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Bernard comenzó a sentir lástima por ellos. Los norglans tenían una alta opinión de ellos mismos y de su relación con el universo tan importante como la que tenían los hombres de la Tierra, y había sido preciso la presencia de los rosgolianos para que tales conceptos quedasen aplastados de un solo golpe. Debería ser increíblemente doloroso para los norglans descubrir que podían ser sacados de sus planetas o desviados en sus rutas por el espacio y llevados a incalculables distancias a través de los cielos por unos extraños seres resplandecientes a otra galaxia…

Se dio cuenta de que los rosgolianos estaban de vuelta. Como luciérnagas parpadearon en el horizonte y en destellos sucesivos fueron rápidamente cobrando vida ante ellos. Dos, tres, cincuenta, un centenar; muy pronto la inmensa pradera se convirtió en un inmenso círculo de aquellas criaturas radiantes, como fuegos fatuos suspendidos sobre el suelo verdeante y mojado aún por el rocío de a madrugada.

Una voz silenciosa rosgoliana tomó la palabra.

—Hemos interrogado a los norglans mientras les hemos traído hasta Rosgola. Hemos sabido por ellos que mantienen la idea de que su destino es la completa conquista del Universo, al igual que ustedes, hombres de la Tierra. Con toda evidencia, una u otra parte tiene que ceder o no habrá paz posible entre ustedes, y la guerra arrasará vuestros planetas.

Skrinri rebufó. Evidentemente, las palabras de los rosgolianos tenían que haber sido tan perfectamente inteligibles para unos como para otros.

—Hemos jugado limpio con los terrestres. Les permitimos que conservaran sus planetas propios. Pero los otros planetas… tienen que ser nuestros.

—¿Y en nombre de qué piensan hacerlo? —preguntó una voz rosgoliana con una traza de burla en la voz—. ¿Bajo qué autoridad van ustedes a tomar posesión de todos los mundos que existan?

—¡Por la nuestra! —repuso orgullosamente el norglan, aunque perdiendo ya algo de su propia autosuficiencia—. Los mundos están en el espacio; nosotros llegar hasta ellos, nosotros tomarlos. ¿Qué mayor autoridad necesitamos que nuestra propia fuerza?

—Ninguna —replicó la voz rosgoliana—. Pero su propia fuerza es insuficiente. Débiles, arrogantes, fanfarronas criaturas… Eso es lo que son ustedes y nada más. Ahora estoy hablando para ambos participantes en esta disputa.

Skrinri y Vortakel parecieron estallar de rabia.

—¡Nosotros no hablar más! ¡Volvemos a nuestro planeta o nos tomaremos la justicia debida! La Imperial Norgla no tolerar esta forma de abuso. Nosotros…

La voz de Vortakel se desvaneció en una súbita confusión. Tanto él como Skrinri habían sido levantados del suelo durante su explosión de coraje y entonces aparecían suspendidos, en el aire a más de una yarda del suelo, pateando inútilmente con furia y frustración. Involuntariamente, varios de los hombres de la Tierra soltaron la carcajada…, pero la risa se desvaneció pronto, rápidamente, como sintiendo su propia culpabilidad. Bernard sintió vergüenza de su risa. Dos criaturas inteligentes estaban siendo humilladas ante sus ojos, y su orgulloso espíritu destrozado y deshecho. Por ridícula que la escena pudiera ser, ningún hombre tenía derecho a reírse. A nosotros puede tocarnos a renglón seguido, pensó Bernard con profunda lógica.

—¡Pónganos abajo! —gritaba Skrinri furioso.

—Vamos, demuéstrennos ahora su fuerza, hombres de la Imperial Norgla —dijo la voz seca y burlona del portavoz de los rosgolianos. Y con calma puso una nota de desafío en sus palabras—. ¿Es que no toleran ustedes la levitación, norglans? Muy bien, pues. A ver si nos fuerzan a detenernos.

