– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó.
– Uhm…
– Menuda chapuza de pirueta acabas de hacer -dijo, y se rió desde el fondo de su garganta.
– Aprendí todo lo que sé de los Walendas Voladores -respondió él. Esperaba no estar frunciendo el ceño. Obligó a su entrecejo a enderezarse, se aseguró de que no estaba entornando la mirada y añadió-. Pero no de los muertos.
– Ajá. Bueno. Supongo que eso es una suerte.
Cal no sabía muy bien lo que estaría viendo en él.
– No me digas que la clase ha terminado antes de tiempo. -Tenía que haberlo hecho hacía solo diez minutos. Era imposible que la chica hubiera recorrido aquella distancia en ese tiempo-. A Yokver le gusta que el espectáculo continúe hasta el último segundo.
Ella se encogió de hombros y su cabello se balanceó junto a las articulaciones de su mandíbula.
– Eso ya no me preocupa. Me irrita su forma de dar el espectáculo. Me marché después que tú.
Eso lo sorprendió genuinamente.
– ¿En serio? Creía que a todos les encantaba la clase del Yok.
– No creo que le guste a nadie. No dice gran cosa sobre nada. -Apretó los labios y, con gesto ausente, se los humedeció con la lengua hasta que estuvieron resplandecientes, mientras trataba de dar con una respuesta. Indudablemente era la clase de movimiento que al Yok le hubiera gustado mucho, tan sensual como el jugueteo de las uñas rosas de Candida Celeste sobre su blusa-. Es una clase muy tontorrona, dirigida a gente a la que no le gusta pensar demasiado antes de mediodía. De lo cual soy culpable.
– Y yo. -Era cierto.
– Creo que me he sentido como tú desde el principio, solo que no me importaba lo suficiente como para explotar. Ese tío no quiere más que tener cuerpos delante, y le da igual quiénes son o lo que puedan tener que decir. Es una puta pérdida de tiempo. Pero el sistema hace que sea muy difícil cambiar de clase y luego la apatía se apodera de uno y empieza a pensar que a la mierda con todo. Es más fácil quedarse allí sentado y evadirse, pensando que tienes un curso de mierda. -Su aliento brotaba en pequeñas nubes de vaho que le recordaban a los bocadillos con los pensamientos de Snoopy-. Tienes suerte de no haberte partido la crisma. El abrigo se te ha hecho pedazos. ¿Y qué estás haciendo ahí?
La peca atrajo su mirada.
– Pensé que podía acortar por aquí para llegar al edificio de estudiantes.
– No -dijo ella-. Por aquí no se llega a ninguna parte. No hay puertas traseras por ahí. Tienes que ir por el otro camino, atravesando la colina.
– Ya me he dado cuenta.
Arrancó de un tirón el abrigo roto, tras asegurarse de que las notas seguían en su sitio, y volvió a encaramarse a la valla. Se tomó su tiempo para hacerlo, tanto por el bien de su ego como por el de sus rodillas. Cuando saltó junto a la chica, ella levantó una imaginaria pancarta de puntuación.
– Una inspirada interpretación.
Cal hizo una reverencia y ella aplaudió educadamente. Aunque los dos lo estaban intentando, la comedia no terminaba de ponerse en marcha. La chica tenía una de esas sonrisas que te obligan a alegrarte, por muy sombrío que sea tu estado de ánimo. Podía cabrearte si querías estar de mal humor: eso era auténtico poder.
Le tendió la mano.
– Soy Caleb Prentiss.
Con un jadeo, ella lo sujetó por la muñeca, lo acercó demasiado y se inclinó hacia él hasta que sus narices estuvieron en contacto. ¿Qué? Cal abrió los labios para recibir un beso, frunciendo el ceño y preguntándose cómo habrían llegado a eso tan deprisa. Su lengua esperó de brazos cruzados en el interior de su boca.
La chica dijo:
– ¡Calvin! Vaya, se-ñah Prentiss, ahora me explico por qué tenía tanta prisa. ¿Eh? ¿Eh? ¿Hmmm? ¿Hmmmmmm?
Cal se echó a reír con unas carcajadas que parecían rebuznos y sonaban extrañas y estúpidas, pero al menos era algo divertido. Ella se apoyó en la valla, riendo, le estrecho la mano y dijo:
– Me llamo Melissa Lea.
