Pero poco después llegó a sentirse aburrido. Clive dejó el aparato a un lado. Resultaba imposible olvidar que la astronave se hallaba fuera de todo control, llevándoles desamparados y sin rumbo fijo, al parecer, hacia lo que parecía ser una condenación fatal e indetenible. Era imposible también olvidar que se enfrentaban con fuerzas más allá de toda imaginación. E imposible seguir viviendo bajo tales condiciones. Pero tuvieron que continuar viviendo.
Y entonces los rosgolianos llegaron a bordo.
Laurance y sus hombres permanecían en sus puestos intentando inútilmente hacerse con los controles y albergando una muy débil esperanza de poder conseguir algún resultado de los hasta entonces inútiles esfuerzos. En el compartimiento de los pasajeros el tiempo transcurría con lentitud. Bernard intentó leer algo sin absorber nada, hasta acabar por dejar el libro a un lado y quedarse mirando fijamente cualquier punto perdido del espacio.
La primera noticia de que algo extraño iba a ocurrir llegó cuando sintió un resplandor repentino esparciéndose desde el rincón trasero de la cabina, cerca de la litera de Dominici. Aquella extraña luminosidad se filtró por la totalidad de la cabina. Frunciendo el ceño y perplejo, Bernard se volvió para ver la causa. Antes de conseguirlo le llegó la voz de Dominici presa del pánico.
—¡María, Madre de Dios, protégeme! —gritó el biofísico—. ¡Estoy perdiendo el juicio!
Bernard se quedó con la boca abierta ante lo que vio.
En la cabina se había materializado una figura directamente tras la litera de Dominici. Aparecía a unos tres o cuatro pies del suelo en la intersección de los planos de la pared. De aquella figura irradiaba un resplandor misterioso e indefinible. Era un ser de pequeña estatura, de tal vez unos cuatro pies de altura, suspendido tranquilamente en el aire. Aunque se hallaba completamente desnudo, resultaba imposible considerarlo de tal guisa. Una especie de ornamento de luz le envolvía de una forma fantástica, aunque sin ocultarlo del todo. Su rostro era algo como una especie de planos resplandecientes en ángulos inimaginables. Tras haberlo mirado unos momentos, Bernard se sintió mareado, teniendo que apartar los ojos de aquella fantástica criatura.
Aquel ser irradiaba no solamente una bella y fantástica luz resplandeciente, sino una impresión de total serenidad, de completa confianza y la más asombrosa habilidad y capacidad para realizar cualquier acto.
—¿Qué… diablos… es eso? —preguntó Stone, igualmente perplejo, con una voz que apenas le salía de la garganta. Dominici estaba postrado, hablando rápidamente para sí mismo con una voz monocorde. Havig, todavía con su autodominio, se había arrodillado, rezando, mientras temblaba visiblemente. Bernard hizo un esfuerzo por tragar saliva.
—No tienen que tener ningún miedo —dijo la visión—. No recibirán daño alguno.
Las palabras no fueron pronunciadas en voz alta.
Parecían simplemente fluir del cuerpo de aquella criatura radiante, tan claras e inequívocas como su brillo luminoso.
A pesar de aquellas palabras de seguridad y confianza, Bernard sintió una oleada de terror invadirle la mente y el cuerpo de pies a cabeza. Sus piernas se negaban a sostenerle y se dejó caer a plomo sobre su litera, apretándose las manos fuertemente. Sabía, sin lugar a dudas, que se hallaba frente a una criatura tan infinitamente evolucionada respecto al hombre como el hombre de los monos. Y posiblemente el abismo fuera mucho más insondable que la comparación antedicha. Bernard se sintió presa del temor, de una especie de reverencia y, por encima de todo, una sensación tremenda de temor ante lo desconocido.
