Bernard miró el planeta que crecía a ojos vistas a través de la claraboya. Se hallaban demasiado próximos para verlo como una esfera; se aparecía tremendamente aplanado y una gran parte de su masa escapada del ángulo de visión de la escotilla de observación.
Conforme el XV-ftl pasaba como una flecha por el lado iluminado por el sol, Bernard fue captando la vista de grandes continentes rodeados por las manchas azuladas de sus mares. Todo aparecía quieto, incluso las grandes nubes existentes allá abajo y la zona negra de una tormenta o un ciclón. Después, volvieron a sumergirse en la noche, donde apenas podían distinguirse sombras poco definidas.
Emergiendo del lado del día otra vez, Bernard pudo observar más claramente, por la proximidad, los plateados cursos de sus ríos y la perspectiva de sus cadenas montañosas. Un gran curso fluvial, parecía atravesar diagonalmente el mayor de los continentes, como un canal que hubiera sido construido desde el nordeste al sudoeste, proliferando en cientos de corrientes menores. Unas enormes montañas surgían en el lejano oeste y hacia el norte. La mayor parte de los continentes, aparecían de un verde oscuro, matizándose en tonos más sombríos hacia el norte y en las tierras altas.
Cerrando los ojos, Bernard hizo un esfuerzo y esperó el momento de la toma de contacto con la superficie. Llegó poco después; dándose cuenta de que estaba algo mareado como un efecto retardado, seguramente a causa de las píldoras que para la deceleración le había entregado Nakamura en la última comida. Pero se despertó súbitamente, como sintiendo la premonición de la llegada y momentos después, sintió un ligero choque apenas perceptible. Aquello fue todo.
Se había realizado un aterrizaje perfecto.
La voz de Laurance, le llegó a través del intercomunicador de la cabina.
—Hemos aterrizado sin dificultades, caballeros.
Nuestro punto de toma de contacto se encuentra aproximadamente a unas diez o doce millas del establecimiento extraterrestre. El sol deberá salir de aquí a una hora poco más o menos. Abandonaremos la nave en cuanto se haya llevado a cabo la descontaminación.
La rutina de dicha operación, fue cuestión de pocos minutos. Después, una vez que todos los productos de la radiación incidentes en la toma de contacto fueron anulados, la escotilla de salida se deslizó suavemente hacia un lado y el aire de un nuevo mundo se filtró en la astronave.
Bernard se asomó al borde, respirando y comprobando el aire de aquel planeta sin nombre. Se parecía mucho al de la Tierra, aunque creyó apreciar que tenía un contenido ligeramente mayor de oxígeno, no como para amenazar la salud de un humano, sino más bien para proporcionar al aire una calidad más rica y saludable. Era casi como respirar un suave y enervante vino blanco. Sintió, tras haber inhalado aquel aire unas cuantas veces, una confianza que le había abandonado en las horas terribles que habían precedido al aterrizaje.
—Vamos, Dr. Bernard —le dijo Peterszoon desde abajo—. No podemos esperar todo el día.
—Ah, lo siento.
Se sintió un poco avergonzado y dándose prisa descendió por la escalera metálica de la astronave hasta el suelo. Los cinco hombres de la tripulación ya estaban allí. Stone, Dominici y Havig les habían seguido.
Una fresca brisa matutina, ligeramente fría, soplaba suavemente a través de la inmensa pradera en donde habían tomado contacto con aquel nuevo mundo. El cielo aparecía todavía gris, y unas cuantas estrellas, de las más brillantes, aún eran perceptibles. Pero ya asomaba por el oriente el rosado resplandor del amanecer. La temperatura la estimó Bernard en unos cincuenta grados lo cual prometía una mañana cálida[11]. El aire tenía la transparente frescura que se encuentra en un mundo virgen donde se desconoce aún la vaharada de un horno artificial.
