En el interior de la tienda, se había dispuesto una mesa rudamente construida de madera. Los extraterrestres se quedaron en pie, al parecer no tenían la menor necesidad de asientos. Los terrestres, en el lado opuesto, adoptaron una posición de sentados con las piernas cruzadas. Havig comenzó:
—Este hombre de la Tierra se llama Stone. Él os hablará hoy.
El mayor en estatura de los tres norglans, quien se había identificado a sí mismo como Zagidh, sin que pudiera saberse si tal palabra significaba su nombre propio, o un título de dignidad o categoría, tomó la palabra.
—¿Ser piedra? ¿Yo tocar?[13].
Una mano de ocho dedos se alargó y agarró fuertemente el brazo de Stone. El diplomático se sintió alarmado por unos instantes; pero después le sonrió al norglan, estrechando a su vez el brazo extendido.
Zagidh soltó su mano y se quedó mirando fijamente a Stone.
—Stone, ser dura. Él no ser duro.
—Stone es una marca; no una descripción —explicó Havig.
El extraterrestre pareció embrollado durante unos momentos. Dominici murmuró:
—Tienes que echarle la culpa a tu nombre, Stone. Puede que nunca salvemos este punto porque no estás hecho de granito.
A Havig le llevó diez minutos explicar convenientemente la dificultad surgida y el que Zagidh pudiera entenderlo. Bernard pensó, que si un detalle tan poco importante les había proporcionado, de entrada, tal dificultad, ¿qué iba a ser el resto de las negociaciones?
Stone se lanzó con calma, procurando pronunciar las palabras lentamente y ayudado por Havig, a establecer un bosquejo fundamental de las negociaciones; pero tuvo éxito al fin, quedando bien entendido lo siguiente:
La Tierra era el núcleo de un Imperio Colonial.
El mundo de los norglans, donde quiera que estuviese, era un centro similar de expansión por el Universo.
Que era inevitable que alguna especie de conflicto resultaría entre dos sistemas planetarios en dinámica expansión.
Que, en consecuencia, era vital que allí y en aquel momento, se decidiese qué parte de la Galaxia debería ser reservada para los norglans y cuál para los terrestres.
Zagidh y sus compañeros, conferenciaron en su misterioso lenguaje respecto a aquellos cuatro puntos, y parecieron dar muestras de un completo entendimiento de lo que aquello significaba. Hubo una breve y férvida discusión entre los tres norglans, finalmente. Después el norglan situado a la izquierda de Zagidh hizo ademán de marcharse y los otros dos le siguieron, sin que antes Zagidh hiciera una extraña mueca que parecía ser adecuada a una declaración de mucha importancia. Con voz lenta y clara, dijo:
—Esto ser cuestión importante. Yo-nosotros no tener gran autoridad. Ustedes-nosotros no poder hablar más ahora. Otros-nosotros venir.
Aquellas frases parecieron haber agotado al norglan. La lengua se le enrolló en la boca y jadeó por el esfuerzo realizado. Se marcharon, dejando solos a los hombres de la Tierra.
VIII
—¿Qué creen ustedes que significa esto? —preguntó Stone sintiéndose incómodo. Hacía ya media hora que los norglans habían abandonado la tienda. Unos cuantos curiosos de piel verde habían pasado de tanto en tanto, lanzando rápidas miradas a los hombres de la Tierra; pero sus capataces de piel azul les habían gritado enérgicamente para que volvieran al trabajo y desde entonces, ya no habían vuelto a molestar más a los terrestres.
—Es evidente que Zagidh y sus amigos se han dado cuenta de que se las tienen que ver con algo demasiado grande para solucionarlo por sus propios medios —opinó Bernard—. Supongamos que ustedes fuesen unos administradores coloniales, ocupados en construir edificios y en hacer prospecciones de agua y que de pronto, se dejan caer del cielo unos seres extraños que les proponen una discusión para repartirse el Universo. ¿Se sentarían ustedes a redactar un tratado, por su sola cuenta… o darían cuenta al Arconato con la mayor rapidez que les fuese posible?
