Выбрать главу

—¿Qué le parece, Bernard? —preguntó Dominici—. No ha dicho usted esta boca es mía… ¿Qué piensa de la idea de Stone? ¿Prefiere usted quedarse perdido en el espacio o volver siendo el portador de las malas noticias?

—Oh, yo prefiero volver a casa —dijo Bernard casi ausente—. Sí, no tengo dudas al respecto. Echo mucho de menos mis libros, mi música e incluso mis discípulos.

—¿No tiene familia?

—En realidad, no —repuso Bernard—. Estuve dos veces casado, y me divorcié en ambos casos. Tengo un hijo en alguna parte, de mi primera esposa. Se llama David Martin Bernard. No le he visto desde hace quince años. Creo que no utiliza mi apellido. Ha crecido pensando que alguien distinto ha sido su padre. Creo que si le encontrase en la calle, ni siquiera me reconocería por el nombre.

—Oh… —repuso-el biofísíco confuso—. Lamento haberle recordado todo eso…

Bernard se encogió de hombros.

—No tiene que excusarse. No es nada que pueda herirme, nada de eso. Es sencillamente que yo no tengo madera de padre de familia. No soy capaz de sentirme suficientemente ligado a otra gente, excepto en cuestiones de amistad, de estudios o relaciones sociales, fuera del hogar. La lástima es que no me hubiera dado cuenta de todo ello, antes de mi primer matrimonio, esto es todo. —Bernard mientras hablaba, se estaba preguntando interiormente por qué tendría que explicar todo aquello—. No fue sino hasta que se rompió el segundo matrimonio —continuó—, cuando comprobé que temperamentalmente yo había nacido para soltero definitivamente. Por tanto, no me liga nadie en cuestión familiar, a la Tierra. Pero, sin embargo, me gustaría volver allá, así y todo.

—Creo que todos lo deseamos —dijo Stone—. Lo que dije hace pocos minutos antes, no fue realmente sentido. Creo que ha sido una opinión producto de esta extraña situación…

—Yo también estuve casado una vez —dijo entonces Dominici, a nadie en particular—. Ella era un técnico de laboratorio con unos cabellos dorados preciosos y nos fuimos de luna de miel a Farraville, en Arturo. X. Murió hace diez años.

Y seguramente aún no te has repuesto de la tragedia, pensó Bernard, comprobando el gesto de angustia en las facciones de Dominici.

El sociólogo se sintió a disgusto. Hasta aquel momento, había existido una especie de comprensión y entendimiento entre los cuatro, si bien para nada se había tocado la vida privada del grupo ni de ninguno de sus componentes. Pero ahora todo parecía salir a relucir, seguramente como un alivio de la tensión sufrida, dadas las circunstancias, con sus tristes biografías, el relato de sus amores perdidos, sus frustraciones y los pequeños e íntimos problemas personales. La situación en la cabina se le hacía así intolerable. Cada uno parecía estar deseando explicar su autobiografía, mientras que los demás escuchaban. Bernard pensó que en el fondo, la culpa era suya, por haber tocado al resorte de las revelaciones.

Stone habló a su vez.

—No estuve nunca casado, por lo que en ese particular, no tengo nada que me ate a la Tierra. No es que nunca hubiese alguna mujer en mi vida; pero la cosa no marchó bien, pero eso no importa. No quiero echar raíces por el resto de mi vida en un planeta extraño a mitad del Universo de distancia de la Tierra. Morir solitario, desconocido, olvidado…

—¿Sería así la voluntad de Dios, no es cierto? —intervino Dominici—. Todas las cosas son la voluntad de Dios. Todo lo que hay que hacer es esperar a que Dios derrame sobre uno todas las dificultades y entonces, encogerse de hombros estoicamente porque esa es Su voluntad, y por tanto, es inútil quejarse. —La voz de Dominici se iba exaltando en un tono nervioso y penetrante—. ¿No es así, Havig? Usted es un experto en las cosas de Dios. ¿Cómo es que no nos ha dedicado usted sus especiales sermones para consolarnos? Nosotros… ¡Havig!

Bernard se volvió rápidamente.

Le resultó algo sorprendente lo que vio. Sentado en su litera y aislado de los demás, según era en él cosa usual, sin tomar parte en la conversación, el neopuritano estaba sufriendo en silencio lo que sin duda alguna era un ataque de histerismo.