Podía muy bien haber sido igual a la propia Tierra en el siglo IX, pensó Bernard; pero existían diferencias sutiles; pero no menos positivas. La hierba que tenía bajo sus pies, sólo para tomar un ejemplo, surgía en tallos rectos y sus hojas de un verde azulado, triples en el mismo brote, se retorcían en una compleja estructura antes de seguir creciendo. Ninguna hierba de la Tierra había crecido de semejante forma.
Los árboles —unos gigantes de un verde oscuro y de doscientos pies de altura, con troncos de una docena de pies de espesor en la base—, también eran distintos. Del más próximo, colgaban unas piñas de tres pies de longitud; la corteza era de un amarillo pálido con estrías horizontales y sus hojas anchas y de un verde brillante, como cuchillos, tenían un pie de largo por dos pulgadas de anchura. Los grillos pululaban por el suelo; pero cuando Bernard se fijó detenidamente en uno de ellos, lo que vio fue una grotesca criatura de tres o cuatro pulgadas de longitud de color verde, con unos ojos saltones dorados y un pequeño y salvaje pico. Unas grandes setas ovales con una masa carnosa como remate en la parte superior, de casi un pie o más de diámetro, surgían por todas partes en la inmensa pradera, de un púrpura brillante contra el verde azulado de la vegetación. Dominici se arrodilló para tocar una de ellas y al tocar levemente con un dedo en el hongo, pareció desvanecerse como un sueño.
Durante un breve rato, nadie dijo una palabra. Bernard sintió una especie de extraño temor, sabiendo que los otros estaban compartiéndolo con él; era la maravilla de poner el pie en un planeta donde el género humano y la civilización no habían todavía comenzado a efectuar cambios en su apariencia. Era un planeta virginal, tal y como había quedado al salir de las manos de su Hacedor. Incluso un incrédulo como Bernard, escéptico y racionalista, no podía encontrar respuesta alguna a sus mudas preguntas.
Los hombres de la expedición permanecieron silenciosos, oyendo solamente la fresca brisa silbar suavemente entre aquellos enormes árboles, la armoniosa e invisible sinfonía de los grillos y los gritos de los pájaros, tampoco conocidos, que despertaban hambrientos saludando al nuevo día, mezclado todo ello con algún grito tenso y extraño enterrado allá en lo profundo del bosque que se extendía en una gran faja de verdor hacia el sur.
Después, la maravilla se desvaneció.
Aquel mundo no estaba realmente en estado virginal, pensó Bernard. La raza humana no había instalado ninguna colonia todavía… pero otros lo habían hecho.
En su mente surgió el desagradable pensamiento por el recuerdo del propósito que les había llevado hasta allí, entre aquella belleza primitiva. La expresión de Bernard se oscureció. ¿Cómo un mundo tan encantador como aquél podía ser una amenaza para la Tierra? Pero la amenaza no consistía en el mundo en sí mismo… Simbolizaba sencillamente la amenaza de dos culturas en colisión.
Laurance interrumpió su estado de ánimo, diciendo quieta, aunque enérgicamente:
—Nos dirigiremos al poblado a pie. Hay dos vehículos todo terreno en la astronave; pero no voy a utilizarlos.
—¿Y es necesaria esa caminata? —preguntó Bernard.
—Creo que sí —replicó Laurance, sin ocultar demasiado bien su disgusto por la afición a la comodidad de Bernard—. Creo que daríamos demasiado la impresión de una invasión armada hacia esos extraterrestres, si llegamos rodando en los vehículos. Nunca podríamos tener una oportunidad para causarles una impresión amistosa.
—En tal caso, ¿qué hay respecto a las armas? —preguntó Dominici—. ¿Tiene usted suficientes de repuesto para los cuatro? Si tenemos que defendernos, entonces…
—¿Armas? —replicó interrumpiendo bruscamente el Comandante—. ¿Espera usted realmente que llevemos armas?
11
Se refiere el autor a la temperatura de la escala Fahrenheit. Esos 50° F, equivalen a unos 10° centígrados.