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– Tampoco tienes que preocuparte por eso. -Se arrodilló y empezó a reunir los fragmentos de plástico de teléfono con el dorso de la mano.

– Ten cuidado -dijo Caleb, acercándose-. Hay cristales. -Melissa dejó escapar un gritito de dolor y Cal vio una gotita de sangre entre el índice y el pulgar de su mano-. Es culpa mía. Tendría que haberte avisado. Esta mañana se me ha roto un tarro de mantequilla de cacahuete.

Ella le tendió la mano.

– No es culpa tuya. Un par de cristales diminutos. Mira a ver si puedes sacarlos con las uñas. -Contuvo la respiración mientras él le cogía la muñeca y sacaba los cristales-. Es como cuando te cortas con un papel.

Podía hacer eso, si quería. Abandonarlo todo y empezar lentamente, desde cero. Estos eran los elementos del romance. El contacto suave, el anhelo de amistad y consuelo. No había olvidado cómo se sonreía, a pesar de que le hiciera sentir como si hubiera tenido los tendones de las mejillas oxidados. Quedaba todavía muchísimo tiempo antes del amanecer. No tenía por qué seguir cargando con la monja.

El tirador del cajón de los calcetines estaba manchado de sangre seca, pero ella no lo vio. El color de la pared era de un tono asombrosamente parecido al de la carne de Melissa, sangre por debajo de la piel, y Cal se preguntó si Sylvia Campbell habría sido pálida o sonrosada. Seguía viéndola en blanco y negro.

Dijo:

– Espera, déjame…

– ¿Tienes una tirita? -preguntó ella. Una risilla hacía vibrar su voz. Cal extrajo la bolsa de afeitado del primer cajón, la abrió y sacó de su interior unos frascos de peróxido de hidrógeno y alcohol, una caja de algodón, un puñado de gasas, un poco de cinta aislante, unas vendas y un par de tiritas de diferentes tamaños. Para ser alguien tan acostumbrado a las hemorragias, debía de haber visto lo que iba a pasar.

– No se trata de una operación a corazón abierto, Cal.

– Soporta tu dolor en silencio, ¿quieres? -dijo-. Si te portas bien, te…

– ¿Qué?

Estaba a punto de decir, te doy un beso en el cu-cú.

Ja. Casi no podía creerlo. Mira eso: un chiste. Ya estaban trabados en bromas y tonterías. Joder, no le estaba costando olvidarlo, no le estaba costado nada. Se puede superar casi todo.

– Nada -dijo.

– A lo mejor deberías darme una bala para morder.

Le limpió los dos pequeños cortes y aplicó las tiritas Ella dobló el dedo y asintió.

– ¿Está bien?

– Gracias, doctor. -Levantó el teléfono y volvió a poner el receptor en el roto aparato-. Supongo que seguirá sonando, pero no creo que puedas llamar. Le faltan la mayoría de los botones.

– Lo mismo da -dijo. Dentro de seis horas se habría marchado y nadie lo sabría. Ella se encogió de hombros y volvió a asentir, no exactamente violenta, pero casi igual de incómoda. Con cierta inquietud, Cal descubrió que no podía apartar la mirada de su peca.

Estaba empeorando de nuevo. Su fijación con los fantasmas estaba empezando a afectar al mundo de los vivos. Ojalá hubiera tenido tanta dedicación en lo importante. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Convertirse en una especie de acosador? ¿Hacer pequeños retratos de rostros de mujer y esconderlos entre las páginas de libros de bolsillo? ¿No podía disfrutar de las pocas horas que iba a pasar en compañía de Melissa sin deslizarse lentamente hacia el otro lado? No creía que tuviera todavía la disciplina necesaria.

Parados en mitad del cuarto, equidistantes a las cuatro paredes, como si estuvieran en el centro de una balsa sacudida por las olas, se acercaron medio paso el uno al otro. Ella dejó escapar un suspiro cuando sus pies se tocaron.

La cama, a pesar de todo su significado, siguió siendo solo una cama mientras estudiaba a Melissa Lea con la misma parsimonia con la que trataba de examinar la poesía. Había allí mucho que ver si uno encontraba el texto oculto que contenía su expresión. Las arrugas de su sonrisa eran como estrofas que podían acarrear consecuencias en su vida.

Se tendieron en la cama, relajados. El colchón nuevo los envolvió y los muelles empezaron a moverse con los chirridos de los primeros juegos, mientras ella se volvía de costado tratando de ponerse cómoda. La rodeó con los brazos y ella lo tocó. Sus cejas tenían clavada una perenne expresión festiva. Bostezó.

