Inclinándose sobre él, le dijo con fuerza en sus palabras:
—Está usted equivocado, Havig. Usted no ha sido desamparado. Esto es una prueba…, una prueba para su fe. Dios está enviándole tribulaciones. Recuerde a Job, Havig. Job nunca perdió su fe.
Los ojos de Havig brillaron y una débil sonrisa abrió brecha en su desesperación.
—Sí, tal vez sea así. Una prueba para mi fe…, de mi fe y de la de ustedes también. Como Job, es cierto. Pero ¿cómo podemos soportarla? Perdidos aquí en el infinito…, tal vez Dios haya vuelto su rostro de nosotros, quizás… —Y cayó en un profundo silencio, mientras que las lágrimas le rodaban por las mejillas. Havig miraba implorante a Bernard, con toda su fuerza anterior perdida, mientras comenzaba a temblar como una hoja en el árbol.
Acercándose a él, Bernard utilizó diestramente el inyector sónico, presionándolo sobre una de las venas de Havig. El líquido sedante quedó instantáneamente inyectado en el torrente circulatorio del hombretón. Havig murmuró alguna cosa ininteligible, sacudió la cabeza varias veces, cerró los ojos, ya relajado, y pronto dio la impresión de hallarse dormido.
Levantándose, Bernard se limpió el sudor que le perlaba la frente.
—¡Uff! No podía esperar que sucediera esto. Y se ha presentado tan repentinamente…
—Está loco. Absolutamente loco —dijo Stone—. ¿Cómo ha podido alguien tan inestable ser enviado a bordo de esta astronave para esta misión?
Bernard sacudió la cabeza.
—Havig no es un tipo inestable, a despecho de la escena que acabamos de presenciar.
—¿Qué es, pues, de no ser un individuo inestable?
—Creo que todo esto es perfectamente comprensible. Havig es un hombre que ha construido y llevado toda su vida alrededor de una serie de sólidas creencias. Y ha vivido esas creencias no limitándose a hablar de ellas. Pueden llamarle un fanático si lo desean; yo mismo, ciertamente, podría aplicarle otra serie de nombres, y de hecho ya lo hice alguna vez. Bien, ha llegado el momento en que todo ha parecido desequilibrado para su mente y se ha sentido hundido moralmente. Seguramente ha sido algo que no ha podido resistir al creer que Dios le envía todas estas tribulaciones, sin hallarse con fuerzas para resistirlo estoicamente. No ha encontrado ninguna explicación. Y su mente se ha desbocado.
—¿Y estará bien cuando despierte? —preguntó Dominici—. ¿O volverá otra vez por las andadas?
—Creo que estará bien. Lo espero, al menos. Le he suministrado un buen sedante para que descanse profundamente, cuando menos por cuatro horas. Quizá se haya calmado mucho más cuando la droga haya hecho su efecto.
—Si va a repetir la escena —dijo Stone— tendremos que amarrarle. O mantenerle drogado, para su bien y el nuestro. Si no, va a volvernos locos a todos.
—Creo que recobrará su equilibrio —opinó Bernard—. Es un individuo fundamentalmente sólido mentalmente, a pesar de lo ocurrido.
—Creí que le había usted llamado un chiflado —objetó Dominici.
—Quizá comprenda a Havig y a sus creencias un poco mejor ahora —repuso Bernard calmosamente—. Bien, creo que deberemos volver al tema de Job cuando despierte. Si conseguimos que esa idea quede fija en su mente, será de nuevo como una torre de fuerza de ahora en adelante, y no se producirán más crisis como ésta.
