¿Estaría a punto de terminar el ciclo del Arconato?, pensó Bernard mientras aguardaba impaciente el despegue de la astronave. Un mes atrás, semejante idea ni siquiera se le hubiera ocurrido. Pero quizás McKenzie —uno de los más grandes Tecnarcas desde Merriman, admitido por todos—, se había sobrepasado a sí mismo, había cometido el pecado que los griegos denominaban con la palabra hybris, al empujar a los hombres a romper las fronteras del límite de la velocidad. Aquel empuje desmedido y soberbio de McKenzie en el espacio interestelar, llevaría ahora la amenaza de una guerra devastadora a la Tierra, guerra que pulverizaría la paz de cinco siglos, con todos los logros adquiridos con su beneficio, aniquilando de paso en su caída, al Arconato, que pasaría al limbo del olvido con otros sistemas de gobierno y de suprema autoridad del hombre desde hacía ocho mil años.
Nakamura entró en la cabina.
—El Comandante Laurance, dice que estamos dispuestos a partir. ¿Están todos dispuestos en las literas de aceleración?
Hacia casa como un puñado de perros apaleados, reflexionó Bernard para sí. Comprobó los cinturones de seguridad y esperó la partida.
La señal llegó momentos después. Con sus estabilizadores retráctiles y posado en la pradera, el XV-ftl se erguía orgulloso, mientras que a diez millas de distancia, otra raza extraña estaba construyendo su colonia. Un trueno de iones lanzó la astronave hacia arriba, hasta que el planeta se fue alejando y desapareció como una mota brillante contra el llameante resplandor de aquel sistema cuyo sol ni tenía nombre. En el interior de la nave, Bernard yacía sobre su litera, sufriendo la inevitable tracción aceleratoria, tenso y con las molestias de tres G que el XV-ftl empleaba para su velocidad de escape.
El tiempo fue pasando monótono e incierto. El sociólogo dejó de pensar en nada; el pensar no era más que repasar el catálogo de las humillaciones sufridas, y repetir la cuenta del tratamiento que había recibido de manos de Zagidh y de los orgullosos norglans Skrinri y Vortakel. Esperó, con la mente ausente volando en el vacío espacial, mientras que la astronave incrementaba su velocidad en cada continuo instante de su aceleración.
Al fin, cesó la aceleración. La velocidad se hizo constante. Y todos pudieron relajarse.
Peterszoon entró en la cabina para informarles que la conversión al hiperespacio era inminente. El grande y talludo holandés, taciturno como siempre, se limitó a informar estrictamente del hecho y salió sin otras palabras. Peterszoon ya había dado claramente a entender que no tenía el menor interés en el viaje, y mucho menos en los cuatro pasajeros. Se le había ordenado por el Tecnarca servir en la tripulación, y eso estaba haciendo; pero las órdenes del Tecnarca no implicaban el sonreír a nadie.
Algún tiempo después, el gong de aviso comenzó a sonar. Bernard se puso tenso y nervioso. Entraban al no-espacio, al misterioso vacío del hiperespacio, lo que significaba en la práctica, que en menos de un día aterrizarían en la Tierra. No halló ninguna alegría en volver al hogar. En los tiempos antiguos —siguió pensando Bernard— un mensajero portador de malas noticias era muerto a renglón seguido. Nosotros no tendremos tanta suerte. Tendremos que vivir… y ser conocidos por siempre como los hombres que fueron derrotados por los norglans sin saber evitarlo.
Casi instantes antes de que llegara la conversión, Bernard se volvió para captar un vistazo final del sistema solar que quedaba atrás. No habían perdido por completo la vecindad de la estrella NGCR 185.143; brillaba en la pantalla con un disco apreciable todavía como una moneda de hierro de cinco créditos y fugazmente visible entre su resplandor, los oscuros puntos de sus planetas semiocultos. Después las luces de la cabina parpadearon y la pantalla se recubrió del gris indescifrable propio del hiperespacio. Bernard sintió el extraño golpe que le separaba del mundo que conocía.
Se había efectuado la conversión.
Ahora, transcurrirían diez y siete horas de espera terrible, sin fin. Bernard tomó un libro de su pequeño armario. Su existencia tan ordenada y simétrica de enseñar, leer y tomarse un brandy a sorbos regularmente, le pareció entonces infinitamente distante; pero esperó volver a captar algo, al menos, de la vida que le gustaba, antes de haber sido llevado a aquella misión capaz de destrozar los nervios de un superhombre.
Bernard suspiró con una completa frustración, dejando a un lado el libro. Era inútil, absolutamente inútil.
—¿Qué está leyendo? —preguntó Dominici.
—No estoy. Estaba. No puedo concentrarme.
—Bien, ¿y qué era?
—Shakespeare. Un poeta inglés medieval.
—Sí, sí, he oído hablar de Shakespeare —dijo Dominici—. ¿Era uno de los verdaderamente grandiosos, verdad?
Bernard sonrió mecánicamente.
—El más grande de todos, según creen algunos. Tengo aquí uno de sus libros de sonetos. Pero es inútil leerlos. No puedo evitar el recordar que Shakespeare murió hace mil doscientos años; la cara de Skrinri se interpone entre la página y yo.
—Veamos, démelo, por favor. Nunca leí nada de eso. Tal vez me guste.
Encogiéndose de hombros, Bernard le alargó el libro. Dominici lo abrió al azar y casi en el acto, frunció el .entrecejo. Levantó los ojos de la lectura a los pocos instantes.
—¡Esto no puede leerse! No me diga que lo ha estado usted leyendo en el original… ¿Qué es esto? ¿Griego? ¿Sánscrito?
—Inglés —repuso Bernard—. Es una afición particular mía, el estudiar las antiguas lenguas. Pero siga adelante, fíjese en cada palabra y pronúnciela fonéticamente como pueda. El inglés de Shakespeare no está suprimido de la Tierra hace tanto tiempo. Es que parece extraño. Pero debe saber que esa lengua «extraña» es la antepasada directa de nuestro idioma.
Dominici hizo un signo de extrañeza nuevamente, murmuró unas cuantas palabras con gran dificultad, a título experimental y pareció rendirse.
—Creo que es algo imposible para mí. Incluso aunque pudiera descubrir todas las palabras, nunca captaría el sentido que tienen. Tómelo.
Bernard se hizo cargo del libro. Era singular; pensó, se había hecho de forma tan natural al antiguo inglés que lo leía sin la menor dificultad. Pero tuvo que admitir, que no era, en realidad muy contemporáneo respecto al lenguaje terrestre. Cientos de años de civilización utilizando la transmateria, había mezclado de tal forma las lenguas de la Tierra en una homogénea, que tenía sus fundamentos en el inglés, pero inmensamente distinta en su estructura universal.
Resultaba extraño pensar que había existido una época en que los hombres habían hablado centenares de lenguajes distintos, y miles de dialectos. Pero así había sido el mundo a pocos siglos de distancia en el pasado. Sólo la transmateria, capacitando a una persona para ser más veloz que el rayo en sus desplazamientos, había reafirmado la continua uniformidad del lenguaje terrestre y su cultura por todas partes.
Puso el libro a un lado. La concentración era imposible; intervenían en la mente demasiados factores de temor, extraños e impalpables. Se sintió las manos frías por la tensión interna. La pantalla visora no mostraba nada, excepto el gris extraño y sin configuración posible del hiperespacio; resultaba imposible también decir si se estaban moviendo; pero lo cierto es que allí estaban, salvando incalculables distancias del universo a cada fracción de segundo, lanzados hacia la Tierra a velocidades superlumínicas.