Ella lo llamó con el dedo.

Sus labios apretados señalaban el camino. Oh, tío. La Señora Decano flotó escaleras abajo y se deslizó entre la multitud con la ligereza de una bailarina, sin dejar que nadie la tocara. Cal se movió. Julia Blanders estaba acercándosele de nuevo, pero entonces reparó en la trayectoria de la señora.

– Uau -murmuró-. Puede que me haya equivocado contigo, Cal. Puede que sí lo consigas al final.

– ¿Qué tal si te doy una patada en el culo?

Julia se echó a reír y se apartó de él como polvo arrastrado por el viento.

La Señora Decano estaba tan hermosa que quitaba el aliento, ataviada con un vestido negro ajustado, una gargantilla de diamantes y la boca tan carmesí como las baldosas del cuarto de baño. Todas las conversaciones cesaron de repente en las proximidades. Los hombres enmudecían en su presencia. Se oía el crujido de los cuellos almidonados cuando las cabezas se volvían hacia ella.

Se había peinado el cabello en una curva alta y arqueada que caía sobre uno de los lados de su cara, un estilo parecido al de Sylvia Campbell en el dibujo que llevaba guardado dentro de la cartera y dentro de la cabeza. Sería extremadamente malo que se confundieran las dos imágenes en su mente a estas alturas de su obsesión.

– Cal, cuánto me complace que hayas podido venir -dijo la Señora Decano en aquel tono monocorde tan suyo. No sabía si debía llamarla Clarissa. Era consciente de que eso sería pasarse de la raya, en especial ahora que iba a marcharse. Su rostro, a pesar de toda su belleza, era meramente una delicada máscara de piel mantenida en su lugar por una tensa colección de músculos. Parecía que iba a caer al suelo en cualquier momento. Podía imaginar sus facciones en el suelo, rotas como una porcelana hecha pedazos.

– Gracias por invitarme -le dijo.

– Vaya, estás elegantísimo. Creo que es la primera vez que te veo con traje. Deja que mire un momento esas saludables mejillas rojas. Estás realmente… querúbico.

Nunca le habían llamado querúbico hasta entonces y no le gustó. Trató de impedir que se formara un gruñido en su garganta pero no tuvo demasiado éxito.

– Gracias. ¿Ha visto a Jodi?

– Tu preciosa novia está en el salón, charlando con mi marido sobre los últimos avances en psicoterapia medicinal. -¡Gracias a dios que se encuentra bien!- o al menos así era hace un minuto. -Así que ahora no tenía el menor problema en recordar quién era Jodi. Le tocó la muñeca sin la delicadeza que ofrecería la mayoría de las personas inclinadas a tocar muñecas ajenas en una conversación-. No estaba en absoluto segura de que fueras a venir esta noche.

– Siento haber llegado tarde.

– Oh, no seas tonto. -Le quitó de la mano el vaso vacío, que hasta ahora no se había dado cuenta de que sostenía-. Parece que necesitas otra copa. Permíteme que te sirva una.

– No gracias. Ya he bebido bastante. -Se dio cuenta de que los demás hombres lo observaban, evitando su mirada, celosos o deseándole suerte. Se preguntó cuántos de ellos habrían estado en aquella posición antes, cuáles habrían sobrevivido y cómo lo habrían hecho. Puede que ninguno.

– Esta noche no pareces muy locuaz, Cal.

– No -respondió, luchando por encontrar algo mejor que decir. Pero se había quedado sin palabras.

Ella parecía estar disfrutando de su incomodidad, y no podía culparla por ello. Era la clase de debilidad que siempre se busca en otras personas. Imaginaba que también él habría disfrutado si hubiera gozado alguna vez de semejante autoridad. Puede que esperara un cumplido, pero de una manera extraña sabía que eso solo conseguiría hacerle parecer tonto, propenso a comentarios vacíos, como todos los demás. Siguió buscando a Jodi, pero lo cierto es que solo podía ver a la Señora Decano.

