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—Sí, lo hemos visto —repuso Havig—. Apareció en aquel rincón. Comenzó a radiar una especie de luz extraña. Y nos habló después.

Bernard comenzó a reír con unas secas carcajadas que tenían poco de humor. Los demás fruncieron el ceño ante él.

—Parece divertido —dijo Stone.

—¿Qué broma es esa, Bernard? —preguntó Dominici.

—No es ninguna broma, la broma está en nosotros mismos. Sobre todos los que ocupamos esta cabina, en los norglans y sobre el pobre y viejo Tecnarca McKenzie, también. ¿Recuerdan ustedes lo que nos dijeron Skrinri y Vortakel? ¿Los términos del ultimátum?

—Pues claro que sí —repuso Stone. E imitando el tono de los norglans repitió: Ustedes pueden conservar esos mundos. Todos los demás pertenecen a Norgla.

—Así es —convino Bernard—. En este estallido de orgullo cósmico hemos atravesado el espacio en busca de los norglans, para ofrecerles magnánimamente dividir el universo en partes iguales con ellos. Y ellos, con mayor orgullo todavía, nos dieron con la puerta en las narices. Y… ¿quién somos nosotros, de cualquier forma para decir… «Este Universo es nuestro»? ¡Insectos! ¡Monos! Unas criaturas que no tienen la menor importancia.

—Somos hombres —dijo Havig con solemnidad.

Bernard se volvió hacia el neopuritano.

¡Hombres! —le remedó—. Habla usted como si supiera todos los secretos de Dios, Havig. ¿Qué sabe usted de nada? ¿Qué hace Dios para ocuparse de nosotros, de todos nosotros? No somos más que una parte insignificante de la creación. Si Dios existe, tiene que considerarnos sólo como una forma de vida más, entre otras, tal vez en número infinito. No tenemos nada especial. Somos como gusanos en una charca, y porque da la casualidad de que nos hemos hecho los dueños y señores de esta charca particular, hemos intentado creernos y afirmar que somos los propietarios exclusivos del Cosmos.

—¡Un momento, Bernard! —protestó Dominici—. ¿Es usted ahora el que se ha propuesto volvernos locos a todos? ¿Qué es lo que pretende decir con todo eso?

—En realidad no estoy seguro de lo que quiero decir… todavía —repuso Bernard con calma—. Pero creo entrever lo que tenemos por delante. Creo que van a ponernos en el lugar que nos corresponde en el orden general de las cosas universales. No somos los reyes de la creación. Apenas si estamos civilizados a los ojos de esa gente. ¿Oyeron bien lo que dijo el rosgoliano? Fueron como nosotros, hace cientos de miles de años. A su escala del tiempo, hace apenas dos minutos que descendimos de los árboles y sólo dos o tres segundos desde que aprendimos a leer y escribir y nada más que una fracción de instante desde que comenzamos a conseguir algún dominio de nuestro entorno vital.

—Está bien, está bien —dijo Dominici—. Así, se hallan grandemente avanzados…

—¿Grandemente? —Bernard se encogió de hombros—. La diferencia es inconcebible. El abismo en la escala evolutiva del ser inteligente que hay entre ellos y nosotros, es tan tremendo que ni siquiera lo podemos imaginar. Es lo bastante como para destruir de un manotazo cualquier trazo de arrogancia que podamos tener, ¿no lo ven? ¿Y que en modo alguno somos reyes ni dueños de apenas nada?

—La Tierra tendrá que recibir algunas sorpresas —remarcó Havig.

—Si es que volvemos —apuntó Dominici.

—Sí, la Tierra va a recibir algunas sorpresas, de acuerdo —continuó Bernard—. Lo suficientemente grandes como para echarlo todo a rodar. Hemos vivido demasiado tiempo engañados. Como supremos dueños y señores de cuanto hemos descubierto. Ya ha sido un mal asunto encontrarnos con los norglans esparcidos por nuestro universo; pero ahora… para colmo de todo, tener que vérnoslas con esa gente…

—¿Y quién sabe cuántas otras razas pueden haber? —dijo Stone exaltado, con una traza de maravilla en los ojos—. En Andrómeda, en las otras galaxias… Criaturas que incluso sean mucho más evolucionadas y perfectas que los rosgolianos…

Resultaba una idea abrumadora. Bernard apartó la vista, sintiendo como si un vértigo le invadiese ante la súbita revelación de la inmensidad del Universo. El hombre no estaba solo. Muy lejos de ello… Y sobre planetas increíblemente distantes, viejas razas observaban y florecían, en mil aspectos de estadios evolutivos de la inteligencia, hasta un extremo capaz de nublar la mente de cualquier hombre… sí, era algo increíble, inimaginable, abrumador.