El silencio les hacía compañía. No pasaba nada. No se hacían avances con las palabras, ni con las manos o con otros lenguajes corporales. Un truco complicado en un momento como aquel, pero lo estaban consiguiendo. Pasó media hora entre los pensamientos de ética y fracaso y todo lo que discurre entre ambos. La respiración de Melissa Lea se hizo lenta y rítmica y cuando Cal levantó la mirada vio que estaba a punto de quedarse dormida.

Alguien ha muerto. No lo había olvidado.

Se pegó a él apoyando suavemente los dedos en su muslo. Era una de esas personas que exhalan por la boca cuando duermen, con un ligero temblor en los labios, haciendo brrrr como un niño en el baño que imita los ruidos de un motor. Daba gusto saber que estaba viva a su lado. Apoyó la oreja en su grueso suéter, igual que había hecho con el visón de la Señora Decano, y escuchó los latidos de su corazón, mucho más rápidos que los de Jodi, siempre lentos y regulares.

Sentir el calor de su cuerpo contra su piel lo ayudó a odiar. La presión para afrontar las circunstancias era menor que si ella hubiera esperado que hiciera el esfuerzo de desnudarla. Compartir el silencio era lo apropiado, lo perfecto. Le recordó a su relación con Fruggy Fred.

Puso la mano en la colcha, la alisó y la apartó. No podía sacudirse de encima la imagen de Jodi escondiéndose bajo las sábanas húmedas, preparada para un ritual de inhumación. El gato de la mesa lo miraba.

El dorso de una mano temerosa tocó el vientre de Melissa Lea y se apartó. Tardó unos minutos en darse cuenta, con cierta repugnancia, de que había extendido la otra mano y la había apoyado en la mancha de la pared. Estaban creando una especia de circuito. Coito.

Tío, debes de estar mal de la cabeza.

En las ventanas siseaban las acometidas del viento.

Descubrió que estaba a punto de murmurar y en ese momento sonó el teléfono.

Había hecho un buen trabajo destrozándolo. El timbre de su interior sonaba titubeante y acogotado. Levantó la barbilla en dirección a la angustia que siempre sentía cuando alguien lo llamaba en mitad de la noche. Si era Rose, no podría convencerla para que se apartase del precipicio y si era Willy, corría el riesgo de vomitar todo lo que sentía hasta hacer que los ojos se le salieran a su amigo de las órbitas. Sabía que no sería Jodi.

Melissa murmuró:

– ¿Uh? -Rodó hacia él y trató de entrelazar los dedos con los suyos, sin conseguirlo.

– Nada -le dijo Cal al oído. Le apartó el pelo de la cara y le gustó tanto que volvió a colocárselo y lo hizo de nuevo. Daba gusto. Ella dejó escapar un prolongado suspiro y se acurrucó un poco más bajo las sábanas. Pasó sobre sus piernas, bajó de la cama y a continuación levantó con avidez el receptor antes de que tuviera tiempo de volver a sonar.

– ¿Sí?

Solo vacío.

No lo sorprendió. Apretó el cable y empezó a rodearse las muñecas con él. Apretó las mandíbulas hasta que empezaron a dolerle y entonces siguió haciéndolo. Sus muelas se encontraron con un crujido de huesos y empastes, mientras él se inclinaba ligeramente y alteraba su postura, preparado para saltar si tenía que hacerlo.

Y al igual que las otras veces, durante las pasadas horas, cuando había respondido a su inercia, se concentró y escuchó con cuidado el silencio, tratando pacientemente de abrirse camino por el tempestuoso frío que esperaba al otro lado de la línea.

No era Clarissa. Hubiera oído la risilla, la eminencia o la viscosidad del decano. No sabía cómo defenderse del vacío de lo que quiera que lo llamase y no estaba muy seguro de querer hacerlo. Es curioso que siguiera pensando en ello como si se tratara de una película. Ahora la chica estaba levantándose y limpiándose la sangre de pega de las tetas, y el director pedía un descanso. El maquillador se lo pasaría en grande cuando tuviera que limpiarle el pecho y volver a pintarlo. Pero había algo más, una película dentro de la película, de estilo documental. Lo vio con toda claridad. La imagen de los cuerpos descompuestos de sus padres esperando para hablar con él, para advertirlo sobre su hermana, mientras la manchada forma de ella se movía espasmódicamente por el suelo de baldosas del baño.