—¿Job? ¿Qué es eso? —preguntó Stone. —Es un personaje de los libros de la religión judeo-cristiana —explicó Bernard—. En realidad es un gran poema. Refiere cómo el Diablo hizo una apuesta con Dios de que aquel hombre, Job, perdería su fe bajo la presión de adversas circunstancias, y así se permitió al Diablo que volcase sobre Job toda suerte de calamidades. Esto que ahora nos ocurre son pequeñas cosas en comparación. Pero Job supo mantenerse fiel, sin perder su fe en Dios, a pesar de haber perdido sus riquezas, su familia, sus amigos y verse arrojado a un muladar recubierto de llagas y ser convertido en una piltrafa humana. Nunca, ni en los momentos más increíblemente negros y desesperados, quebró su profunda fe. Y eventualmente…
Se abrió la cabina en aquel momento y entró el Comandante, seguido por Clive y Nakamura.
—¿Qué es lo que ha ocurrido aquí? He oído algunos gritos destemplados y…
—Havig ha perdido los estribos —repuso Dominici.
—¿Qué?
—La cosa no es tan desesperada —explicó Bernard—. Ha sufrido un desaliento, una especie de desesperación pasajera. De repente el Universo se ha hecho demasiado grande y pesado para él, y de alguna forma ha perdido el control de sus nervios.
—¿Ha producido algún daño?
—No —dijo Bernard—. Le metimos en su litera inmediatamente. Ahora está bajo los efectos de un sedante y creo que se encontrará perfectamente cuando despierte.
—Pues parecía un motín desde allá arriba —dijo el Comandante—. Creíamos que estaban ustedes matándose los unos a los otros.
No creo que te importase si lo hubiéramos hecho en tanto que no hubiéramos amenazado tu seguridad, pensó Bernard.
—Estará bien pronto —repitió Bernard—. ¿Qué noticias tienen ustedes? ¿Han calculado ya dónde nos encontramos? ¿O es información secreta?
Laurance le miró con agudeza y repuso:
—Estamos en la Gran Nube de Magallanes.
—¿Está eso bien definido? —preguntó Dominici.
—Tan bien definido como es posible hacerlo —declaró el Comandante sin vacilar—. Hemos encontrado la estrella S del Dorado y algunas variables del tipo RR de Lyra, de lo que estamos bien seguros. En la forma en que hemos explorado la población estelar, existen muchas Cefeidas, muchas estrellas del tipo O y B y K supergigantes, lo que concuerda perfectamente con la estructura de la formación extragaláctica de la Gran Nube de Magallanes.
—Pero ¿qué hay de estrellas del tipo Sol, como la nuestra? —preguntó ansiosamente Stone—. ¿Han encontrado ya alguna? Esas otras que usted ha mencionado no son apropiadas para pensar en quedarse en sus sistemas, ¿verdad?
—No pienso que tengamos que preocuparnos demasiado por eso —repuso Laurance con una sonrisa algo nerviosa.
—¿Qué quiere usted decir?
—Pues que las cosas ya no dependen de nosotros, que están fuera del alcance de nuestras manos.
Por primera vez, Bernard comprobó lo que debería haber sido inmediatamente obvio para él, excepto que era algo que nadie se hubiera atrevido a pensarlo. Se dio perfecta cuenta de que los cinco hombres habían abandonado la cabina de control al mismo tiempo. Aquello no había sucedido nunca en todo el viaje. Pero Laurance, Clive y Nakamura estaban allí, y Peterszoon y Hernández esperando en el exterior. Y sin nadie en la cabina de control…
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Bernard atacado de pánico—. ¿Quién pilota la astronave?
—Eso es lo que me gustaría saber —repuso Laurance, dirigiéndose hacia la pantalla visora—. Hace una hora aproximadamente que una fuerza externa nos está controlando a todos. Estamos totalmente incapacitados para maniobrar por nuestra propia, voluntad. Somos arrastrados por una mano invisible, y hacia un sol amarillo que está ya ahí mismo.
XII
A la deriva y hacia abajo, cayendo siempre, a través de la negrura del espacio, pasando de largo los brillantes soles de aquel cielo ignoto y arrastrados como una mota inútil… sin que nadie fuese capaz de hacer nada por evitarlo. A bordo del XV-ftl, nueve hombres esperaban impotentes.