– Magnífica imitación. Podrías ser la hija del Yok.
Tras apartarse un rizo negro de la boca, respondió:
– Lo soy.
Uoooa, Dios mío. Se quedó paralizado. En medio de un ataque de náuseas, sintió cómo trepaba la humillación por su nuca. El viento arrastró bocanadas de aire denso por su nariz mientras balbuceaba tratando de decir algo, pero, espera, ¿no ha…?
– Que te da un infarto -dijo Melissa Lea-. Solo estaba bromeando. Mi apellido es McGowan. ¿Qué pasa? Cálmate.
Lo intentó.
– Ha sido una broma muy pesada.
– El profesor Yokver te tenía realmente acojonado, ¿eh?
¿Por qué no la había visto hasta aquel día? ¿Por qué no la reconocía? ¿Tanto le había perturbado el Yok? ¿De verdad era tan frágil?
– No recuerdo haberte oído decir gran cosa en clase, Melissa.
– ¿Y a alguien sí?
Tenía razón. La gente no hablaba demasiado, ni siquiera los pelotas que fingían que les importaba la clase de ética.
– No.
– Sí, bueno, no había oído más que elogios sobre él y todo el mundo decía que su clase es una «maría». Supongo que por eso lo hice. Me dijeron que lo habían elegido el profesor más popular los últimos seis o siete años, pero después de las primeras clases me di cuenta de que la estimulante Filosofía uno-tres-ocho iba a arrojar mi ya ruinoso expediente académico a la basura. Para entonces ya estaba atrapada y él se negó a dejarme ir por mucho que se lo pedí.
– Y el decano tampoco te hizo mucho caso.
– No, en efecto, y no sé por qué. Creo que ese hombre me desagrada aún más que Yokver. Hay algo en él… su forma de mirar a la gente. Siempre parece estar pensando en otra cosa, ¿sabes?
– Sí.
– Como si no estuviera escuchando. Me pone de los nervios.
A Cal le pasaba lo mismo siempre que tenía que hablar con el decano. Regresaron a campo abierto. Con apenas un leve cambio, la sonrisa de la chica se convirtió en una sugerencia sensual. O al menos eso le pareció a él.
– Así que -dijo Melissa-, cuando te he oído decir lo que pensabas en vuestro pequeño tete a tete de esta mañana, he recobrado de repente la perspectiva de las cosas y me he decidido a salir de mi complacencia. O sea, me he dado cuenta de que pago por esto. He estado pensando en vagabundear por ahí algún tiempo. Y también en pedir el traslado e ir a otro sitio.
– ¿Adónde?
– ¿Quién sabe? No estoy segura. -Continuó sonriendo, pero su rostro se había ensombrecido: el traslado a otra universidad podía ser peor que emigrar. Era como entrar en un país nuevo en el que uno era extranjero y tenía que aprender un idioma nuevo y complicado y unas leyes diferentes-. Ahora voy a volver a mi cuarto para terminar un trabajo sobre «Lines on his Promised Pension», de Spenser, para el profesor Moored.
– ¿Te especializas en Inglés? -le preguntó.
– Y en Español, ¿comprendes?
– Ya. Spenser. Nunca me ha gustado mucho.
– Ni a mí. Ni a nadie, así que puede que el profesor no se encuentre con otros nueve trabajos sobre el mismo tema, como le ocurrirá con «Kubla Khan», «Oda a una urna griega» y «El cuervo».
Howard Moored le tenía un cariño especial a los sonetos de Shakespeare, sobre los que nadie escribía nunca porque eran engañosamente parecidos. Cal quería hablar del tema con ella, prestarle algunos libros, darle algunas ideas, pero ahora, de repente, la chica parecía tener mucha prisa, y le dio la impresión de estar reteniéndola.
– Que tengas suerte. Me ha gustado charlar contigo.
– Y a mí. Adiós.
La siguió con la mirada mientras cruzaba el césped seco con pasos rápidos pero resueltos y el cabello sacudido por la brisa. En su cabeza empezaron a rondar toda clase de malas ideas y al tragar saliva le pareció que tenía la nuez más grande que la cabeza. Ah, no, no lo hagas, ni lo pienses, vas a meterte en mierda hasta yo qué sé dónde, pero no fue capaz de detenerse y allí no había nadie para ayudarle.