—Si uno tiene que morir —dijo Dominici—, supongo que ésa debe ser la mejor forma de todas. Creo que no debe sentirse absolutamente nada, ni por una fracción de segundo. En un instante determinado se está vivo, y al siguiente ha dejado de existir. No le hice ningún funeral. Seguí esperando que volviera de algún modo, ¿sabe? Siempre existía algún elemento de duda y con ella, de esperanza. Pero la gente de la transmateria me dijeron que no, definitivamente había sido una desgraciada distorsión de las coordenadas y se había convertido en átomos para siempre. Me dieron doscientos mil créditos por daños y perjuicios. ¿Y quiere que le diga algo? Cuando tuve aquel cheque en mis manos, lo hice pedazos y lloré por primera vez desde que había ocurrido su muerte. Porque entonces tuve la certeza de que había muerto.
—Debió ser algo espantoso… —murmuró Bernard.
—Nos íbamos de vacaciones —continuó Dominici tranquilamente, aunque con cierto tinte de emoción en la voz—. Todo estaba empaquetado y dispuesto, y yo estaba tras ella con las maletas en la mano. Ella me besó, dio unos pasos hacia el aparato…
—No continúe, por favor. Se está hiriendo a sí mismo.
—No me importa. Ya se fue una gran parte de aquel dolor. Han pasado diez años… Vea, no estoy temblando. Estoy hablando de ella, sin temblar. Eso ya es un paso. Creo que poco a poco conseguiré rehacerme del todo, eso es todo.
Siguieron charlando durante un rato, mientras que los demás iban despertándose poco a poco en el interior de la casa. A Bernard le pareció que sentía más afecto hacia Dominici que por los demás compañeros de viaje; Havig, aunque no fuese el estereotipado tipo de fanático que originalmente había pensado que era, era demasiado austero y difícil para adquirirlo con una cordial amistad, mientras que Stone, en razón de toda su pose diplomática y sus especiales prejuicios al respecto, se apartaba de ser con mucho una persona sencilla y tratable. Pero Dominici tenía en su carácter una agradable complejidad, y aquel hombre, que a veces blasfemaba irreverentemente frente a Havig, en ocasiones de genuinos motivos de demostrarlo, se inclinaba humildemente, rezaba una plegaria en latín y se hacía el signo de la Cruz.
Uno tras otro fueron saliendo al exterior, estirando las piernas tras de aquella corta noche. Stone se les unió el primero, después Nakamura con su simpática presencia y después Havig, con sus gestos bruscos de saludo en aquella forma tan peculiar suya de no aparecer ni amigo ni enemigo. Por último apareció Laurance, perdido en sus privados sentimientos de amargura y decepción. Tras él llegaron Clive y Hernández, con el siempre taciturno Peterszoon.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer, eh? —preguntó Clive—. Sentarnos aquí y esperar, por lo visto.
—Quizás nos envíen alimentos —dijo Stone—. Estoy muerto de hambre. ¿Hay algún signo de que tengamos algo para desayunar?
—Todavía no —repuso Bernard—. Tal vez esperen a que todos estemos despiertos.
—O puede que ni siquiera se ocupen de alimentarnos en absoluto —sugirió Dominici—. No somos más que un puñado de seres piojosos, inferiores, después de todo. Y si deciden…
—¡Mire allí! —gritó Hernández de repente—. ¡Que me aspen! ¡Miren!
Todos volvieron la cabeza al lugar que indicaba Hernández.
—No —dijo Bernard tragando saliva en una completa incredulidad—. No puede ser eso. Es un hechizo… una ilusión…
Por un instante, un nimbo de resplandor se había depositado ligeramente en la pradera a cosa de cincuenta yardas del grupo de los terrestres, habiendo descendido desde la altura hasta el suelo. La luz había parpadeado brevemente y después se desvaneció. Y en la fosforescente imagen subsiguiente a la ausencia del vivido resplandor de luz que les había envuelto, dos figuras aparecieron claramente discernibles; dos macizas figuras de piel oscura, no precisamente humanas, que se balanceaban inciertas sobre la hierba húmeda, mirándoles con el mayor asombro y tal vez presas del temor.