– ¿Quieres bailar? -le preguntó-. A pesar del hecho de que se me tiene por una ignorante, he cambiado la emisora por algo más clásico. Lo prefiero.

– ¿Bailar?

Ahí estaba otra vez. Era incapaz de acabar una frase.

– Sí. Bailar. Eso que se hace moviéndose al compás de la música, juntos y sujetándose con los brazos, preferiblemente. Bailar.

Se detuvo.

– Espere un segundo.

– ¿Sí?

– ¿Acaba de hacer un chiste?

Ella asintió y bajo la gargantilla de diamantes de su cuello palpitaron ríos de venas.

– Cal, permíteme preguntarte una cosa: ¿eres consciente de que nunca has utilizado un apelativo para dirigirte a mí?

Esa sí que era una buena palabra.

– Un apel…

– Que nunca has dicho, «señora», o «madam» o siquiera «Clarissa» o ninguna otra cosa.

Lo sabía, sí.

– Lo siento. -De nuevo disculpándose. Casi esperaba que ella respondiera con uno de los Puf, joven, no lo sienta del Yok. No lo sentía, no lo sentía en absoluto, así que, ¿por qué seguía diciéndolo?

– No lo sientas. Lo encuentro bastante refrescante.

– ¿Por qué? -No dijo su nombre. No había razón para cambiar aquella noche.

– No lo sé. Pero es así. Por favor, baila conmigo.

Lo sacó de la zona del comedor. Pasaron junto al sacerdote, que le lanzó a la mujer una mirada animal que le costaría cara en el confesionario. La Señora Decano llevó a Cal por otro pasillo, y salieron bajo el cielo iluminado y lleno de estrellas en dirección a la parte trasera de la casa. Avanzaron y avanzaron, introduciéndose cada vez más en su reino. Él la seguía como un cachorro.

Atravesaron las dobles puertas de cristal y un armarito lleno de figurillas de Dresde. Ahora la casa parecía estar rizándose, y las sombras reptaban como una neblina alrededor de sus pies. Llegaron a una de esas cancelas de hierro que clausuran los corredores sin razón aparente, con barras de color negro, a juego con la decoración española y los toreros de terciopelo que tanto gustaban en los 70. Quienquiera que hubiera decorado aquella casa no sabía dónde ni cuándo vivía exactamente.

Cal resbaló sobre vino derramado y tuvo que apoyar las manos en el suelo para no caer. La Señora Decano se volvió hacia él. Esbozó una sonrisa genuina esta vez, carnívora en su duplicidad. Le heló la sangre.

Cerró la cancela tras ellos. Cal casi no podía respirar.

– Baila conmigo -le imploró ella.

Enséñame. Perdóname.

– ¿Dónde?

– Aquí.

– Pero si no hay música.

– Sí, sí que la hay.

Se adelantó un paso y le besó en el cuello, con los dos brazos tensos e inmóviles a los lados, cosa que lo sorprendió, y con las uñas clavadas en el dobladillo del vestido. Respiró dentro de él, se levantó la falda por encima de las rodillas, y siguió subiéndola mientras él contemplaba la lenta aparición de los muslos. Miraba con tanta intensidad que su visión empezó a fundirse en los bordes. La creciente exposición de carne se parecía demasiado a un charco de sangre cada vez más grande. Caleb se apartó y su abrigo se enredó en algo. Ella lo empujó. Chocó pesadamente con una puerta. Le enterró la cara en la garganta y empezó a chupar y lamer.

– Vamos a la cama. Baila conmigo allí.

– Ah, mire, escuche…

Le apretó los hombros contra la puerta y restregó los senos contra su pecho. El alfiler de corbata de su padre se ladeó cuando su lengua empezó a pasar cerca de su nuez, y no se detuvo hasta llegar al lóbulo de su oreja. Luego volvió a hacerlo, y otra vez, y otra más. Él había cerrado los puños y estaba mirándole el cuerpo, pensando en dónde iba a golpearla. Estaba mal. O puede que no.