—Calma —le advirtió Bernard—. No nos rindamos tan pronto.
Pacientemente, Stone intentó varias formas de aproximación. Pero el resultado fue siempre el mismo. Skrinri y Vortakel se habían marchado de vuelta al planeta patrio, ya nada tenían que hablar ni decir a los hombres de la Tierra. Y no, Zagidh no volvería a llamarlos por segunda vez. ¿Por qué tendría que hacerlo? La postura estaba clara como la luz del día. Skrinri había ordenado a los hombres de la Tierra no colonizar más nuevos mundos. ¿Acaso es que semejante declaración requería más explicaciones? —preguntó Zagidh.
—¿No ve usted que esto puede significar la guerra entre Norgla y la Tierra? —exclamó Stone exasperado—. Criaturas inocentes van a morir por causa de su testarudez. Tenemos que hablar de nuevo con los kharvish.
Zagidh hizo uno de sus inverosímiles gestos con los brazos pero esta vez con más rapidez, denotando una evidente irritación.
—Yo decir palabras que me han dicho. Ahora necesitar construir. Ustedes marchar. Los kharvish no volver.
Y con un gesto final de los brazos de doble codo, Zagidh dio media vuelta e instantáneamente comenzó a dar instrucciones a grito pelado a un grupo de pieles verdes que marchaban próximos, cargados con unas pesadas cajas de equipo o herramientas. Los hombres de la Tierra, ignorados, se quedaron sin saber qué partido tomar a pleno sol, mientras que aquel incesante trabajo de colmena continuaba a su alrededor.
—Creo que la cosa va en serio —dijo Bernard—. No parece que esto tenga remedio. Es posible que estén fanfarroneando; pero lo hacen de firme.
—¡Puff! ¡Los grandes señores no se quieren molestar en hablarnos! —gruñó Dominici—. ¡Marchaos, hombrecitos de la Tierra! ¡No nos molesten! ¡Están provocando la guerra!
—Tal vez sea eso lo que quieren —repuso Bernard—. O quizás se imaginen que somos unas obedientes criaturas insignificantes que nos volvamos a casa para quedarnos dentro de las fronteras que ellos nos permiten tener…
—Esto nos viene como un castigo por nuestro orgullo —dijo Havig—. Estuvimos en el Universo solos por demasiado tiempo. En la soledad, un hombre desarrolla una extraña fantasía hacia el poder… fantasías que se caen por su base cuando sabe que ya no está solo.
—Bien, caballeros, supongo que debemos volver a la Tierra —dijo con calma el Comandante—. ¿O quieren todavía decir algo a Zagidh antes de que nos vayamos?
Bernard sacudió la cabeza negativamente.
—No hay nada que podamos decirle más.
—Sí, creo que debemos marcharnos. Hemos llegado a un callejón sin salida. El Arconato tendrá que decidir qué va a suceder… y no nosotros —opinó tristemente Stone.
El grupo se volvió hacia los vehículos y comenzó a alejarse de la colonia norglan. Volviendo la cabeza hacia atrás, Bernard comprobó que nadie se preocupaba de observar su partida. Aquello le tenía totalmente sin cuidado a todos los norglans.
Viajaron de vuelta a la astronave a través de las onduladas colinas y las praderas, por el sendero ya casi bien formado y en silencio. Bernard sentía que su corazón era un pedazo de frío plomo contra sus costillas. Se estremeció pensando en lo que tendría que decirle al Tecnarca a pocos días fecha. McKenzie se pondría furioso; quizá la galaxia ardería en una guerra espantosa tan pronto como las naves del modelo superlumínico estuviesen dispuestas en suficiente número.
—Así… creo que iremos a la guerra —dijo Stone, al fin—. Y ni siquiera sabemos realmente, contra quién tendremos que luchar.
—Ni ellos saben tampoco quiénes somos nosotros —hizo resaltar Laurance—. Seremos como unos ciegos que luchan en la oscuridad. Nuestro principal objetivo será el hallar Norgla y el suyo localizar la Tierra.
