Las tiendas se sacudían e hinchaban bajo el viento, algunas de ellas encorvadas por el peso de la nieve húmeda. La gente de la feria no podía pernoctar en sus tiendas, como acostumbraba. Se habían visto obligados a parar en los moteles más baratos de la ciudad. Una caravana de camiones y camionetas recorría el centro de la ciudad cada día, y continuaría haciéndolo durante otra semana entera. Los puestos y las casetas permanecían cerrados. La ventisca había acumulado montículos de nieve sobre el pozo de las pelotas de ping-pong, la sala de los espejos y las máquinas para probar la fuerza. Tras una gruesa película de escarcha se entreveían carteles pintados. La casa de la risa no parecía demasiado risueña.
Su cólera ardía con una llama azulada. Pensó en lo que diría Willy y en cómo reaccionaría Rose. Puede que lo perdonara y desistiera de clavarle el puñal.
Fruggy Fred tendría una respuesta pero, ¿sería la correcta?
Su hermana se iluminó y entonces desapareció. Puede que finalmente la hubiera perdido, o ella a él. Cómo debía de haberlo odiado por ser el pequeño, por librarse de lo que ella tenía que soportar. No lograba imaginar lo que sería que te arrastraran hasta la parte trasera de una furgoneta y te violaran repetidamente mientras te arañaban y te mordían el vientre, y luego, después de que el doctor te quitara los puntos, al regresar a casa te encontraras a un niño comiendo galletas y viendo dibujos animados. El hecho de que no lo hubiese asesinado en su propia cama era una demostración de que había sido extremadamente afortunado.
Puede que por eso hubiera decidido referirle los detalles de sus traumas, a él, un niño que no podía ser más que una caja de ruidos hecha de estupidez. No sería lo mismo si ella hubiera sabido entonces lo que iba a ser de su vida y hubiera tratado de protegerlo de la pérdida de fe. Si lo que estaba haciendo era tratar de transmitirle una lección, él no había logrado aprenderla bien. Puede que a ella, sentada en la bañera con las rodillas dolorosamente limpias, aquella forma de compartir le hubiera parecido una forma de amor.
– ¡Eh! -gritó alguien tras él.
Cal dio un respingo y sus rodillas estuvieron a punto de volver a ceder. Se volvió y se encontró, para su asombro, a Melissa Lea McGowan, que bajaba la ladera con una bufanda larga que le llegaba hasta las caderas.
– ¡Hola! -lo saludó alegremente. Su menudo cuerpo estaba resguardado en una chaqueta de esquí y la capucha abrochada por debajo de la barbilla perfilaba su rostro. Melissa Lea transportaba consigo una atmósfera diferente por la campiña desierta, demasiado boyante en medio de la invasión de fantasmas. Allí su sonrisa estaba fuera de lugar y parecía que hasta las mismas sombras estuvieran irritadas por la intrusión. Como si aquella noche no hubiera habido ya suficientes carcajadas.
– Me ha parecido que eras tú. -Un rizo escapó del interior de la capucha y ella lo apartó descuidadamente con el dorso de una mano enguantada-. Vaya, sí que te has vestido esta noche, se-ñah Prentiss. ¿Qué se celebra? ¿De dónde viene usted, eh? ¿Hmmm?
La imitación del Yok lo obligó a sonreír. Tuvo la sensación de que iba a vomitar de nuevo, pero ya no le quedaba nada dentro. Se apartó de ella al ver que se acercaba, recordando que también le había dado un buen susto junto a la ventana del almacén.
– Ya van dos veces que me haces eso.
Ella sonrió.
– ¿No podías esperar al desayuno? Parece que no podemos librarnos el uno del otro.
– No, no podemos.
El entrechocar del metal contra el metal subrayaba más aún la desolación de la oscuridad. Melissa Lea percibió lo sombrío de su estado de ánimo y se le acercó, preocupada ya.
– Lo siento, Cal. De verdad que no pretendía asustarte. Hace una noche preciosa, pero supongo que este sitio es un poco espeluznante.
– ¿Estás siguiéndome?
