Bernard no deseaba en modo alguno ver la cara del Tecnarca McKenzie cuando recibiese las noticias respecto a los norglans, y a su ultimátum. Pensó que de alguna forma, sería mejor enviarle alguna especie de informe escrito. Pero no habría forma de escapar a la prueba; la información tendría que ser dada en persona. Aquél sería un momento temible, de eso estaba bien seguro.
La cabina permanecía silenciosa. Havig, continuaba como inmerso en aquella impenetrable capa de abstracción que le era tan peculiar, como en una permanente comunión con Dios; era inútil, pues, buscar su compañía. Dominici se había quedado dormido. Stone miraba sin apartar la vista de aquel gris extraño de la pantalla, obviamente pensando en el fracaso total de su carrera diplomática. Un hombre que va a negociar un tratado y vuelve con el ultimátum de un enemigo, no puede soñar siquiera con llegar algún día a formar parte del Arconato.
Bernard se dirigió fuera de la cabina y se encaminó a la sala de control situada en el morro de la astronave. La puerta estaba abierta. En su interior, pudo apreciar a los cinco hombres de la tripulación dedicados por entero a su trabajo, como partes de un mismo organismo, una extensión de la propia astronave. Durante unos minutos, ninguno se apercibió de la presencia del sociólogo, a pesar de haber entrado y fisgoneado con curiosidad en las luces coloreadas de los computadores y los diversos controles, escuchando de tanto en tanto, los chasquidos mecánicos de las computadoras electrónicas.
Fue el Comandante el primero en verle. Volviendo los ojos, Laurance le miró con el ceño fruncido. A Bernard le pareció que las facciones de Laurance aparecían extrañamente rígidas, casi torturadas.
—Lo siento Dr. Bernard. Estamos muy ocupados. ¿No le importaría permanecer en su cabina?
—Ah, sí, claro, por supuesto. Lamento haber hecho el intruso…
Molesto e irritado, Bernard volvió a la parte de la astronave destinada a los pasajeros. Nada había cambiado. El reloj indicaba que quedaban todavía casi catorce horas de viaje por el hiperespacio.
Se sentía hambriento. Pero a pesar del paso de las manecillas del reloj, nadie aparecía para anunciarles que era la hora de comer algo. Bernard esperó.
—¿Tiene apetito? —le preguntó Stone.
—Sí, bastante. Pero todos parecen muy ocupados cuando estuve a verles hace un rato. Tal vez no tengan tiempo para ocuparse por ahora de la comida.
—Esperaremos otra hora —dijo Stone—. Entonces comeremos sin ellos.
Pasó la hora, y otra media, y otra hora más, completa. Stone y Bernard subieron ambos hasta la cabina de control y comprobó que los cinco hombres de la tripulación estaban frenéticamente dedicados a sus quehaceres como antes. Encogiéndose de hombros, salió sin ser advertido de nuevo.
—No parece que tengan planeado el comer —dijo Bernard—. Creo que podríamos hacerlo nosotros por nuestra cuenta.
—¿Y los otros dos?
—Dominici está dormido y Havig sumido en la meditación. Después de todo, pueden comer cuando les parezca.
—Creo que tiene usted razón —convino Stone.
Y se dedicaron a buscar los alimentos sintéticos. Nakamura conservaba la despensa en perfecto orden, con cada cosa en su lugar. Fijándose en el almacenamiento de los alimentos, en sus alacenas, Bernard descubrió con sorpresa que la astronave llevaba alimentos para cuando menos, varios meses. Esto debe ser para un caso de emergencia, pensó automáticamente. Después, pensó en sí mismo. ¿Una emergencia? Por primera vez, se dio cuenta de que el XV-ftl era una astronave experimental y que los viajes a velocidades superlumínicas, se hallaban todavía en su infancia.
Bernard preparó algunos alimentos con menos destreza culinaria que Nakamura, y los tomaron en silencio. Era la séptima hora del viaje por el hiperespacio para cuando terminaron la comida. En menos de medio día, el XV-ftl surgiría al universo familiar y al normal continuo espacio-tiempo, en alguna parte próxima a la órbita de Plutón.
Volviendo a la cabina, Bernard se sentó en su litera. Dominici se había despertado.
—¿Me he perdido el almuerzo? —preguntó.
—La tripulación está demasiado ocupada para tomarse ningún respiro —dijo Stone—. Nos hemos preparado el almuerzo nosotros mismos. Estaba usted profundamente dormido y no quisimos despertarle.
—Ah, está bien.
Dominici se dirigió por su cuenta en busca de comida y a poco le siguió Havig. Bernard siguió tumbado en su litera, con las manos tras la cabeza y se adormiló durante un buen rato. Cuando despertó, habían transcurrido seis horas más y volvió a sentir apetito.
—Creo que se han perdido ustedes algo —les aseguró Dominici—. La tripulación continúa condenadamente atareada allá en la cabina de control.
—¿Todavía? —preguntó Bernard alarmado. Y comenzó a sentirse a disgusto e inquieto.
Las horas continuaban pasando. Ya quedaban sólo tres horas, dos, una. Comenzó a contar los minutos. El plazo de las diecisiete horas del hiperespacio había terminado. Deberían ya haber efectuado la conversión; pero no llegaba la menor noticia procedente de la cabina de mando. La conversión comenzó a retrasarse en veinte minutos, en treinta. Una hora.
—¿Supone usted que haya alguna razón especial para que dure más la conversión del hiperespacio en el viaje de vuelta que en el de ida? —preguntó Stone.
Dominici se encogió de hombros.
—En el hiperespacio la teoría no significa casi nada. Pero no me gusta esto. En absoluto.
Cuando ya iba en retraso la conversión por tres horas, Bernard que ya no podía soportar más la tensión reinante, dijo tenso:
—Tal vez sea mejor que subamos a ver lo que pasa.
—Todavía no —opinó Stone—. Seamos pacientes.
Intentaron serlo. Sólo Havig lo consiguió, continuando inmóvil en su calma inalterable. Transcurrió otra hora, más difícil que las ya pasadas. De repente, el gong sonó por tres veces, reverberando el sonido por toda la astronave.
—Al fin —murmuró Bernard con alivio—. Con cuatro horas de retraso.
Las luces se oscurecieron, les llegó la indefinible sensación producida por la transición y al instante, la pantalla se iluminó con las luces del espacio normal. Por fin habían retornado al Universo…
Pero entonces, Bernard, frunció el ceño. La pantalla visora…
No era astrónomo; pero aún así se dio cuenta de que algo sorprendente y fantástico había ocurrido. Aquéllas no eran las constelaciones que conocía; las estrellas no aparecían en modo alguno de aquella forma en la órbita de Plutón. Aquella brillante estrella azul doble, con un círculo de otras pequeñas estrellas… era una formación celestial que jamás había visto antes, ni tenía la menor noción de lo que pudiera ser. Un frío pánico le recorrió la médula.
Laurance entró en la cabina súbitamente. Tenía el rostro pálido como una hoja de papel y sus labios incoloros, como si la sangre se hubiera retirado de ellos.
—¿Qué sucede, Comandante? —preguntaron Bernard y Dominici al mismo tiempo. Sin perder la calma, Laurance, contestó:
—Encomiéndense ustedes a cualquiera que sean los dioses en que creen. Nos hemos salido de la trayectoria prevista al efectuar la conversión. No sé dónde estamos… pero parece lo más verosímil que estemos a cien mil años luz de distancia de la Tierra.