—¡Doblar, doblar! —Y el lingüista se volvía hacia los no terrestres, uniendo la acción a la palabra, encorvando y doblando su enorme cuerpo y repitiendo de nuevo—: Doblar.
—Do…blarrr —repetían los extraños por turno.
Parecía imposible que una lengua pudiese ser enseñada de semejante forma, pero aquellas criaturas de piel azul gozaban de una excelente memoria retentiva y Havig tomó su tarea de enseñarles como si constituyera su sagrada tarea en el Cosmos. Y para cuando el sol comenzó a ocultarse en el horizonte oeste, ya se habían establecido claramente diversos conceptos verbales clave, tales como ser, construir, trabajar, andar… Al menos, Havig esperó que hubieran quedado establecidos. Parecía que sí, pero siempre quedaba la incertidumbre.
Los extraños parecían divertidos y encantados con su nuevo conocimiento. Se tocaban el pecho y exclamaban:
—Yo… norglan. Tú… terrestre.
—Yo terrestre. Nosotros… terrestres.
—Terrestres llegar. Cielo. Estrella.
Bernard se hallaba satisfecho. Por mucho que hubiera estado en desacuerdo con las ideas fundamentales de Havig respecto a las viejas culturas terrestres, además de sus particulares ideas del neopuritanismo de la época, tuvo que admitir que el lingüista había hecho un soberbio trabajo en aquellas primeras horas.
La noche se aproximaba y el calor del día evaporábase a toda prisa. Evidentemente, aquélla era la zona del planeta en que deberían ser más sensibles los contrastes dinámicos de las temperaturas, con la columna del mercurio subiendo y bajando en una medida extrema.
—Dígales que tenemos que marcharnos. Vea la forma de preguntarles si tienen alguna clase de vehículo y que nos lleven hasta nuestra astronave —dijo el Comandante al fin.
A Havig le costó quince minutos expresar tal idea con el auxilio de diversos movimientos del cuerpo y gesticulaciones de los brazos. Los pieles azules le escuchaban atentamente, repitiendo entonces más palabras con mucha mayor facilidad. Pero no parecían comprender bien. Bernard miró la decepcionante perspectiva de otra caminata de diez millas en dirección a la astronave con el frío y la oscuridad. Pero, finalmente, pareció surgir la adecuada chispa de comprensión. Uno de los pieles azules se puso en pie al instante con un rápido y casi imposible movimiento anatómico y gritó unas órdenes a un centinela verde que aguardaba.
Momentos más tarde, tres pequeños vehículos que parecían, en conjunto, muy similares a los de todo terreno de los terrestres llegaron al punto de reunión, conducido cada uno por un piel verde. Aquellos coches parecían unos escarabajos ovales, recubiertos en el exterior por lo que parecían ser planchas de cobre, y a una velocidad máxima de unas cuarenta millas por hora aproximadamente. Los pieles verdes conducían impasiblemente sin pronunciar una palabra, siguiendo simplemente la dirección que Laurance les iba señalando. Cuando llegaron a los arroyos y cursos de agua, pasaron sencillamente sobre ellos como pequeños tanques anfibios. El viaje de vuelta al XV-ftl les llevó menos de una hora, incluso teniendo en cuenta los largos rodeos que tuvieron que hacer frente a las infranqueables zonas de bosques. Cuando los hombres de la Tierra descendieron de aquellos vehículos, la noche había caído plenamente sobre aquel mundo. Se apreciaba una terrible quietud. Todo el clamor y el estallido de la vida que les había rodeado durante el día había desaparecido por completo a aquella hora. Unas brillantes y desconocidas constelaciones de estrellas refulgían en el cielo con las más extrañas configuraciones. Y una luna estaba surgiendo por el horizonte del este, una diminuta masa de roca rojiza que tal vez no tuviera más de cien millas de diámetro, comenzando a recorrer su paso silencioso en la noche. Pero lo hacía a una velocidad ostensible que contrastaba tan vivamente a los ojos de los humanos, acostumbrados desde los principios del Tiempo y del hombre a su suave paso por el cielo de la Tierra lejana.
