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Bernard le miró con atención.

—Comprendo toda la fuerza que hay en sus manifestaciones, Havig. Ninguno de nosotros quiere una guerra con esta gente, y tal vez no sea el destino del hombre el colonizar la totalidad del Universo. No puedo dar una respuesta de lo que es o no es nuestro destino. Pero sí sé lo bastante de la psicología como para conocer a esas gentes, por extrañas que nos parezcan y que realmente son respecto a nosotros. Por ahora, son tolerantes, en una especie de forma señorial, dejándonos que mantengamos nuestro pequeño imperio, supuesto que les dejemos todo el resto para ellos. Pero esa tolerancia no continuará por siempre. Si todo el resto del Universo se pasa a manos de los norglans, cualquier día volverán sus ojos codiciosos hacia nosotros y decidirán barrernos de la Historia. Si ahora les dejamos el camino expedito, no hacemos más que invitarles a que nos exterminen más tarde. Havig, maldita sea, hombre, ¡hay mucha diferencia entre ser humildes y convertirse en unos borregos suicidas!

—Así, ¿cree usted que deberíamos declarar la guerra a los norglans? —preguntó el lingüista.

—Creo que deberemos volver hoy con ellos y hacerles saber que no estamos dispuestos a que nos traten a su capricho. Rechazar ese ultimátum. Es muy posible que ésa sea la forma más simple de su extraña forma de negociar: comenzar con una absurda petición y ceder después hasta llegar a un compromiso.

—No —dijo entonces Dominici—. Quieren la guerra. Se ve que la están deseando. Bien, ¡se la daremos! Digámosle a Laurance que nos marchamos de aquí de vuelta a casa. Pondremos toda la cuestión en manos del Arconato y esperemos que suene el primer disparo.

Stone sacudió lentamente la cabeza. —Bernard tiene razón, Dominici. Debemos volver e intentarlo de nuevo. No podemos volver a casa con los pies fríos y la cabeza caliente, o presentarnos como perros con el rabo entre las piernas, como le gustaría a Havig. Lo intentaremos de nuevo hoy.

Se abrió la puerta de la cabina y entró el Comandante. Le seguían Clive y Hernández. Ellos también habían pasado la noche en vela, a juzgar por la palidez de su semblante y las ojeras que mostraban todos. Laurance hizo un esfuerzo para sonreír.

—Es casi ya amanecido. Veo que no han dormido ustedes mucho.

—Hemos estado discutiendo de si ir o no, e intentar una nueva conferencia con los norglans —repuso Bernard.

—¿Y bien? ¿Cuál es la decisión? —No estamos seguros. En realidad, nos hallamos divididos a tal respecto.

—¿Cuál es el punto de desacuerdo? —preguntó Laurance.

—Creo que es llegada la hora de que la humanidad reflexione —dijo Havig con una sonrisa en son de excusa—. Nuesto amigo Dominici quiere volver a la Tierra; pero por razones contrarias. No piensa que valga la pena volver a conferenciar con los norglans.

—¡No entiende lo que digo! —restalló Dominici—. Han mostrado bien a las claras que temen a la guerra. Nosotros debemos mostrarles que…

—Me gustaría guardarme mis objeciones para otra sesión —repuso Havig con su temple acostumbrado—. Hay algo en mi interior que me sugiere que ir a la Tierra ahora, nos llevaría a una guerra. Yo estoy del lado del Dr. Bernard y del Sr. Stone. Hablemos de nuevo con los norglans.

Como si buscara un aliado, Dominici miró fijamente a todos con incertidumbre. Todos los ojos estaban posados en él en aquel momento. Tras un momento, frunció el entrecejo y dijo de mala gana: —Está bien, supongo que todos ustedes están de acuerdo. Pero no va a llevarnos a ninguna parte el hablar con ellos otra vez.

—¿Está decidido, pues? —preguntó el Comandante—. ¿Nos quedaremos otro día?

