—Sí, es cierto —convino Bernard—. Este hombre es un tipo congénitamente agrio como el vinagre.
No se ha portado conmigo con la más elemental forma de cortesía humana. Es…
—Havig cree honestamente que es un simple instrumento a través del cual Dios ha actuado hoy —dijo Dominici—. Creo que es mejor que olvide lo sucedido, que no cambie de actitud y que usted le haga pensar de forma diferente. Me parece que lo mejor es que se sienta agradecido por la forma en que ha actuado hoy allá y descanse tranquilamente.
Bernard se dejó caer en su litera e intentó relajarse. Intentó alejar de su mente a Havig, preguntándose una y otra vez qué clase de hombre era y cómo podía renunciar a todas las alegrías del vivir, a todos los placeres naturales y que tan sombríamente conducía su existencia, sin sonreír apenas jamás, yendo siempre vestido de negro. No había duda de que Havig había llevado a cabo un excelente trabajo, de una indiscutible primera categoría en su especialidad; pero ¿había de veras algo moralmente nocivo en aceptar la enhorabuena que se le había ofrecido tan humanamente? Tal vez, pensó Bernard, Havig era uno de esos hombres que son incapaces de aceptar cara a cara cualquier elogio sin sentirse profundamente confundidos, y de ahí que se escondiese bajo la máscara de una autosuficiencia con que su credo le proveía.
Bernard cerró los ojos, poniéndose las manos sobre ellos. Pensó por un momento en su propia vida cómoda, la vida que había dejado atrás, la vida que era tan diferente de la de Havig, como era fácil imaginarse. No había duda de que Havig la hubiera estimado como escandalosa, blasfema incluso tal vez, al gastar una tarde oyendo música, leyendo poesías y tomando un buen brandy a sorbos, cuyas horas podrían muy bien emplearse en la oración, la contemplación o la puesta en práctica de acciones caritativas.
Con todo, a pesar de su rígida, disciplina, no era mejor en su especialidad que Bernard en la suya; ni aun tomando en cuenta toda la indulgencia de Bernard, no era peor en su campo que Havig en el de la lingüística. Soy un hombre de vida fácil y hedonista; quizás un poco egoísta incluso, pero soy un buen hombre en mi campo de trabajo intelectual. Como Havig en el suyo, excepto cuando comienza a mezclar la propaganda con sus conclusiones. Para cimentar una cultura era indispensable tomar todo un completo espectro en mil matices con sus hombres correspondientes. Ponderó a Havig, queriendo saber qué es lo que había motivado su preocupación respecto a él, si era un fanático o si en él existía algo más y distinto.
Tras un rato, Bernard se quedó dormido.
Cuando despertó, lo hizo de mala gana. Nakamura se hallaba sobre su litera sacudiéndole sin contemplaciones.
—Es hora de levantarse, Dr. Bernard. — El sociólogo miraba fijamente al miembro de la tripulación, un tanto adormilado—. El Comandante Laurance dice que, por hoy, ya han dormido ustedes bastante.
El Comandante tenía, efectivamente, razón sobre el particular, tuvo que admitir Bernard; un vistazo al reloj le dijo que había dormido algo más de once horas. Pero le parecía sentir todavía la cabeza llena de telerañas, y tuvo que hacer un esfuerzo restregándose los ojos, como un chico, para sentirse completamente despierto.
Hacía ya una hora que había salido el sol. El día en aquel planeta era de veintiocho horas de tiempo absoluto con respecto al de la Tierra, más veintiocho minutos. Todavía soñoliento, Bernard se reunió con los demás para tomar el desayuno.
Laurance ya había dispuesto que se sacaran de la astronave los vehículos todo terreno. Al acabar el desayuno ordenó:
—Nos dividiremos en dos grupos. Clive, pilotará usted el número uno y le acompañarán Havig y Stone. Yo iré en él también. Hernández, tome usted el segundo, llevando a Bernard, Dominici, Peterszoon y Nakamura.