—Sí… sí, por supuesto —dijo Stone—. Han tenido que acudir a sus altas autoridades, quienes sean. Pero… ¿cuánto tiempo se llevará el asunto?
—Si dispusieran de algo parecido a la transmateria, no les llevaría apenas nada —dijo Dominici—. Si no…
—Si no —intervino Bernard—, la cosa va para largo, me temo.
Todos quedaron en silencio. Bernard salió de la tienda y echó un vistazo por los alrededores. El trabajo continuaba como siempre, sin descanso. Aparentemente, los norglans no eran gente dispuesta en ningún caso a perder el tiempo.
No quedaba nada que hacer, sino esperar. Bernard se sintió irritado interiormente. Aquella misión era una lección de primera clase en cuestión de educar la paciencia. Laurance y sus hombres continuaban sentados calmosamente en un rincón, sin participar para nada en las deliberaciones, sino sencillamente cumpliendo con su misión de ver transcurrir los minutos y el tiempo, con el temple propio de los astronautas. Havig, con su autodominio neopuritano, no mostraba la menor apariencia externa de inquietud ni de impaciencia.
—¿Se ha traído alguien un juego de hacer pirámides con dados? —preguntó Dominici—. Podríamos entretenernos mientras…
—Ofenderíamos a Havig —opinó Stone—. A ellos no les gustan los juegos.
—Esas artificiosas alusiones me cansan —repuso Havig sonriendo ligeramente—. ¿Acaso me interfiero yo en sus actividades? Yo vivo por las normas de mi propia conducta…, pero no creo haber mantenido nunca que sigan ustedes el mismo ejemplo.
Bernard se mordió los labios. Se halló a sí mismo envidiando el poderoso autodominio que poseía Havig. Al menos, el lingüístico, sabía quedarse sentado sin moverse, inmóvil, tan inmóvil y con la misma calma que los astronautas, esperando que transcurrieran aquellas horas de incertidumbre.
Ya habían transcurrido tres horas desde que los norglans se habían marchado tan abruptamente. Estaba ya mediada la tarde, un calor terrible caía sobre la zona de trabajo de los pieles verdes; pero a éstos no parecía importarles gran cosa. Dentro de la tienda, el aire estaba insoportable, tórrido y casi irrespirable y por dos veces Bernard luchó desesperadamente con la tentación de vaciar de un trago el contenido de su cantimplora. Pero se la fue racionando, un trago ahora, otro después y así de un cuarto de hora de vez en vez. Sólo para mantener al menos la garganta sin resecarse como la estopa.
—Esperaremos hasta la puesta del sol —advirtió el Comandante—. Si no vuelven para entonces, nos volvemos a la nave y lo intentaremos mañana de nuevo temprano. ¿Qué le parece, Dr. Bernard?
—Una sugerencia tan buena como otra cualquiera —convino el sociólogo—. La puesta del sol es una hora normal para interrumpir cualquier reunión. No creo que encuentren razón alguna para sentirse ofendidos si nos marchamos.
—Pero…, ¿y lo que se nos ofende a nosotros? —dijo Dominici un tanto exaltado—. Esos condenados pieles azules se limitan a marcharse sin decir una palabra y a dejarnos aquí horas y horas. ¿Por qué diablos tenemos que preocuparnos de sus formas de sentir o pensar, cuando nos dejan así?
—Porque nosotros somos hombres de la Tierra —dijo Bernard—. Tal vez ellos no tengan los mismos conceptos en relación con la cortesía. Quizás hayan actuado de la forma más natural para su especie al abandonarnos en esa forma. No podemos juzgarlos a ellos por nuestras propias normas de conducta.
—Ustedes, los sociólogos, parecen creer que nadie puede ser juzgado por cualquier tipo de conducta —insistió Dominici—. Todas las cosas son relativas, ¿no es cierto? Según eso, no debe haber ninguna conducta determinada. Simplemente, pautas individuales de comportarse. Bien, yo digo…
13