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Unas suaves colinas ondulaban hasta perderse en el horizonte. Poniendo unas pinceladas de color aquí y allá, en el verdor de su naturaleza, y en tonos pastel, aparecían unas pequeñas casas, que parecían surgir de la tierra como objetos orgánicos, como árboles de un raro capricho. No se apreciaba la existencia ni el menor signo de industria, ni de transporte.

—Esto es un país de hadas —murmuró Dominici asombrado.

—O tal vez el paraíso —dijo Havig.

—Esto es la fase post-tecnológica de la civilización, estoy seguro —argumentó Bernard—. ¿Recuerdan ustedes la versión que los antiguos marxistas lanzaban a los cuatro vientos con machacona insistencia sobre el Estado? Pues bien, esto es, estoy seguro. —Y se dio cuenta de que hablaba en un murmullo, como si se hallase en un museo o en un lugar de adoración.

Los nueve componentes del grupo, permanecieron en pie cerca de la astronave, esperando que los rosgolianos apareciesen por alguna parte y de alguna forma. El aire resultaba extraño y con un cierto matiz de algo extraterrestre en él, pero bueno de respirar para los pulmones de los nombres de la Tierra. Una fresca brisa soplaba, procedente de las colinas. El sol, estaba alto en el cielo y parecía más rojo y algo más frío que el de la Tierra.

Precisamente cuando comenzaban a sentirse impacientes, apareció un rosgoliano, surgiendo de la nada y apareciendo ante su vista entre el lapso de un instante al siguiente.

—Teleportación —murmuró Bernard—. Algo incluso mejor que la transmateria, no es preciso de ninguna instalación mecánica.

Era imposible decir si el rosgoliano era el mismo que se había presentado a bordo de la astronave en el espacio. Aquél era aproximadamente del mismo tamaño que el otro y sus facciones y parte del cuerpo aparecían borrosas por el resplandor de luz que seguía a aquellas criaturas a donde quiera que fuesen.

—Hemos de ir hacia los otros —dijo el rosgoliano con aquella voz suave y musical, como no hablada.

El resplandor dorado les envolvió repentinamente a todos, Bernard sintió por unos instantes como el cálido refugio del vientre materno, y después la luz desapareció y la astronave también.

Se hallaban en el interior de una de aquellas extrañas casas.

—Pónganse cómodos —dijo el rosgoliano—. El interrogatorio comenzará pronto.

—¿Interrogatorio? —preguntó Laurance—. ¿Qué clase de interrogatorio? ¿Qué es lo que está planeando hacer con nosotros, sea lo que sea?

—No les sobrevendrá ningún daño —fue la suave y cortés réplica del rosgoliano.

Bernard tocó a Laurance en el brazo.

—Creo que es mejor que se tranquilice y tome las cosas como vengan. Discutir con estas gentes no creo que nos proporcione ningún bien.

Se sonrió, a despecho de sí mismo. El levantarse desafiante para decirle algo a los rosgolianos, era algo parecido al antiguo romano que se pusiera a desafiar una bomba de hidrógeno, gritándole: Civis romanus sum![18]. La bomba le prestaría muy poca atención, como tampoco se la prestaría de la misma forma, el rosgoliano. Pero sintió, no obstante, una interna y fundamental seguridad de que aquellos seres de luz eran incapaces de hacer a nadie el menor daño.

Los hombres de la Tierra se pusieron lo más cómodamente posible. No había muebles ni adornos apreciables en la habitación, sólo unos suaves cojines rojos en los que tomaron asiento. Aunque aquellos cojines resultaban maravillosamente cómodos, e invitaban a reclinarse en ellos, tanto Bernard como los demás, permanecieron en una posición de sentados como si lo hicieran en rígidos sillones.

En un instante determinado y como en un abrir y cerrar de ojos, aparecieron muchos rosgolianos en la estancia. Mirando de uno al otro, Bernard no pudo apreciar ninguna discernible diferencia, eran tan idénticos como si todos hubieran salido del mismo molde.

—El interrogatorio comenzará ahora —dijo la suave voz de otro (¿o sería de todos?) de los rosgolianos.

