Cuando hablaban uno al otro, Bernard captó la rápida visión de tener unos dientes rojos y una lengua tan azul, que prácticamente parecía negra. Por tanto, diferían de los hombres de la Tierra en la pigmentación de la piel y en otros detalles más bien menores; pero su diseño físico era a bulto el mismo, como si para la vida inteligente existiese una pauta general en el Universo, aunque matizada por otros factores. De nuevo una falta de elección, pensó Bernard con un despego filosófico que incluso le sorprendió, mientras que sus piernas temblorosas continuaban avanzando. El Universo da la impresión de una libre voluntad, pero en la realidad las grandes cosas sólo tienen una sola forma de ser.
Los brazos de aquellos seres extraños le fascinaron. El doble codo parecía un dispositivo mecánico de junta universal, capaz de poder girar en cualquier dirección imaginable, haciendo de aquellas criaturas seres capaces de hacer cosas fantásticas e improbables con semejantes brazos. Una perfecta obra de ingeniería fisiológica —siguió pensando Bernard—. Ese brazo combina todas las ventajas de un tentáculo sin huesos con las de un miembro rígido. Los de piel verde se parecían mucho a los azules, sus inspectores o capataces, excepto que eran sensiblemente más cortos de talla y su cuerpo era mucho más recio y potente. La impresión de que los verdes estaban concebidos para el trabajo y los azules para dirigirles era obvia.
Apareció un tercer tipo azul, cruzando diagonalmente desde la parte del establecimiento en construcción a reunirse con sus dos colegas. Los tres extraterrestres aguardaron inmóviles como estatuas de piedra, registrando en sus extraños rostros la impresión de una invasión imprevista. Cuando estuvieron ya a sólo diez pies de los extraños, Laurance se detuvo.
—Adelante —murmuró a Bernard—. Comuniqúese con ellos. Dígales que queremos ser amigos.
El sociólogo respiró profundamente con un hondo suspiro. Se hallaba irónicamente consciente de que habían llegado hasta allí, en aquel momento, mil años de estudios profundos del folklore para acercarse a un nivel de realidad y que aquél era el momento, el primero en todos los registros de la Historia, en que un hombre de la Tierra iba a ofrecer un saludo a un ser no humano.
Se sintió un poco atacado de vértigo. Su mente comenzó a girar. ¿Qué decir? Somos amigos. Llevadnos a vuestro Jefe. ¡Saludos, hombres de otro mundo!
Aquello era difícil, no tenía precedentes, pensó. Los viejos clichés se habían hecho tal precisamente porque eran tan condenadamente válidos. ¿Qué otra cosa se supone que puede decirse cuando se hace el primer contacto con una criatura no terrestre? Así y todo, Bernard se sintió consciente de su deber, y la frase y el gesto estereotipado, como más útil, se convirtió en historia.
Se tocó el pecho y apuntó hacia el cielo.
—Somos hombres de la Tierra —dijo, enunciando cada sílaba de sus palabras con una dolorosa crispación—. Venimos del cielo. Queremos ser sus amigos.
Tales palabras, por supuesto, no significarían absolutamente nada para aquellas criaturas no terrestres y sólo unos sonidos absurdos. Pero no había excusa para dejar de decir las palabras justas a pesar de todo…
Se apuntó hacia sí mismo una vez más y después hacia el cielo. Luego, dándose golpes en el pecho, dijo:
—Yo. —Y apuntando hacia los no terrestres, teniendo cuidado de no alarmarles, dijo—: Ustedes. Yo-ustedes. Yo-ustedes amigos.
Bernard sonrió, queriendo saber para sus adentros si tal vez el mostrar los dientes podría significar un símbolo de fiero desafío para los extraños. Aquello era mucho más difícil y delicado que el encuentro de dos separadas culturas de la vieja Tierra. Al menos la misma sangre corría por las venas de un antiguo capitán inglés que por las de un pirata polinesio o un jefe de tribu africana; existía el mismo fondo de común biología y remoto origen. Pero allí no. Ningún valor aceptado previamente tenía en tales instantes la menor aplicación.