Eran Skrinri y Vortakel.
Los kharvish.
Los orgullosos diplomáticos norglans.
—Hemos traído a sus compañeros —dijo una voz rosgoliana procedente de un lugar indeterminado—. Las negociaciones pueden continuar ahora de nuevo.
Los grandes norglans tenían el aspecto de estar borrachos o bajo los efectos de una completa falta de orientación. Tras una serie de titubeos, llegaron a detenerse, dando la sensación de reunir arrestos y como recuperándose de aquel ciego ataque que les había llevado hasta allí indefensos e impotentes de evitarlo. Entonces todo el valor que parecían haber recuperado quedó de nuevo desvanecido al darse cuenta de la presencia de los hombres de la Tierra.
—¿Son ésos los mismos con los que hablamos… antes? —preguntó Dominici.
—Creo estar seguro de que sí —repuso Bernard—. Mírelo bien: el más grande es Skrinri, y el otro de la cicatriz en el hombro es Vortakel.
Resultaba muy difícil para Bernard considerarlos entonces como extraños, ya que ellos se encontraban en idénticas circunstancias. Sobre aquel planeta Rosgola todos parecían, salvo menores diferencias, prácticamente iguales en su carácter de seres extraños, hasta el extremo de que para los rosgolianos deberían aparecer casi iguales. Pero sin lugar a dudas aquéllos eran los dos norglans que habían llegado como kharvish hasta los hombres de la Tierra.
Los norglans se fueron aproximando, pareciendo intentar el dominio de su compostura dentro de su total perplejidad y asombro sin límites. En un tono gutural, raspeante y completamente distinto del suave que solía emplear Skrinri, dijo:
—Vosotros…, ¿hombres de la Tierra? ¿Los mismos hombres de la Tierra?
Stone se suponía el portavoz del grupo terrestre. Pero Stone estaba tan confuso que no acertaba a salir de su tremenda perplejidad. Tras un instante de frío silencio, Bernard respondió:
—Sí. Nosotros ya nos encontramos y nos reunimos antes con ustedes. Usted es Skrinri…, y usted Vortakel.
—Lo somos. —Fue Skrinri el que habló—. Pero… ¿por qué ustedes venir aquí?
—Nos trajeron, no fue cuestión de propia voluntad —explicó Bernard ilustrando el proceso de las ideas con gráficos hechos con un tallo de hierba—. Nuestra astronave fue capturada y traída hasta aquí. ¿Y ustedes?
Skrinri, aparentemente todavía bajo los efectos de la enormidad de lo que se había hecho con él, no replicó. Fue entonces Vortakel quien lo hizo con una voz poco firme.
—Hubo… haber mucha luz alrededor. Una voz decir: Venir, y el mundo no estar ya más. Y… ahora estar nosotros aquí. —Y se detuvo como aplastado al admitir el hecho de que les habían traído contra su gusto también a través de medio Universo.
Resultaba molesto y, con todo, en cierta forma extrañamente satisfactorio y agradable, ver cómo se hallaban completamente trastornados los dos emisarios norglans. No era tampoco sorprendente que Skrinri y Vortakel pareciesen completamente demolidos en su convicción íntima ante la repentina revelación y descubrimiento de que ellos tampoco representaban el pináculo de la evolución, después de todo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Skrinri.
—Muy lejos de la patria —dijo Bernard. Luchó por encontrar las palabras que necesitaba y de qué forma era posible explicar en términos comunicables los conceptos de «galaxia», «parsec» y «universo». Tuvo que abandonar el esfuerzo—. Nosotros estamos… muy lejos de la casa, tanto que no es posible ni ver su sol o el nuestro en el cielo.
Los norglans se miraron el uno al otro, en una forma que denotaba a las claras una mezcla de sospecha y desamparo. Los dos extraterrestres se hablaron rápidamente durante un buen rato en su imposible lenguaje lleno de consonantes y extraordinariamente evolucionado. Los hombres de la Tierra siguieron en pie, escuchándoles sin comprender una sola palabra, mientras Skrinri y Vortakel, evidentemente, discutían la situación presente.