—Ustedes construyen aquí —dijo Stone—. Nosotros allí. Nosotros continuamos estableciendo nuevos mundos. Pronto esto va a ocurrir…
Stone lo bosquejó gráficamente. Dos de aquellos trazos se encontraron, cruzándose. Otros se entrecruzaron igualmente.
—Nosotros llegamos y alcanzamos el mismo territorio. Nosotros luchamos sobre este mundo o sobre aquél. Entonces habrá guerra entre terrestres y norglans. Y allá habrá muerte. Destrucción.
Skrinri y Vortakel miraron fijamente al diagrama dibujado sobre el suelo como si fuese la simbología de algún complicado rito. Sus rostros sin carne, no dejaban traslucir ninguno de los pensamientos que bullían en sus mentes. Los terrestres esperaron, silenciosamente, sin atreverse apenas a respirar.
Fue Vortakel quien dijo lentamente:
—Esto no debe suceder. No tiene que haber guerra entre los hombres de la Tierra y los norglans.
—No tiene que haber guerra —repitió Stone.
Bernard se inclinó un poco hacia adelante, abandonando un poco su papel de espectador; pero tan tenso como si estuviera llevando a cabo las negociaciones y no Stone. A despecho del frío y el hambre, sintió en su pecho el resurgir de un sentimiento de triunfo. Los extraterrestres habían comprendido; había existido una comunicación en ambos sentidos; los embajadores norglans se daban cuenta exacta de los graves peligros de la guerra. El conflicto tenía que ser evitado. Los senderos de la expansión del Imperio deberían ser desviados de una posible colisión entre mundos distintos.
—Necesitamos elegir el camino de la paz —dijo Stone—. Los jefes norglans y terrestres se encontrarán. Dividiremos las estrellas entre nosotros. —E hizo una pausa para que los embajadores norglans comprendiesen bien lo que significaba dividir—. Trazaremos una línea— continuó Stone, recargando el énfasis de sus palabras al dibujar una frontera entre las dos esferas de la dominación universal, y borrando las líneas norglans que se entrecruzaban con las terrestres y éstas con respecto a las de los norglans. Stone sonrió:
—Todos estos mundos —dijo, haciendo un amplio gesto hacia la parte izquierda del dibujo—, serán norglans. Ningún establecimiento terrestre se construirá allí. Y a este lado —e indicó el dominio de la Tierra—, ningún norglan vendrá. Estos mundos serán para la Tierra.
Y esperó alguna respuesta de los norglans.
Los extraños permanecieron en silencio, mirando con ojos inteligentes al dibujo trazado sobre el polvo del suelo. Tomando su silencio por falta de entendimiento, Stone repitió la misma sugerencia.
—Sobre este lado, todos los mundos serán de la Tierra. Sobre este otro, todos de los norglans. ¿Comprenden ustedes?
—Nosotros comprender bien —repuso Skrinri lenta y pesadamente.
El viento sopló con furia sobre la tienda, batiendo con fuerza el trozo de lona de la entrada de un lado a otro. Abandonando la posición que hasta entonces había mantenido con tan poco esfuerzo, Skrinri se dirigió, en pie, hacia el diagrama de Stone.
Plantando cuidadosamente un pie desnudo sobre las líneas trazadas, el norglan borró la frontera que Stone había trazado como delimitación de los sectores norglan y terrestre. Después, arrodillándose, Skrinri fue haciendo desaparecer con los dedos cada uno de los trazos dibujados por Stone como expansión propia de la Tierra a partir de la esfera de dominio supuesta.
Momentos antes de hablar Skrinri, Martin Bernard adivinó en el acto lo que el norglan iba a decir. Una mano fría pareció apretar la garganta del sociólogo. El triunfo sentido hacía un instante, se desvaneció como una débil llamita. La voz de Skrinri era concisa, grave y sin el menor matiz de malicia. Hizo un amplio gesto con ambas manos como si con ellas quisiera abarcar la totalidad del Universo.
—Norglans construir colonias. Nosotros expandir. Ustedes… hombres de la Tierra han ocupado ciertos mundos. Pueden guardar esos mundos. No los tomaremos. Otros mundos pertenecerán a los norglans. No tenemos nada más que hablar.
