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– Di mi nombre -dijo ella.

No podía ceder. Los nombres tenían poder.

– No.

– Dilo.

– No.

– Clarissa. Hazlo. -Se rió, pero no había nada vivo allí-. Hazlo, Caleb.

El fuego del rubor de su cara lo avergonzó aún más, lo mismo que la tensión de su entrepierna. Empezó a mofarse de sí mismo. Una gran parte de él quería entregarse a aquel juego. La respiración de la mujer se hizo más lenta y áspera. Sus movimientos cobraron un aire serpentino y explosivo mientras sus sinuosas curvas se apretaban contra él en todos los sitios adecuados. Le deshizo la corbata y abrió los dos primeros botones de su camisa. Mordió el vello de su pecho. Cal trató de apartarse -puede que para escapar o puede que para estar más cómodo- pero el picaporte de la puerta lo inmovilizó. Sus brazos estaban pegados al marco, como si volviera a estar atrapado en un tiovivo con su hermana.

– Baila -ronroneó la Señora Decano.

– No -susurró, sin fuerzas, sin la menor resolución para hacer nada a lo que pudiera ponerle un nombre. Seguía queriendo golpearla; puede que esto fuera buena señal, o puede que no. ¿Cómo, exactamente, habían llegado allí? Miró la nueva carne de sus palmas y se preguntó si tendría aún el poder de voluntad necesario para abofetearla o si empezarían a sangrar inmediatamente una vez más. Ella se le acercó un poco más, le puso las caderas encima, mientras la tomaba torpemente en sus brazos y apretaba la boca contra la de ella, tratando de consumirla de un largo trago y acabar de una vez.

Se echó a reír mientras lo cubría de minúsculos besos.

– Sí.

– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué? -y entonces no pudo decir ni eso.

Entrelazaron los dedos y ella le indicó que le cogiera los pechos. Cal levantó las manos y volvió a mirárselas, consciente de que alguien había muerto pero incapaz de preocuparse en aquel momento. No deseaba el sexo pero sí la afirmación, la demostración de que existía, incluso en aquel lugar espantoso. Ella frotó los muslos contra sus muñecas y tocó el picaporte.

El picaporte giró y Cal cayó hacia atrás por la puerta abierta. Riendo escandalosamente con pequeños ladridos agudos de malevolencia, la mujer se le dejó caer encima y empujó con fuerza. Cayeron enredados sobre la alfombra del dormitorio. Levantó la mirada hacia ella mientras se le montaba encima. La vio suspirar.

Caleb gimió y lo mismo hizo Circe.

Alguien más gimió.

Fue un sonido dolorosamente familiar, tan bien conocido que tardó un segundo en emplazarlo. Se revolvió y miró la cama.

Puedes morir.

Puedes morir y resucitar en el mismo segundo, y desear no seguir vivo.

– Oh, Dios mío -sollozó.

– Llegamos justo a tiempo -le dijo Clarissa.

A tiempo de ver a Jodi tumbada, desnuda, con plateados regueros de saliva resbalando por las tetas, un charquito rojo creciendo en su vientre y dos pequeños cortes en el cuello. Una mirada de intenso placer redefinía su rostro, llenándolo de felicidad, mientras su lengua se extendía más de lo que hubiera debido poder, liberada con salvaje gratificación.

El cuerpo de Jo se estremecía como si estuviera dando a luz, debajo de un ominoso cadáver: huesos que rechinaban sobre ella, dedos como arañas que acariciaban a su mujer, una boca que viraba, se retorcía y se fruncía en una sonrisa demencial que crecía y crecía y crecía, con tantos dientes que no parecían nacer ni terminar en las mandíbulas.

Los cuerpos se encabritaban y chocaban al unísono, coordinados en movimientos perfectamente lubricados que demostraban que aquello había ocurrido ya muchas veces. Su rubio cabello estaba por todas partes, extendido como una guirnalda a los pies de su amor, mientras los muertos procuraban complacer a los vivos, alimentándose de la miseria eterna, y aquel rictus de esquelética sonrisa se volvía ahora para mirar directamente a los ojos agonizantes de Caleb Prentiss.

