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—Les vamos a dejar solos por un rato —dijeron los rosgolianos.

La luz se desvaneció. Los terrestres volvieron a mirarse los unos a los otros, desconcertados, sin saber qué decir.

—Así es como teníamos que ser interrogados —dijo Dominici—. He sentido perfectamente algo patrullando por mi cabeza… sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Imagínense… ¡unos dedos que recorren el cerebro al descubierto! —Y se estremeció de pánico ante el recuerdo de lo sucedido.

—Bien, así resulta que somos unos animalitos domésticos —dijo Laurance amargamente—. Supongo que los rosgolianos vendrán desde todo el Universo para jugar con nosotros.

—¿Por qué están haciendo todo esto? —preguntó Hernández—. ¿Por qué han tenido que arrastrarnos hasta aquí para convertirnos en juguetes?

—Y lo que es más importante —intervino entonces Dominici—. ¿Cómo vamos a hacer para salir de aquí?

—No lo haremos —dijo Bernard categóricamente—. No, a menos que los rosgolianos decidan que podamos irnos. No somos exactamente dueños de nuestro propio destino.

—Se está volviendo usted un derrotista, Bernard —dijo Dominici en tono de advertencia—. Desde el primer momento en que esos seres nos aprisionaron, ha estado usted considerando todas las cosas por el lado más negro posible.

—No hago más que considerarlas de forma realista. No creo que salgamos ganando nada con engañarnos a nosotros mismos. Estamos metidos en un buen apuro. ¿Cómo cree que vamos a escapar, Dominici? Vamos, responda. ¿Dónde está la astronave?

—Vaya… uh…

Dominici se calló, sin saber qué seguir hablando. Con un frío fruncimiento de sus facciones, salió hasta la puerta de la casa. La puerta se retiró obedientemente ante su aproximación y salió al aire libre de la calle. Los otros le siguieron a través de la obligada abertura que daba al exterior.

Unas verdes colinas parecían rodar suavemente, ondulando hasta el horizonte lejano.

Unas pequeñas y flecosas nubes rompían el azul metálico del cielo.

No había el menor signo de la astronave.

En absoluto.

Bernard se encogió de hombros, como desamparado.

—Ya lo ven ustedes, podemos estar en cualquier parte de este planeta. En cualquier punto, sin tener la menor idea de dónde ni en qué lugar. A cinco, diez o a mil quinientas millas de la astronave. ¿Y dicen ustedes que soy un derrotista? ¿De qué forma vamos a volver? ¿Por la transmateria? ¿Por teleportación? ¿O a pie? ¿Qué dirección debemos seguir? No estoy tratando de ser pesimista. Es sencillamente que no veo la forma de que nos consideremos libres para hacer absolutamente nada por nuestra cuenta.

—Entonces, somos prisioneros —dijo Dominici con amargura en la voz—. ¡Prisioneros de esos… esos super-seres!

—Incluso aunque pudiésemos llegar hasta la astronave —dijo entonces Havig—, ellos podrían hacernos volver a su gusto, en la misma forma que lo hicieron originalmente. Bemard tiene razón. Estamos totalmente a su merced. Es una situación que no podemos alterar.

—¿Por qué no reza usted? —dijo Stone.

Havig se limitó a encogerse de hombros.

—Nunca he dejado de hacer mis oraciones. Pero me temo que hemos caído en una situación que Dios ha determinado para nosotros, y de la cual Él no nos sacará hasta que se haya cumplido su propósito.

Bernard se arrodilló en la pradera al exterior del edificio. Arrancó un puñado de hierba, dentada en el filo de sus hojas como si fuesen pequeñas sierras, experimentando el salvaje placer perverso además de cortarse la piel con ellas.

Había sido una dolorosa experiencia para un ser inteligente, el haber sido arrastrado tan suavemente hasta aquel planeta paradisíaco, contra su voluntad y de una forma tan sutil y terrible al mismo tiempo. Aquello golpeaba directamente en el alma de un hombre, anulándolo, hasta convertirlo en algo desamparado, dejándolo en tal suerte de sonriente cárcel. Bernard apretaba los puños y los extendía casi con furia. Sus recuerdos volaron hacia tan poco tiempo atrás, en el momento en que el Tecnarca le había sacado de su vida cómoda y agradable. Entonces, me sentaba en mi vibro-sillón y vivía mi vida tranquila y confortable. Ahora soy un representante de la Tierra, en quién sabe qué macrocósmico juicio.

