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Ahora, todo había desaparecido. Estrellas, planetas, cascadas de resplandeciente gloria luminosa. La pantalla mostraba sólo un color gris indefinible y sin la menor característica especial. Era como si todo el universo se hubiese borrado al exterior de la astronave.

De nuevo, las luces brillaron normalmente. Stone pulsó el botón del intercomunicador y esta vez fue la voz del Comandante la que resonó segura y alegre:

—Hemos realizado la conversión con todo éxito, señores. Lo que ven ustedes en la claraboya es un universo completamente vacío en donde nosotros sólo somos una pizca de materia.

—En tal caso —dijo Stone—, ¿para qué gobierna usted la astronave?

—Es una regla de principio. Las naves no tripuladas se enviaron al no-espacio; viajaron a lo largo de ciertos vectores que habíamos determinado en el mapa celestial, y emergieron en cualquier punto del universo. A falta de señales y puntos de referencia, continuamos al frente del gobierno de la astronave como si fuese un viaje normal.

—No parece que sea eso una forma eficaz de llegar a cualquier parte deseada —dijo Dominici.

—Y no lo es —admitió Laurance—. Pero da la casualidad de que no tenemos otra alternativa.

Bernard estudió, aproximándose, más de cerca al hombre del espacio. La fatiga era más que evidente en el rostro ojeroso y ajado de Laurance. Los ojos del Comandante, usualmente suaves y singularmente serenos de aspecto, aparecían enrojecidos con diminutos capilares sanguíneos al descubierto. Se decía, que Laurance tenía suficiente con tres horas de sueño por cada veinticuatro; pero estaba claro que ni siquiera había obtenido ese mínimo tiempo de reposo.

—Parece usted cansado, Comandante —dijo el sociólogo.

De nuevo se encogió de hombros el Comandante.

—Y lo estoy, Dr. Bernard. Todos mis hombres están igualmente fatigados. Pero de nuevo también… no tenemos otra elección ni otra alternativa.

—¿Y es seguro el operar en una astronave tan complicada como ésta, hallándose ustedes sobrecargados de fatiga?

—El Tecnarca parece creerlo así —replicó Laurance, con un leve tono de amargura en la voz—. El Tecnarca tenía una prisa desatinada, al parecer, porque esta astronave volviera a salir al espacio.

—Tenemos fe en el Tecnarca —opinó entonces Dominici—. McKenzie tiene una buena cabeza sobre los hombros y como nunca la tuvo el viejo Bengstrom. Ha tenido necesidad absoluta por alguna razón para darnos a todos semejante prisa.

—El Tecnarca McKenzie no es más que un simple mortal —remarcó Havig—. También está sujeto a error.

Dominici enarcó una ceja.

—Hay gentes que sufrirían un ataque si tales palabras cayeran al alcance de sus oídos, dichas respecto de un Arconte, Havig.

—Yo no he exagerado el temor por esos hombres. Fueron elegidos entre el género humano —continuó el neopuritano.

—Sí —repuso Bernard—. Escogidos en los primeros años de sus vidas y entrenadas durante décadas en el arte de gobernar, antes de que eventualmente lleguen al Arconato. Es obviamente un buen sistema, en realidad, el primer sistema realmente eficaz que jamás haya tenido la Tierra. Pero el Comandante Laurance, aquí presente, me imagino que no ha venido para discutir sobre las aptitudes del Tecnarca.

—No, claro que no —repuso Laurance con una grave sonrisa—. Todo lo que he querido decirles, es que la astronave marcha perfectamente, que comeremos dentro de media hora y que esperamos estar en las proximidades de la estrella NGCR 185.143 en… bueno, en diecisiete horas, más o menos algunos segundos. —Laurance hizo una pausa para consolidar y dejar sentir su dominio sobre el grupo. Después añadió—: Ah. Mr. Clive me ha informado de que ha presenciado alguna disputa entre ustedes.

Bernard enrojeció. Estaba comenzando a leer un principio de desdén en los ojos del Comandante, producido por la disputa académica surgida en la cabina.

Como anteriormente, el diplomático Stone, surgió en el momento preciso para suavizar la incipiente tirantez producida.

