Comprobó también, poco a poco, que los había de dos clases: los verdes, que constituían la gran mayoría de la población. Éstos tenían el aspecto de ser una especie de capataces o vigilantes. ¿Una supremacía especial por el color de la piel tal vez? Tenía que ser interesante sociológicamente conocer aquellas especies que todavía practicaban el predominio del color de la piel. Quizás aquellos seres extraños se sentían sorprendidos al darse cuenta de la presencia de dos hombres negros y uno de raza amarilla en el Arconato que gobernaba la Tierra. Pero, fuese lo que fuese, lo evidente era que los azules parecían ser dueños de la situación, gritando órdenes a diestro y siniestro, y que apenas si podían ser oídas desde la cima de la colina en que ellos se hallaban. Y los verdes obedecían. La colonia parecía crecer a ojos vistas y estar siendo construida a una prisa casi irritante.
—Vamos a bajar por la colina y dirigirnos en línea recta hacia la colonia —dijo Laurance con calma y dominio de sí mismo—. Doctor Bernard, usted es el jefe nominal de las negociaciones, y es algo que no quiero discutir…, pero recuerde que yo soy el responsable de la seguridad de todos y mis instrucciones tienen que ser obedecidas finalmente sin hacer preguntas.
Le pareció a Bernard que Laurance se estaba arrogando demasiada responsabilidad para sí mismo en la expedición. El Tecnarca no había expresado abiertamente que Laurance fuese el jefe absoluto. Pero el sociólogo no estaba inclinado a disputar sobre el punto de la jefatura en aquella situación. Laurance parecía conocer lo que era mejor y Bernard creyó sentirse contento frente a tal perspectiva. Se humedeció los labios y miró hacia el valle. El Comandante continuó:
—La cosa más importante es recordar que bajo ningún aspecto hay que demostrar el menor signo de miedo. Doctor Bernard, vaya usted al frente conmigo. Dominici, Nakamura, Peterszoon, sígannos inmediatamente detrás. Después, Stone, Havig, Clive y Hernández. Así formaremos una especie de triángulo. Mantengamos esa formación, caminemos lentamente y con calma y, ocurra lo que ocurra, que nadie deje traslucir el menor signo de temor o tensión. —Laurance recorrió rápidamente el grupo de un vistazo, como si quisiera comprobar .el estado de valor del grupo.—. Si tienen un aspecto amenazador, sonrían ustedes. No descompongan su aspecto ni corran, a menos que nos ataquen abiertamente. Permanezcan en calma y recuerden que somos hombres de la Tierra, los primeros hombres que jamás hayan llegado a otro mundo y digan «¡Hola!». Bien, vamos; doctor Bernard, por favor, junto a mí. Adelante.
Bernard se unió a Laurance y comenzaron a descender por la colina con los demás siguiéndoles en el orden asignado por el Comandante. Mientras caminaba, Bernard intentó relajarse. Los hombros atrás, las piernas sueltas. ¡Quítate esa tirantez del cuello, Bernard! ¡La tensión interna se refleja al exterior! ¡Ten la apariencia de un hombre sereno!
Pero resultaba más fácil decirlo que hacerlo. De por sí ya tenía los huesos molidos por la larga caminata y la tableta de cloruro de sodio que había tomado no hacía mucho se lleva su tiempo para reponer la pérdida de sal que había excretado por el sudor durante la mañana. Sufría además de la tensión física propia de la fatiga y también la tensión mental, mucho mayor aún de tener conciencia de que se hallaba bajando por una colina, en un mundo extraño y en dirección a una colonia erigida por seres de otro mundo, inteligentes y que no tenían ni la más leve traza de ser «humanos».
Durante unos momentos pareció que aquellos seres extraños no repararan en absoluto en los cinco hombres de la Tierra que se dirigían hacia ellos. Estaban tan ocupados con sus construcciones, que ni siquiera levantaron los ojos de sus respectivas ocupaciones. Laurance y Bernard continuaron avanzando a paso firme sin decir nada, y ya habían cubierto quizás un centenar de pasos antes de que alguno de los extraterrestres reaccionase frente a su llegada.