Bernard esperó y, tras él, los otros ocho hombres de la Tierra compartiendo su tensión nerviosa. Miró fijamente a los abultados ojos del azul que tenía más cercano. Aquellos seres exhalaban un olor particular, no desagradable por cierto, aunque intenso. Bernard se preguntó cómo olerían ellos respecto a los no terrestres.
Con precaución extendió la mano.
—Amigo —dijo.
Se produjo un largo silencio. Después, vacilantemente, el de la piel azul levantó la mano, dirigiéndola hacia arriba con un movimiento fácil y sorprendente. El extraño miraba fijamente a su mano como si no formara parte de su cuerpo. Bernard la miró también rápidamente: tenía siete u ocho dedos con un pulgar pronunciadamente curvado. Cada dedo mostraba una uña azul de una pulgada de largura.
El extraterrestre se aproximó y, por un instante, la dura piel de su mano tocó la de Bernard. Después la dejó caer rápidamente.
Aquel ser produjo un extraño sonido. Podría muy bien haber sido un gruñido gutural de desafío, pero a Bernard le pareció que sonaba a algo así como «ahhhmiiiggok», y así lo consideró.
Sonriendo, hizo un gesto de aprobación con la cabeza y repitió:
—Amigo. Yo-usted. Usted-yo. Amigo.
A sus oídos llegó la repetición, y esta vez era inequívoca.
—/Ahhhmiiiggok!
El extraterrestre empuñó la extendida mano de Bernard y la estrechó con fuerza. Bernard hizo una mueca de triunfo y satisfacción.
Para bien o para mal, se había realizado el primer contacto.
VII
Pasada una semana, ya pudo contarse con una especie de comunicación, aunque ruda y elemental.
Los no terrestres captaron la idea en el acto. Vieron, sin que fuese necesario ningún ruego, que uno u otro grupo tendría que aprender el lenguaje del contrario y que cuanto más pronto se hiciera, mucho mejor. No se planteó la cuestión de quién era el que aprendería la lengua del otro. Los no terrestres se expresaban en un lenguaje ampliamente modulado que implicaba variaciones en el timbre de la voz y en la intensidad, aparte, además, de las lógicas complejidades gramaticales, y resultó obvio que los terrestres habrían tenido que dislocarse las mandíbulas en el intento de reproducir aquellos chasquidos, silbidos y modulaciones del lenguaje no terrestre. Teniendo en cuenta la base fisiológica, era imposible para los hombres de la Tierra aprender el lenguaje de los extraños; por tanto, eran éstos los que tendrían que aprender el lenguaje terrestre.
Y procedieron sistemáticamente a hacerlo. Havig, como lingüista del grupo, tenía a su cargo tal misión, y durante muchas horas cada día fue fabricando una especie de charadas para demostrar y enseñar los verbos del lenguaje terrestre. A veces resultaba una labor de titán, capaz de volver loco a cualquiera, especialmente bajo el calor, que sobrepasaba los noventa grados la mayor parte del día; pero Havig, con una infinita paciencia y una tenacidad heroica, no dejó perder un momento y cargó con todo el trabajo.
—Es preciso enseñar los verbos, y el resto se aprende fácilmente —decía una y otra vez—. Los nombres no ofrecen dificultad; sólo hay que apuntar al objeto y obtener el nombre sustantivo correspondiente. Son los verbos los que es preciso enseñar primero. Especialmente los verbos abstractos.
La primera sesión se prolongó casi a las seis horas. Los tres pieles azules que parecían hallarse al frente de la colonia estaban sentados en cuclillas de forma peculiar, al parecer incómoda, con los talones rozando con la parte posterior de los muslos, mientras que Havig iba dándoles instrucciones, seguido por los terrestres que tenía a su alrededor, sudando de una forma terrible.