—Bueno… hemos tenido algunos desacuerdos de poca importancia, Comandante. Sólo han sido pequeñas diferencias de opinión.

—Lo comprendo, caballeros —repuso Laurance en tono cortés; aunque tras la suavidad de aquella cortesía, se palpaba la dureza del acero—. Debo recordarles que se les ha confiado una gran responsabilidad. Espero que arreglen ustedes esas… «pequeñas diferencias» antes de que lleguemos a nuestro destino.

—De hecho, ya han terminado —dijo Stone.

—Me parece muy bien. —Y Laurance se dirigió hacia la puerta—. Encontrarán ustedes un paquete de comprimidos ansiolíticos en el botiquín médico ahí a la izquierda, en caso de que sus «diferencias» continúen y lleguen a constituir un serio problema. Les espero en la cocina de proa dentro de media hora.

Se produjo un silencio expectante, una vez se hubo marchado Laurance. Dominici dijo entonces:

—Este tipo habla con el mismo tono de realeza que el Tecnarca, ¿no les parece? Debo recordarles que se les ha confiado una gran responsabilidad —dijo remedando a Laurance—. El Comandante tiene la misma forma señorial de decirle a uno lo que desea y hacer que parezca tres pies más alto, al igual que el Tecnarca McKenzie.

—Tal vez Laurance ha sido un discípulo entrenado que no llegó a obtener el grado de Arconte —sugirió Stone. Como le sucedía a él mismo, entrenado igualmente para un alto cargo, el Arconato de los Asuntos Coloniales, Stone podría haber esperado saber algo de la íntima historia de la forma de maniobrar en tal alto oficio.

Pero Bernard, dijo:

—Realmente no lo creo así. McKenzie no confiaría algo de semejante importancia a otra persona, con la menor sospecha de que pudiese existir alguna rivalidad. Por cuanto sé, creo estar seguro de que Laurance es uno de los hombres de la próxima generación que algún día sucederá a McKenzie.

—¿Y cree usted que McKenzie arriesgaría a este posible sucesor en un vuelo tan peligroso como éste? —preguntó Dominici profundamente interesado.

—Un Tecnarca tiene que estar forjado en el crisol del peligro —observó Havig—. Si Laurance no pudiera sobrevivir a un viaje en el espacio, ¿cómo lo haría bajo las tensiones de tan alto cargo? Éste puede ser muy bien un viaje de prueba.

—Sí, creo que eso es perfectamente posible —admitió Stone reflexivamente.

No se produjeron más especulaciones al respecto. La tensión y la incertidumbre de la tarea que tenían ante ellos, oscureció la conversación, haciéndoles a todos más tensos y responsables.

Transcurrida media hora, los cuatro subieron a la cocina a tomar un poco de comida. El menú estaba compuesto de alimentos sintéticos, por supuesto; pero preparados amorosamente por Nakamura y Hernández, que dedicaban al arte culinario la misma atención y el cariño que otros hombres ponían en escribir versos. Tras la comida, los cuatro pasajeros volvieron a su cabina. Quedaban por delante más de dieciséis horas en aquel fabuloso salto en el hiperespacio, para llegar a su punto de destino. El tiempo parecía arrastrarse como un gusano en su tremenda lentitud, más bien les parecía que tenían ante sí dieciséis años para cumplir el objetivo de tan largo viaje por el universo.

Bernard tomó asiento en su cojín especial de aceleración e intentó leer; pero le resultó inútil. Una serie de absurdos pensamientos de inminente peligro se interponían entre su mente y el libro. Las palabras danzaban sobre las páginas y las delicadas imágenes poéticas de Suyamo, en sus clásicos versos, se entremezclaban en una borrosa confusión. Con súbito disgusto, Bernard cerró el libro de golpe.

Cerró los ojos. Tras un rato, y poco a poco, fue cayendo en un sueño difícil e intranquilo, que acabó prolongándose. Algún tiempo después, se despertó lentamente. Un vistazo al reloj de la cabina, le mostró que sólo quedaban cuatro horas para la transición al espacio normal; lo que le demostró que había dormido casi doce horas de un tirón. Aquello le sorprendió. No había imaginado el haberse hallado tan fatigado, como para haber permanecido dormido tanto tiempo.