La primera reacción se produjo cuando un trabajador, que desataba un haz de troncos, miró casualmente hacia los terrestres.
Aquel ser extraño pareció quedarse helado, mirando sin comprender hacia el grupo que avanzaba.
Después hizo un gesto, totalmente fuera de lo humano, a un compañero que se hallaba próximo.
—Acaban de vernos —murmuró Bernard.
—Ya lo sé —repuso Laurance—. Sigamos hacia ellos.
La consternación más profunda pareció extenderse entre aquellos trabajadores de piel verde. Virtualmente habían detenido el trabajo para mirar fijamente, inmóviles, a los recién llegados. Ya más cerca, Bernard pudo apreciar sus facciones y características; los ojos eran unas cosas inmensamente saltonas que les proporcionaban el aspecto del más increíble asombro, que tal vez no sintieran en su interior.
Pronto la atención recayó sobre uno de los de piel azul. Se aproximó para ver qué era lo que había detenido el trabajo de forma tan inusitada, y después, fijándose en los terrestres, hizo un gesto de ponerse a ambos lados del cuerpo sus brazos de doble codo, lo que probablemente podía significar un genuino signo de sorpresa.
Gritó algo incomprensible a otro de piel azul para que se aproximase a la zona de los trabajos, el cual se acercó al trote tras haber oído aquel rudo grito destemplado y gutural. Con evidente precaución, los dos extraños se dirigieron hacia los terrestres, dando cada paso con exquisito cuidado y obviamente alertas ante el peligro que aquella fantástica visita podía suponer, disponiéndose a una rápida retirada.
—Están asustados de nosotros, como nosotros lo estamos de ellos —oyó Bernard que decía Dominici tras él—. Tenemos seguramente que parecerles un horror de pesadilla que desciende de la colina.
Sólo un centenar de pies separaba ya a los dos grupos. Los demás extraterrestres habían cesado de trabajar en su totalidad, dejando caer sus herramientas; se arracimaron tras los dos individuos de piel azul, mirando fijamente con lo que parecía ser evidentemente aprensión frente a los hombres de la Tierra.
El sol caía inmisericorde; la camisa de Bernard era sólo un mojado emplasto contra su piel. Se dirigió a Laurence con un murmullo:
—Deberíamos hacerles algún gesto de amistad. En caso contrario, pueden volverse demasiado asustados y dispararnos de algún modo antes de que nos hallemos del lado seguro.
—Sí, de acuerdo —repuso el Comandante. Y en voz fuerte, sin volver la cabeza, gritó al grupo—: ¡Atención todos! Levanten las manos con las palmas hacia fuera. ¡Con calma! Eso podría convencerles de que venimos con intenciones pacíficas.
Con el corazón latiéndole alocadamente dentro del pecho, Bernard levantó los brazos en la forma indicada por Laurance. Ya sólo estaban a cincuenta pies de los extraños. Los extraterrestres ya se habían detenido. Bernard y Laurance aún continuaron avanzando deliberadamente, aunque con lentitud, bajo aquel sol ardiente.
Bernard estudió de cerca a los seres de piel azul. Daban la impresión de tener una talla parecida a los seres humanos, tal vez algo mayor, sobre seis pies y dos o tres pulgadas. Sólo vestían una especie de túnica de punto, de color amarillo, como si fuese su único ornamento alrededor de la cintura. Su piel azul brillaba con el sudor, lo que argumentaba en favor de que aquellos seres de otro mundo eran metabólicamente bastante parecidos a los terrestres. Sus ojos enormes se movían fácilmente mirando a uno y otro de los componentes del grupo terrestre y en todos sentidos demostrando no sólo la curiosidad, sino una «posible disposición de visión estereoscópica.
Por lo demás, parecían no tener nariz, como tal, sino unas aberturas estrechas en el lugar de tal apéndice facial recubiertas con unas aletas móviles. La boca aparecía desprovista de labios, y el rostro en general tenía una disposición aplastada, plana, dando la sensación de que la piel la tenían estirada sobre los huesos como la de un tambor.