—¡Eh! —exclamó Dominici— ¡Comida!

Bernard se volvió. Captó de un vistazo una luz que se desvanecía y, extendido sobre la hierba, frente a la casa, vio unas bandejas de alimento variado. El hambre ya le estaba asaltando el estómago y se dio cuenta de que estaban todos muy lejos de la astronave, lejos de los alimentos de la Tierra, y sin la menor idea de cómo volver.

—Creo que deberíamos tomar esos alimentos —dijo—. Lo peor que podría suceder es que nos mataran.

Tomó un pequeño pastel dorado y lo probó experimentalmente con sumo cuidado. Se le disolvió literalmente en la boca, fluyéndole garganta abajo, como si fuese miel. Se comió otro y después volvió la atención hacia unas verduras y productos vegetales en forma de trozos de calabaza azulada y a una jarra cristalina de un vino claro de color amarillo. Había también unos frutos blancos y traslúcidos del tamaño de las cerezas. Todo estaba realmente delicioso, y resultaba francamente imposible sugerir que tan delicados alimentos pudiesen ser venenosos para los terrestres y su metabolismo. Comió hasta hartarse y comenzó después a vagabundear por la hierba, sin dirección fija.

El sol estaba cayendo ya hacia el horizonte occidental en aquel momento. Próximo al horizonte, se podía ver una pequeña luna, baja aún en aquel cielo de la tarde ya bien entrada, visible como una pequeña perla contra el azul más oscuro del cielo. Era una escena de simple belleza, al igual que la comida lo había sido, y como los pequeños edificios de los rosgolianos habían sido sencillos. Aquella simplicidad sola, argumentaba en favor de la enorme antigüedad de aquellas gentes. Habían sobrepasado el estadio cultural de encontrar la virtud en el tamaño y en la complejidad de las cosas, para vivir en la Era serena de la sencillez y de los horizontes limpios y despejados. Si vivían tan esparcidos como la vista de aquel panorama parecía indicar, no existirían muchos rosgolianos en aquel mundo; pero tal vez existiesen miles de otros mundos rosgolianos colgados como puntos en el espacio, cada uno con unos pocos miles de habitantes solamente.

Creyó encontrar placer en tal vida, él que había gozado siempre de la soledad y la quietud, de la paz y el aislamiento de su propia vida privada, de su propio piso de Londres y del silencio de su retiro de estudio en la Sirte Mayor[19].

—¿Qué es lo que quieren de nosotros? —preguntaba Hernández en aquel momento.

—Les divertimos —repuso Laurance—. Tal vez se cansen de nosotros más pronto o más tarde y nos dejen ir.

—¿Dejarnos ir, dónde? —preguntó Nakamura especulativamente—. Estamos a más de cien mil años luz de la Tierra. ¿O será que los rosgolianos nos ayuden a volver y encontrar nuestro camino cuando se decidan a dejarnos ir de aquí?

—Si es que nos dejan —corrigió Dominici.

—No creo que nos guarden aquí por mucho tiempo —sugirió Bernard, rompiendo su largo silencio.

—¿Eh? ¿Y cómo lo sabe usted?

—Porque no encajamos en absoluto en la disposición general de las cosas de este planeta —replicó el sociólogo—. Somos como unos espantapájaros en este panorama. Los rosgolianos, tienen su propia vida tranquila y serena que vivir. ¿Por qué tendrían que instalar a un puñado de bárbaros sobre su tranquilo mundo, para alterarlo y estropearlo todo? No, nos dejarán ir cuando hayan llevado a cabo algún propósito definido, que por ahora, sólo ellos conocen. Me resulta muy difícil considerar a estas criaturas como una especie de guardianes de un Zoológico.

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19

Sirte Mayor. Así se denomina el mayor de los continentes del planeta Marte, a juzgar por ahora, de los mapas trazados en las observaciones del planeta. (N. del T.)