El viaje de ida al establecimiento extraterrestre les llevó aproximadamente una hora. Cuando los hombres de la Tierra llegaron a la colonia norglan comprobaron que la escena se parecía en mucho a la vista el día anterior; los constructores trabajaban frenéticamente como un enjambre de hormigas, con su fiera energía sin decaer lo más mínimo. Los tres pieles azules, que se habían hecho cargo de aprender el lenguaje terrestre, se aproximaron para saludarles, exhibiendo todo un vocabulario ya aprendido a guisa de saludo:
—Yo-ustedes. Viajar. Venir. Aquí. Nosotros-norglans. Ustedes-terrestres.
Bernard sonrió. En aquel momento la conversación tenía su tinte irónico, pero teniendo conciencia de que aquella especie de lenguaje casi silábico y elemental ya constituía un logro impresionante. Y sólo era el comienzo.
Tras otras tres horas de instrucción, un par de pieles verdes aparecieron un tanto vacilantes llevando una bandeja repleta de alimentos en unos platos amarillos y que aparecían a rebosar con una especie de filetes de carne de buen olor y unas botellas en forma de jarras de espesa arcilla curiosamente diseñada, con una especie de vino negro. Havig miró incierto al Comandante, quien le dijo:
—Rehúselo tan cortésmente como le sea posible. No tocaremos nada de eso en tanto Dominici no tenga la oportunidad de efectuar un análisis de esos alimentos.
El alimento fue cortésmente rechazado. Los hombres de la Tierra sacaron sus propios alimentos y Havig explicó de la mejor forma posible que podría no ser bueno para ellos el alimento norglan. Los extraterrestres parecieron comprender perfectamente la sugerencia al respecto.
Durante aquel día y el siguiente y el otro, Havig trabajó sin tomarse un momento de respiro, mientras que los hombres de la Tierra estaban aguardando, siendo de más o menos utilidad, excepto en sugerir una especie de charadas hechas con nuevos verbos. Bernard encontró aquellas lecciones tremendamente fatigantes, como para acabar con toda su paciencia. Había muy poco que pudiera hacer, excepto seguir expuesto a aquel sol terrible y contemplar el trabajo de Havig.
Aquel trabajo era increíble. Al quinto día, los norglans ya sabían reunir y expresar una serie muy plausible de frases y sentencias, manejando alrededor de quinientas palabras. Y aunque farfullaban se equivocaban o eventualmente las confundían u olvidaban alguna vez, resultaba evidente que eran unas criaturas dotadas de un fantástico poder de asimilación y de rápido aprendizaje. De cada seis palabras, cinco iban resultando bien hilvanadas y comprensibles. Y naturalmente, cuanto más amplia resultaba su riqueza de vocabulario, más fácil era seguir aprendiéndolo.
Al llegar el séptimo día, suficiente ya para una mutua comprensión y entendimiento, se iniciaron las negociaciones. La primera cuestión de la orden del día era establecer un lugar donde reunirse; el permanecer sentados por el suelo al aire libre con todo aquel frenético movimiento a su alrededor en la colonia no constituía ciertamente el lugar ideal. A. sugerencia de Havig, los norglans erigieron una tienda en medio de la zona de la colonia, en cuyo interior tuvieron lugar las futuras discusiones.
Cuando fue terminada la tienda, los hombres de la Tierra sonrieron aliviados. Una semana en aquel planeta les había quemado ya y tostado bien la piel. A los extraterrestres no parecía importarles mucho; sudaban, pero evidentemente su pigmentación les protegía de cualquier posible daño en sus tejidos celulares. Bernard, por otra parte, tenía el aspecto de una langosta. Dominici había comenzado a broncearse la piel y los demás miembros del grupo terrestre sufrían en más o en menos las molestias propias de su exposición a aquel ardiente sol.
Las negociaciones comenzaron en la mañana del noveno día. Stone, según habían decidido, no tomaría la palabra, dejando a Havig ser el portavoz del lenguaje convenientemente. Bernard haría las observaciones de tipo cultural y sociológico, Dominici las propias de la biofísica y de tal forma, los terrestres llegarían a un mejor entendimiento. El Tecnarca había elegido a sus hombres cuidadosamente.