Todavía podía ver, como si sólo hiciera un instante, a aquella criatura resplandeciente, hablarle en perfecto terrestre, con aquellas inflexiones que infundían seguridad, calma y confianza: Y recordar sus palabras de una infinita humillación para el ser humano…

—Vamos a ver al Comandante —sugirió—. Tenemos que informar a Laurance de lo ocurrido.

—Sí, debemos hacerlo —convino Stone.

Se dirigieron hacia la cabina de control. Pero no había necesidad de contarle a Laurance la historia de aquella extraña visión. Los hombres de la tripulación estaban sentados en sus puestos de control, perplejos y sacudidos por un extraño temblor.

—¿Lo vieron ustedes también? —preguntó Dominici.

—¿A los rosgolianos? —repuso Laurance—. Sí, sí, también les vimos. —Su voz resultaba totalmente natural e indiferente.

Clive comenzó a emitir una risa seca e histérica que comenzó mecánicamente a surgir de su garganta y después a sacudirle con la fuerza de un ataque casi epiléptico. Durante unos instantes, nadie se movió. Bernard dio unos pasos rápidamente en el interior de la cabina de mando, agarró a Clive por el cuello de la camisa y le abofeteó por tres veces fuerte, sin pausa.

—¡Deténgase, Clive! ¡Vamos, vuelva en sí!

El histerismo comenzó a desvanecerse. Clive parpadeó, sacudió la cabeza y se frotó las mejillas rojas por las bofetadas del sociólogo. Bernard se miró los dedos todavía enrojecidos también por la fuerza de las bofetadas que había tenido que proporcionarle al astronauta. Se dio cuenta de que era la primera vez en toda su vida que había tenido que golpear a otro ser humano. Pero no había otro remedio que haberlo hecho, por lamentable que fuese. Aquella histeria de Clive podía haberse propagado a los demás, como una plaga infecciosa. En aquellos instantes, todos se hallaban a caballo entre la locura y el buen sentido. Bernard se humedeció los labios.

—¡No podemos dejar que perdamos la cabeza!

—¿Por qué no? —repuso Laurance, como ausente—. Es el fin de todo, ¿verdad? ¿La terminación de nuestra gigantesca tarea de dominación galáctica y su colosal Imperio? Ahora ya sabemos lo insignificantes que somos. Sólo unos mamíferos que viven por azar en un cierto sol amarillo en aquella pequeña galaxia de la pantalla. Podríamos extendernos a unos cuantos mundos; pero eso no quiere decir, ni con mucho que podamos llamarnos los amos del Universo, ¿no es cierto?

Bernard no replicó. Clavó la vista en la gran pantalla visora de la cabina de mando. Un planeta crecía de tamaño en el foco visual. El XV-ftl, ya estaba colocado en órbita a su alrededor, una órbita que iba estrechándose más y más.

—Estamos aterrizando —anunció Bernard.

XIII

El planeta de los Rosgolianos, no era precisamente todo lo que Bernard habría esperado que fuese. Su idea de lo que sería el hogar de una super-raza, era de la clase de una super-Tierra, con impresionantes ciudades embovedadas con campos de energía, con fabulosos edificios que llegasen hasta el firmamento y con construcciones, parques y vías de comunicación meticulosamente planeados y la apariencia por alguna parte de lo que normalmente debería ser una tecnología increíblemente avanzada.

Pero estaba totalmente equivocado.

Tal vez los rosgolianos tuvieron tales cosas alguna vez en el pasado; pero de cualquier forma, habían descartado con toda evidencia las grandes ciudades, con la vacía majestad de las megalópolis. La escena que aparecía ante los ojos de los terrestres al abandonar la astronave, que había llegado flotando suavemente hasta tocar el suelo, desafiando todas las leyes de la inercia y de la masa, era de una serenidad pastoral.