—No tienen ustedes que temer nada —repitió aquella criatura, pronunciando cada palabra con perfección, clara y distinta. Por un instante la luz que irradiaba creció a mayor intensidad hasta adoptar un matiz de un marrón claro. Bernard sentía ya el temor como un peso que efectivamente gravitase sobre él.
Miró vacilante a la fantástica criatura y farfulló como pudo una instintiva pregunta.
—¿Quién… qué… es… usted?
—Yo soy un rosgoliano, hombres de la Tierra. Seré su guía mientras toman tierra.
—Y… ¿somos entonces llevados…?
—A Rosgola, hombres de la Tierra. —La respuesta era calmosa, precisa y totalmente desprovista de toda información.
Bernard sacudió la cabeza. Esto debe ser una alucinación, es la única respuesta posible, pensó entre el caos de ideas que le bullía en la cabeza—. Sí, es la única explicación. Incluso en la Gran Nube de Magallanes resulta imposible imaginar que haya seres que lleguen a través de las paredes metálicas de una astronave y que hablen perfectamente el idioma terrestre.
Se puso en pie.
—¡Dominici! —gritó—. ¡Vamos, de pie! ¡Havig! ¡Vamos, deje ya de estar arrodillado! ¿No ven ustedes que es absolutamente irreal? Estamos sufriendo una alucinación colectiva…
—¿De veras lo piensa usted así? —dijo la voz gentil del rosgoliano. En su voz había un ligero tinte de humor. Aquella voz tranquila continuó—: Ustedes, pequeñas criaturas dignas de lástima, ¿quiénes son para decidir con tanta arrogancia entre lo que es y no es real? En el Universo existen muchísimas cosas más que los hombres de la Tierra jamás podrán comprender aunque piensen que tienen el dominio de ellas. No somos ninguna alucinación. Muy lejos de eso, hombres de la Tierra.
Las mejillas de Bernard se pusieron al rojo. Inclinó la cabeza y le vinieron a la mente las palabras de Shakespeare: Hay más cosas en los cielos y en la tierra, Horacio…
Se mordió los labios y permaneció silencioso.
Por toda la cabina retumbó como un millar de carcajadas alegres. El extraño ser parecía enormemente divertido por las pretensiones de los humanos.
—Una vez fuimos como vosotros, terrestres, hace cientos de miles de años. Éramos inquietos, bulliciosos, exploradores, además de afectados, fanfarrones, orgullosos y estúpidos, como lo sois ahora vosotros, terrestres. Sobrevivimos a tal estadio de evolución. Tal vez vosotros lo consigáis también.
Stone levantó la vista, pálido el rostro y contraídas las facciones.
—¿Cómo… cómo nos han encontrado? ¿Han sido ustedes la causa de que nos hayamos perdido?
—No —replicó el rosgoliano—. Les hemos estado observando desde hace mucho tiempo, a medida que han ido evolucionando; pero sin el menor deseo de tomar contacto con vosotros. Hasta el momento en que tuvimos noticias de que una astronave vuestra se aproximaba a nuestra galaxia. Al principio, temimos que vinierais en nuestra busca…, pero pronto nos convencimos de que estabais perdidos en el espacio. Me enviaron a mí para hacer de guía y conduciros a puerto seguro. Hay muchas cosas que tenéis que oír.
—¿Dónde…, cómo… ? —insistió Stone.
—Por ahora es bastante —repuso el rosgoliano con un tono de firmeza que descartaba cualquier ulterior discusión—. Las respuestas se os darán más tarde, a su debido tiempo. Voy a volver.
La luz se desvaneció.
Y el rosgoliano desapareció de su presencia como por encanto.
La pantalla visora mostraba el sol amarillo tan grande ya en el espacio que ocupaba casi un cuadrante.
En la cabina, cuatro hombres aterrados se miraron fijamente uno al otro, en la más completa confusión y desaliento.
Stone encontró palabras para hablar primero.
—¿Lo hemos visto en realidad? —preguntó con los ojos dilatados por el asombro.