Todo se volvió muy rojo.

11

La cordura es algo muy subjetivo.

Como todo lo humano, es defectuosa y maleable, descansa pero no siempre duerme, tranquila en su coma pero nunca en silencio, y siempre en estado de alteración.

Sabes que puedes matar, así que al menos has aprendido algo. No ha sido una completa pérdida de tiempo. Mientras tu mente vuela y la peste del sexo empieza a quemarte la nariz, tratas de alejarte a cuatro patas por la alfombra, pero un peso te mantiene inmovilizado. El conocimiento es poder.

La furia lo hizo suyo. Con la columna recorrida por un solitario y prolongado estremecimiento, Cal permaneció allí tendido, contemplando el dibujo blanco y negro de la colcha, las empapadas fundas de almohada, las inclinadas pantallas de las lámparas, todo ese sudor que resbalaba por un culo desnudo que tan bien conocía, el cabello enmarañado por el coito y extendido en todas direcciones.

Los músculos de Caleb empezaron a descomponerse, a transformarse en mermelada, hasta que se quedó paralizado, sintiendo que la cabeza le pesaba más que la vida. En realidad, era casi agradable. Todo brotó al mismo tiempo y él se desplomó con un golpe seco, y no tuvo que seguir mirando.

Tras unos pocos segundos, sin embargo, logró recuperar de algún modo el control de su cuerpo. Dio un fuerte y colérico empujón mental. La rabia se estremeció en su interior como un animal emergiendo de las profundidades. Se acurrucó contra él y murió… y su putrefacción se tornó algo tan fluido como el petróleo y tan sólido como afilado carbón. Rose no había errado un ápice al decir a qué equivalía aquel momento. No habría sido más doloroso si le hubieran cortado la garganta.

Casi podía oír cómo se hundían las puntas de los cuchillos en su carne hasta que no quedaba gran cosa que cortar. La sensación remitió hasta convertirse en un dolor apagado que no le dejó otra cosa que fría razón y claridad.

Habíamos hecho planes para ir a la feria de invierno esta noche. Nadie mandó invitaciones. Por eso no están los demás aquí. Esta es una fiesta privada. Invitados escogidos. Los lameculos, las chupapollas. Parpadeó dos veces y descubrió con sorpresa que no tenía lágrimas. Oh, espera, ahí estaban. Y por eso Jodi no me quería aquí, por eso me empujó a salir y emborracharme. Aminoró su pulso, se secó el sudor a lo largo de su nuca.

¿Dónde está Rose?¿Estaba allí, en alguna parte, fuera, en la nieve, asistiendo a su derrota? ¿Pensaba que se lo merecía por lo que Willy le había hecho? ¿Los había seguido para poder comprender también el significado de la academia? La neblina roja de sus ojos se hizo más densa. Contempló la habitación a través de unos ojos que no poseía.

Estas revelaciones se prolongaron unos tres segundos más de lo que Jodi tardó en terminar de correrse con el decano.

Pero tú sabías que esto estaba pasando. Eres más listo de lo que creen y las señales estaban ahí. Si no en tu subconsciente, al menos en lo efímero, el lento discurrir de los muertos por todo lo que has visto y hecho hoy. Ha sido un día especial. Te han mostrado que tú no eres tan especial. Te han conducido al rebaño.

Clarissa seguía besando. Sus nervios se amotinaban por debajo de la piel, pero al menos eso era algo natural. Revividas por la tensión, sus manos se abrían y cerraban por sí solas. Jo cogió la sábana por una esquina, le secó la cara al decano y finalmente reparó en la presencia de Cal, tendido en el suelo, llorando.

Venid, espíritus. Apartó a la Señora Decano y se levantó, mientras el cuerpo de Jo se estremecía de culpa, dotado y despojado de sexo. Pero realmente sexual. Su mirada estaba ahíta, como una batería gastada.