—¡No responderemos nada! —restalló Laurance repentinamente—. No les daremos ni una pizca de vital información. Recuerden, somos aquí prisioneros, sin importar lo bien que puedan tratarnos.

A despecho de la abrupta salida de tono del Comandante, comenzó el interrogatorio. No había nada que Laurance pudiese evitar. No se oía una palabra, ni incluso en su peculiar voz mental, pero, sin la menor duda, se produjo un verdadero flujo de información de todo tipo. Los rosgolianos estaban obteniendo sin el menor esfuerzo lo que deseaban saber, sin molestarse en hacer preguntas.

El interrogatorio pareció haber durado sólo un instante; aunque Bernard no pudo estar seguro, tal vez habría durado horas, pero tales horas se hallaban reducidas y encogidas a un punto en el tiempo. Le fue imposible decirlo. Pero sintió que le extraían del cerebro toda la información posible.

Los cuatro rosgolianos, extrajeron de sus mentes, a juzgar por lo que hicieron con Bernard, todo: su infancia, su desastroso primer matrimonio, su carrera académica, sus intereses y aficiones, su segundo matrimonio, y su divorcio que no había lamentado nunca. Todo le fue sacado en un instante, examinado, descartado como cuestión personal lo que no tuviera interés y barajado por aquellos seres de luz.

En una segunda fase, se enteraron del requerimiento que le había hecho el Tecnarca, el viaje hasta la colonia de los norglans y de la reunión tan insatisfactoria con ellos y el derrotado viaje de vuelta a la Tierra.

Después, todo terminó. Los tentáculos del pensamiento que los rosgolianos habían insertado en los cerebros de los terrestres, se retiraron tan sutil y misteriosamente como se hubieron introducido. Bernard parpadeó unos instantes, ligeramente conmocionado por los contactos. Le pareció sentirse vaciado por dentro, hueco, agotado. Creyó que su cerebro había sido estrujado, examinado cuidadosamente y vuelto a poner en su sitio exactamente como antes de comenzar la operación.

Y los rosgolianos estaban riendo.

No había ruidos en la habitación, y como siempre, los rostros de los extraños seres estaban velados por una luz impenetrable. Pero la impresión de la risa se cernía en el aire. Bernard se sintió enrojecer, sin saber exactamente por qué tenía que sentir vergüenza. No tenía nada en su mente de lo que tuviera que sentirse avergonzado. Había vivido su vida, buscando los fines que había considerado deseables, no había engañado a nadie ni burlado o hecho daño a ninguna persona intencionadamente. Pero los rosgolianos estaban riéndose.

¿Se estarán riendo de mí? —pensó—. ¿O será de alguien de los que están aquí? ¿O de todos nosotros, de la raza humana?

Aquella risa sin sonido, cesó. Los rosgolianos se aproximaron unos a otros, hasta el extremo de que sus campos de luminosidad parecían estar en contacto entre sí.

—¡Se están riendo de nosotros! —exclamó Laurance en son de guerra—. ¡Riéndose, ustedes, malditos seres superiores!

Bernard volvió a tocarle en el brazo. —Laurance…

La respuesta de los seres luminosos les llegó gentil y tal vez ligeramente tocada de un matiz de reproche.

—Sí, estamos divertidos. Les rogamos nos perdonen, hombres de la Tierra; pero nos sentimos divertidos.

De nuevo, la risa comenzó a percibirse, aunque más silenciosamente. Bernard creyó comprobar que aquellos rosgolianos no eran tan completamente nobles y superiores como los había estado considerando hasta entonces. Se reían frente a las luchas y problemas de una joven raza. Era una risa protectora. Bernard frunció el ceño indeciso, tratando de encajar la risa en el patrón de la cultura que estaba construyendo mentalmente respecto de los rosgolianos. Los ángeles no se sienten protectores en semejante medida. Y hasta aquel momento, les había considerado casi como criaturas angélicas, con sus auras de luz y su serenidad de movimientos y sus recursos al parecer infinitos de poder mental. Pero los ángeles no deberían reírse de los mortales en aquella forma.

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18

¡Soy un ciudadano de Roma! En latín en el original. (N. del T.)