– ¿Siguiéndote? -Se le acercó hasta ver la expresión de su rostro y lo que quiera que captó allí bastó para hacer que retrocediera un paso. La nieve que aplastaba con sus botas sonaba como huesos quebrados.
– No te entiendo.
– Claro que no.
– ¿De qué estás habando? Solo he salido a dar un paseo.
– Sí -respondió él con un siseo, tratando de pronunciar la palabra con los dientes apretados y escuchando cómo se cernían sobre ella-. A esta hora de la noche, con este frío, tan lejos de la universidad y sola. Pero… ¿estás… siguiéndome?
– ¿Eh?
– No tengo mucha fe en las coincidencias, Melissa Lea. Y menos esta noche.
– Estás…
– Así que, ¿por qué estás siguiéndome? -Ya no se le podía llamar paranoia; era mera necesidad. Tenía que protegerse en la medida de sus posibilidades-. ¿Eres uno de ellos?
Ella retrocedió otros dos pasos.
– ¿Uno de quiénes? ¿Qué clase de pregunta absurda es esa?
– Desde mi punto de vista es bastante sensata. Mira, siempre he hecho muchas preguntas pero nunca he recibido demasiadas respuestas. Es culpa mía, ahora lo sé. -El cortante viento que le azotaba las mejillas, había enfriado un poco la quemazón y mantenía el fuego a raya, pero ahora que estaba lanzado, era incapaz de detenerse-. Así que, ¿qué tal si me respondes sin más?
– No estaba siguiéndote, Cal.
– ¿No?
Su sonrisa cayó como un ascensor con los cables cortados. Las cejas se elevaron formando coléricas V invertidas y las hermosas líneas de su rostro se arrugaron y zigzaguearon. En cualquier otra circunstancia hubiera pensado que estaba muy guapa. Su mirada volvió a atraerlo, pero seguía sin estar preparado.
– No. ¿Qué demonios te pasa? Solo te he visto y me he acercado a saludar. No seas tan suspicaz.
– ¿Crees que lo soy?
– Sí.
– Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?
El ceño de Melissa Lea se frunció aún más. Las arrugas oscurecieron la suave línea de su frente y sus labios se volvieron finos y blancos. Se dio cuenta de que estaba asustándola y no le importó demasiado. ¿Cuál había dicho Toro que era el porcentaje de citas con violación? ¿Treinta y cinco por ciento?
– No tengo por qué contarte una mierda.
– No, es cierto -dijo. Sus hombros y su espalda temblaban. Se preguntó si Willy habría logrado alcanzar al decano, si lo que hacía falta para atrapar al enjuto cabrón era más masa muscular. Las ramas de los árboles, cargadas de nieve hasta los topes, se partían en la oscuridad-. Pero dímelo de todos modos.
– Esta noche das miedo, Cal.
– Bueno, sí.
Lo miró. Su respiración dejaba bolsas blancas en el aire. Nunca se sabe: puede que el decano hubiese dejado a alguien en reserva. Nunca podías saber quién estaba engañándote. La chica parecía enfadada, aterrada y excitada al mismo tiempo, de una manera traviesa, como si estuviera tratando de decidir si merecía la pena tratar de abrirse camino a través de su coraza o era mejor dar media vuelta y echar a correr. Su ceño fruncido se desenredó ligeramente. Lo estudió durante otro minuto y se aclaró la garganta.
– De acuerdo, Se-ñah Prentiss, te lo diré, ya que quieres saberlo.
Teme a la muerte – sentir la niebla en mi
garganta,
La bruma en mi rostro,
Cuando la nieve comienza, y los rayos
se manifiestan
Estoy llegando al lugar
El poder de la noche, la fuerza de la
tormenta
El puesto del adversario;
– Y si esa no es razón suficiente para que un incrédulo crea en las coincidencias, tal vez deba escuchar esto… ah, «A medianoche en la quietud»… no, espera… creo que es silencio. Sí, es…
A medianoche en el silencio de la hora del sueño
Cuando liberas tus fantasías
¿Pasarán a donde -por la muerte, creen los necios, aprisionadas-