Los pieles verdes se marcharon sin decir una sola palabra.
Los terrestres permanecieron igualmente silenciosos al saltar por la escalera metálica a bordo de la astronave. Había sido un largo día, fatigante y exhaustivo, y Bernard no pudo recordar en qué momento se había sentido más cansado. Jamás le había agotado tanto ninguna responsabilidad académica ni ninguna otra tribulación de su vida.
Pero aun sintiendo el peso de la enorme fatiga sufrida, que pesaba sobre todos los componentes del grupo, era imposible no sentir una profunda sensación de orgullo y la satisfacción de un deber bien cumplido. La Tierra había entrado en contacto con otra raza extraterrestre en aquel día memorable, con unas criaturas de otro mundo, y se había establecido una comunicación salvando el insondable abismo que les separaba.
En el interior de la astronave, Bernard buscó a Havig con cierta mala gana, pero con un deseo interior no menos imperativo. El neopuritano ni siquiera se había aflojado el apretado cuello de su traje negro, sino que se había dejado caer sobre su litera sin desnudarse. Bernard se le aproximó. Havig tenía los ojos abiertos, pero pareció no haber reparado en la presencia del sociólogo.
—¿Havig?
La mirada del neopuritano se dirigió hacia Bernard.
—¿Qué ocurre?
Bernard vaciló, luchando interiormente ante la idea de establecer una conversación con el otro.
—Yo… sólo quería expresarle mi creencia y la satisfacción de que ha hecho usted un espléndido trabajo hoy. Hemos tenido nuestras diferencias en el pasado, Havig, pero eso no impide en absoluto que le ofrezca mi más sincera felicitación por la forma en que ha conseguido usted tales resultados en la sesión de hoy con esos extraños seres. Sé reconocer un buen trabajo allí donde se produzca.
El neopuritano se incorporó a medias. Sus ojos grises miraron directamente a los más dulces de expresión y de azul claro de Bernard.
—No busco felicitaciones por mi trabajo, Bernard. Sea lo que haya podido llevar a cabo, he hecho sólo lo que Dios, por su virtud, ha querido que haga valiéndose de mí; por tanto, no hay ningún mérito que yo pueda considerar por pequeño que sea.
—Bueno, está bien. Dios ha actuado valiéndose de usted —replicó Bernard, sorprendiéndose de sus mismas palabras—. Pero sigo creyendo que hizo usted un trabajo formidable, magnífico y…
—No merezco su alabanza, Dr. Bernard. Pero reconozco y agradezco su gesto espiritual al ofrecérmela. —Entonces sonrió levemente—. Buenas noches, Dr. Bernard. —Y Havig volvió a tenderse a todo lo largo en su litera.
Bernard parpadeó maravillado. Se había sentido contento del esfuerzo realizado para felicitar al neopuritano, cosa que había considerado como un sacrificio de su propio orgullo personal.
Y aunque su gesto no había sido recibido con una completa repulsión, era evidente que Havig lo había considerado con una ostensible indiferencia. Bernard se sintió interiormente irritado. Y comenzó a decir algo.
Dominici le interrumpió amistosamente.
—Déjele solo, Bernard. Tanto él como usted caminan sin proponérselo en la misma dirección, recta y honrada. No fuerce las cosas ahora. ¿Qué espera que le diga: sonreírle y darle las gracias? Havig no cree realmente que se merece ninguna felicitación.
—Ha podido evitarme las palabras entonces —murmuró Bernard.
Se volvió y se dispuso a dormir. Havig, con los ojos cerrados, daba la impresión de haberse quedado ya dormido. Stone estaba tomando notas en una agenda y Dominici bañándose bajo la vibro-ducha de la cabina.
Bernard se desnudó y se unió al biofísico, situándose bajo la zona vigorizadora molecular de aquel chorro de iones que limpió de su cuerpo la suciedad y el sudor del día.
—No se tome la cosa a pecho porque no correspondiese cálidamente a su enhorabuena, Bernard —dijo Dominici—. Usted hizo lo correcto al felicitarle. Y él estuvo magnífico en su actuación con esos pieles azules.