Con una dignidad silenciosa, los dos norglans salieron de la tienda. En el silencio que siguió, producto de un verdadero golpe de sorpresa, el viento parecía silbar con un gesto de burla.
Otros mundos pertenecerán a Norgla. Perplejos, los nueve hombres de la Tierra, se miraron pálidos, unos a otros; ninguno había esperado aquello.
—¡Eso es una fanfarronada!—exclamó finalmente Dominici—. ¿Querer limitar nuestros propósitos presentes? ¡Eso no puede ser!
—Tal vez puedan hacerlo —opinó Havig, con calma—. Quizás esto sea el final del sueño de nuestra colonización galáctica. Y es posible que sea una bendición de Dios revelada bajo ese disfraz. Vamos, ya no tenemos nada más que hacer por hoy.
Los hombres de la Tierra fueron saliendo de la tienda uno tras otro, a la oscuridad de aquel planeta extraño, y azotados por la hostilidad de aquel viento frío y despiadado.
IX
La mañana llegó con lentitud. La pequeña luna rojiza pasó con prisa a través del cielo nocturno del planeta; las constelaciones desconocidas fueron borrando su configuración celestial desvaneciéndose con la proximidad de las primeras luces del nuevo día. La oscuridad fue cediendo paso a los tintes grises del alba y el frío de la madrugada a la tibia temperatura del amanecer. Los hombres del XV-ftl, comenzaron sus trabajos de rutina. Nadie había dormido aquella noche a bordo de la astronave. Las luces habían permanecido encendidas hasta el amanecer, mientras que los hombres de la Tierra, demasiado afectados por la situación como para haber dormido, habían argumentado sin descanso los diversos aspectos de la situación.
—No deberíamos haberles permitido que se fueran de esa forma —dijo Stone hondamente preocupado, con las manos cubriéndose las mejillas—. Se marcharon como dos príncipes que nada tienen que decir a un puñado de plebeyos: deberíamos haberles obligado a quedarse con nosotros, y hacerles saber claramente que la Tierra no iba a escuchar semejantes absurdos.
—Pueden ustedes conservar esos mundos —repitió Dominici, remedando a los norglans con tono sardónico—. Todos los otros mundos pertenecen a Norgla. ¡Como si fuéramos unos gusanos!
—Quizás sea la voluntad de Dios que la expansión del hombre por los cielos llegue a detenerse —sugirió Havig—. Los norglans pueden haber sido enviados como recordatorio de que el orgullo está lleno de pecado y que existen límites, más allá de los cuales, no debemos continuar.
—Está usted asumiendo que los norglans constituyen por sí mismos un genuino límite —dijo Bernard—. Yo no creo que lo son. No creo tampoco que su tecnología sea capaz de evitar que quedemos reducidos a nuestra presente esfera de influencia. A mí me han parecido unos fanfarrones.
—Yo también lo creo igual —opinó Dominici—. Lo que he visto de su ciencia, no me ha impresionado en absoluto. Tienen astronaves y alguna forma de transmateria; pero nada que sea cualitativamente avanzado sobre lo que nosotros ya poseemos. En una guerra, podríamos muy bien hacerles frente y derrotarles. Estoy seguro.
—Pero… ¿por qué una guerra? —intervino Havig—. ¿Por qué no aceptar lo convenido y mantenernos dentro de nuestros propios límites? —Y contestó inmediatamente a sus propias preguntas interrumpiendo la salida de tono que Dominici estaba a punto de producir—: Ya sé. No aceptamos límites, porque somos hombres de la Tierra y en cierta forma misteriosa, los hombres recibieron un mandato divino de expandirse a través de todo el Universo. Ninguno de ustedes presta atención a lo que estoy diciendo, por supuesto —continuó con una triste sonrisa—. Piensan que soy un religioso maniático, y a sus ojos, supongo que debo parecerlo. Pero, ¿es que resulta tan extraño el ser un poco humildes, caballeros? El retirarse y quedarse en nuestras fronteras y decir: «hasta aquí debemos llegar». Cuando la alternativa es una guerra sangrienta y destructora, ¿es acaso una cobardía el elegir la vía de la paz?