—¿Y si no disponen de naves superlumínicas? —apuntó Bernard. No estarían en condiciones de llegar a la Tierra; pero nosotros sí que podríamos atacarles de firme.
—Hasta la primera ocasión en que capturen una de nuestras astronaves —comentó Laurance—. Tienen que disponer de la propulsión superlumínica. De otra forma, no creo qué se arriesgasen a una guerra tan a la ligera.
Desde la parte delantera del vehículo, Clive soltó una risita burlona.
—Es curioso… —dijo—. Hemos podido seguir como estábamos durante miles de años sin haber caído jamás cerca de esos norglans. Si no hubiésemos construido el XV-ftl, y si no hubiese dado la casualidad de haber tomado contacto con un planeta colonizado por ellos, y si el Tecnarca no hubiese decidida negociar por adelantado el conflicto…
—Esos son muchos síes —comentó Bernard.
—Pero son todos válidos —protestó Clive—. Si nos hubiéramos ocupado de nuestros propios asuntos y expandido a un ritmo normal, nada de todo esto hubiera ocurrido.
—Lo que dice su subordinado está muy cerca de la traición —dijo Stone al Comandante.
—Déjele que hable —repuso el astronauta con un encogimiento de hombros—. Ya hemos encuchado a los Arcontes y ¿a dónde nos están llevando? Precisamente al mismo problema de la guerra que el Arconato se propuso abolir al establecerse, por tanto…
—¡Laurance! —restalló Bernard. El Comandante sonrió con calma.
—¿Cree también que estoy hablando como un traidor? Muy bien, cuélguenme en el árbol más cercano al de Clive. Pero ésta será la guerra que tendrá que afrontar McKenzie ¡por el Espacio! Y se gane o se pierda, lo más seguro es que el Arconato se vaya al cuerno.
X
Las palabras desafiantes de Laurance permanecieron en la mente de Bernard, mientras que éste se dirigía hacia su cabina preparándose para el despegue. No era frecuente que se oyera de nadie expresar un antagonismo tan libremente frente al Arconato, especialmente cuando aquel estallido de rebeldía procedía de un hombre de la talla de Laurance. Bernard comprobó que el pequeño intercambio de palabras al respecto, le habían excitado los nervios en mayor medida que la que era de esperar. Estamos condicionados en el amor y el respeto al Arconato, pensó. Y no nos damos cuenta de cuan profundamente se halla arraigado ese acondicionamiento mental, hasta que surge alguien que roza el problemas.
Resultaba extraño el pensar que se criticase al Arconato o a cualquier Arconte en particular. Al hacerlo así, se producía virtualmente una demostración atávica del urgente deseo de volver a los días de la terrible confusión que precedieron al Arconato. Y tal retorno a semejante situación, era, desde luego, inconcebible.
Los Arcontes habían gobernado la Tierra desde los lejanos días de la edad del espacio en sus comienzos. El Primer Arconato había surgido de la anarquía de pesadilla del siglo XXII, de la desorganización y la desesperación del género humano; trece hombres fuertes y verdaderos, habían empuñado las riendas del mando y establecido las cosas en su justo lugar. Antes del Arconato, la humanidad, dividida en nacionalidades, no había hecho otra cosa que agitarse en guerras intestinas y lanzarse unas a otras a la garganta como perros rabiosos, mientras que las estrellas esperaban en vano. Pero la invención por Merriman, de la transmateria, había hecho posible la promulgación del Arconato, con el propio Merriman como el primer Tecnarca, hacía ya cinco siglos. El hombre había aceptado el gobierno de la oligarquía y los Arcontes habían llevado al hombre hacia las estrellas.
Y, entrenando y eligiendo a sus propios sucesores, el Arconato había permanecido firme como una roca, como un cuerpo de suprema autoridad mundial, ya entonces casi tan sagrado para la Tierra como para cualquier otro planeta de su esfera de dominio. Pero Martin Bernard había estudiado muy bien la historia medieval y había aprendido que los patrones y sistemas del pasado demostraban que ningún imperio se sostenía por sí mismo indefinidamente. Todos y cada uno, a su tiempo, cometían su error fatal, para dar paso a otro sistema de gobierno.