Como otro cualquiera de los extraños aspectos de su personalidad incluso aquella histeria, era algo reprimido, introvertido.

Su cuerpo estaba siendo sacudido por una serie de sollozos, y Bernard pudo comprobar que la tremenda resistencia que Havig oponía a su expansión le estaba atacando con una demoníaca intensidad. Tenía los ojos húmedos por las lágrimas, las mandíbulas terriblemente apretadas y los nudillos de las manos, blancos de la tremenda fuerza que ejercía contra los bordes de la litera. Aquellos sollozos le hacían temblar de pies a cabeza, sin dejar escapar de su boca ni el menor sonido. El conflicto entre la disciplina y el colapso era evidente. El efecto, era totalmente asombroso.

Los otros tres parecieron helados por la sorpresa, durante unos instantes. Después, fue Dominici quien le gritó:

—¡Havig! ¡Havig! ¿Qué le ocurre? ¿Está usted enfermo?

—No… no estoy enfermo, —repuso en una voz hueca y profunda.

—¿Qué le sucede, hombre? ¿Hay algo que podemos hacer por usted?

—Que me dejen solo —murmuró el neopuritano.

Bernard se quedó mirando fijamente al neopuritano, consternado. Por primera vez, el sociólogo sintió que había penetrado a través de la máscara con que se recubría Havig y comprender lo que le ocurría.

—¿No pueden ustedes ver lo que está pensando? —dijo a Stone y Dominici—. Está pensando que toda su vida ha sido un buen hombre, observando los caminos de Dios como él los ve, trabajando de duro y rezando. Le ha adorado como supone que Él debe ser adorado. Y ahora… esto. Perdido aquí, a miles y miles de millones de millas de su hogar, de su iglesia, de su familia. De su esposa, de sus hijos. Perdido. ¿Por qué? Se siente aplastado por la realidad de esta situación. Y no sabe por qué.

El hombretón se puso en pie y echó dos pasos hacia adelante con los ojos fijos y las mandíbulas apretadas como un epiléptico.

—¡Cójanlo! —gritó Dominici presa del pánico—. ¡Se está volviendo loco! ¡Echémosle una mano o perderá el juicio!

Sin perder un segundo, los tres hombres se lanzaron sobre él. Bernard y Stone le cogieron por uno de sus largos y enormes brazos, mientras que Dominici se lanzó hacia adelante sujetándole por los hombros. Juntos, a la pura fuerza, le obligaron a tumbarse en la litera y a que permaneciera en aquella posición.

Los ojos de Havig brillaban como los de un loco con una furia incontenible.

—¡Quiten sus manos de mí! ¡Vayanse! ¡Les prohíbo que me toquen! ¿Me han oído?

—Bueno, bueno, quédese ahí y cálmese —le dijo Bernard—. Relájese, Havig. Quédese quieto, por favor; eso le hará bien.

—Cuidado con él —murmuró Dominici.

Pero Havig no ofrecía ya resistencia. Miró hacia el suelo y murmuró con una voz introspectiva:

—He debido cometer algún pecado…, tengo que haberlo hecho…; si no, ¿por qué tendría que haber ocurrido esto? ¿Por qué Él me ha desamparado a mí…, a todos nosotros?

—No es usted el primero que se hace esa misma pregunta —dijo Dominici—. Al menos se halla usted en buena compañía.

Aquella especie de opinión blasfema tuvo la virtud de sacar a Bernard de sus casillas y se encolerizó por alguna extraña razón que ni él mismo comprendió:

—¡Cállese, idiota! —restalló indignado—. ¿Es que quiere volverle loco? Denme mejor un sedante.

—De alguna forma he tenido que ofenderle sin darme cuenta —continuó Havig—. Y Él ha apartado su luz de mí. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué nos has desamparado?

Bernard sintió cordialmente una oleada de piedad y compasión tan intensa que le sorprendió interiormente. Aquél era un individuo a quien una vez había despreciado por místico y fanático, un hombre a quien había atacado en letras de molde en términos que ahora comprendía que habían sido extremados. Pero ahora la corteza de fe que recubría a Havig parecía saltar hecha añicos, y Bernard no pudo por menos que sentirse apiadado intensamente con la situación del neopuritano.