—Sí —dijo Bernard—. Al menos, otro día. El desayuno fue una comida incómoda; tras toda una larga noche de discusiones y debates, nadie, prácticamente, tenía apetito. Bernard se fue tragando los alimentos preparados por Nakamura, más por obligación de alimentarse que por sentir apetito. Tenía el rostro macilento y ojeroso. Después se miró al espejo y se sorprendió de verse allí reflejado. Su cara había perdido toda su animada expresión. Mal afeitado, macilento y con los ojos hundidos, resultaba una visión poco agradable. Tal vez, su falta de energías y su aplomamiento, se pudiera deber a la gravitación en aquel planeta, que era una fracción mayor que la de la Tierra. Pero las causas principales, se debían, a la fatiga y a la desilusión.

Se encaminaron una hora después de salir el sol, hacia el establecimiento colonial de los norglans. El calor comenzó muy pronto a dejarse sentir. Las plantas que habían recogido sus hojas durante la noche, ya las desplegaban a la caricia del sol del nuevo día. Por todas partes, en aquel mundo virginal, la vida parecía florecer en todos sus aspectos como en una eterna primavera. Sólo en el valle en que los norglans acampaban, la belleza natural de aquel mundo encantador se veía afeada por la actividad de la civilización.

Y aquella colonia norglan, pensó Bernard, era el centro de una plaga desde el cual podría extenderse en todas direcciones la corrupción de la civilización, hasta que cualquier día, cada pulgada de aquella tierra virgen, tuviera que servir a los propósitos de sus colonizadores. Algún día, aquel mundo fresco y lujuriante en su prístina belleza natural, sería como la Tierra, civilizada hasta la última micropulgada de terreno. Bernard sacudió lentamente la cabeza en sus íntimas reflexiones. Havig estaba equivocado; era insoportable pensar en retirar los límites fronterizos de la esfera de dominio de la Tierra y abandonar un Universo completo e inmenso de mundos vírgenes a los norglans. Ya que llegaría el momento en que los nuevos mundos del sistema terrestre se convertirían en viejos y gastados, habría rascacielos en Betelgeuze XXIII y el sistema terrestre herviría de vida, sin lugar a donde ir, ya que todo sería del dominio de los norglans.

¡No!, pensó Bernard. Mejor condenar a ambos imperios a reducirse a cenizas, que entregar a los futuros descendientes del Hombre, en su derecho a nacer, en manos de los norglans.

El día era caluroso para cuando los vehículos terrestres llegaron a los arrabales del establecimiento norglan.

Los pieles verdes continuaban trabajando sin la menor señal de fatiga. Toda una enorme hilera de viviendas estaba siendo comenzada. Los norglans construían como si la velocidad con que erigían su colonia fuese una cuestión vital.

Los hombres de la Tierra irrumpieron juntos en el centro de la colonia, con Bernard, Laurance y Stone a la cabeza del grupo. Los pieles verdes habían perdido todo interés en su presencia, y seguían trabajando continuamente sin mostrar la menor señal de curiosidad. Pero un piel azul, a quien Bernard reconoció como a Zagidh, les salió al encuentro.

—Han vuelto ustedes —les dijo de plano.

—Sí. Queremos hablar con Skrinri y Vortakel de nuevo —dijo Stone—. Dígales que estamos aquí.

Zagidh hizo un extraño gesto con sus brazos de doble codo.

Los kharvish se han ido.

—¿Ido? '

—Nosotros-ellos dijimos nosotros-yo no hablar ustedes-ellos de nuevo.

Stone frunció el ceño, embarullado por la complejidad de la versión del piel azul en su lenguaje terrestre.

—No hemos terminado de hablar con los kharvish. Tráigalos como hizo usted ayer.

Los brazos de Zagidh repitieron sus extraños movimientos.

—Yo puedo no hacer eso. Ellos no querer hablar a ustedes-ellos otra vez.

Desde la retaguardia del grupo, llegó la amarga voz de Dominici.

—Entregaron su ultimátum y se han marchado. Creo que estamos perdiendo el tiempo parloteando con ese cara azul. ¿Es que no está la cosa bastante clara?