Los brazos de doble codo se movían enloquecidos en todas las direcciones posibles suspendidos en el aire como ridículos espantapájaros. Los norglans iban siendo levantados, pulgada a pulgada, a una altura cada vez mayor, mientras que los terrestres guardaron un silencio de piedra. Por entonces, tanto Skrinri como Vortakel ya estaban del suelo a una altura mayor que la de sus propios cuerpos, mirando hacia abajo, asustados y temiendo un peligro que no sabían cómo podría llegarles ni de dónde.

—¡Pónganos… nosotros… abajo! —volvió a gritar Skrinri.

—Muy bien.

—Vamos a ver… ¡Pummmmmff!

Los norglans cayeron de repente y ante su más completa sorpresa. Aterrizaron hechos un lío de la forma más poco digna imaginable y permanecieron en el suelo un momento, como si quisieran convencerse de que no estaban bajo el control de los secretos poderes de los rosgolianos. Cuando se levantaron lo hicieron con lentitud, con la cabeza inclinada, sin mirar siquiera a los terrestres.

Se produjo un instante de denso silencio. Entonces la voz rosgoliana añadió: —Les hemos traído desde su propio mundo y les hemos demostrado hasta dónde llega en realidad el alcance de su fuerza, de la que tanto blasonan. Respóndanos ahora, hombres de la Imperial Norgla. ¿Siguen ustedes reclamando todavía que el Universo es suyo?

Los norglans no replicaron. La voz rosgoliana continuó con calma, pero dejándose oír con monumental majestad:

—Y ahí están de pie los terrestres, criaturas menos seguras de sí mismas que esos norglans, pero igualmente orgullosas, igualmente llenas de codicia. Ustedes, hombres de la Tierra: hemos sabido que querían dividirse el universo con los hombres de Norgla. Pero ¿está en sus manos el poder llevarlo a cabo a la medida de su gusto?

Durante unos momentos ninguno de los miembros del grupo terrestre contestó una palabra. Resultaba inútil vociferar slogans de fuerza frente a unos seres dueños de unos poderes más allá de toda comprensión. Amenazar con un puño haciendo gestos frenéticos es más bien una demostración de debilidad que de fuerza.

Pero había que decir algo.

Era precisa alguna justificación.

Yo no soy el portavoz —pensó Martin Bernard—. No tengo necesidad de hablar. ¿Por qué no debería guardar silencio?

Pero se dio cuenta de que el silencio se hacía intolerable. Y si nadie hablaba, tendría que hacerlo. Alguien tendría que decir algo en defensa de la Tierra y de sus pretensiones, a lo que iba transformándose en muchos aspectos en un juicio de un tribunal y un jurado.

Bernard se adelantó consciente de lo que hacía, quedándose en pie entre su grupo y el de los norglans y mirando adonde pensó que se hallaba el portavoz de los rosgolianos.

—No hemos actuado con sentido del orgullo —dijo Bernard con calma—. Nuestras acciones se derivan de motivaciones que no necesitan pedir excusas. Somos una raza creciente y en constante expansión, y buscamos espacio para subsistir. Los norglans, como nosotros, tienen que disponer asimismo de espacio vital. Nuestra esperanza era llegar a un acuerdo que pudiese evitar un conflicto de intereses y de esta forma una guerra destructora.

—Y así reclaman la mitad del universo —repuso acusadoramente la voz rosgoliana—. ¿Dónde está la humildad en todo esto? ¿Y dónde la autolimitación, el freno?

Bernard sostuvo su punto de vista, sintiendo el aliento silencioso de sus compañeros de la Tierra.

—Sí, es cierto que hemos reclamado el derecho a extendernos por la mitad del Universo —continuó—. Lo hicimos así pensando que no habría otras criaturas inteligentes, fuera de nosotros y de los norglans. Ahí yace nuestro orgullo, en tan ciega presunción. Estuvimos equivocados, trágicamente equivocados. Hay otras razas en el Universo, ahora lo sabemos, y de todas las razas nosotros somos la más joven y en consecuencia la más alocada e irresponsable tal vez, y por este impulso juvenil y natural, dadas las circunstancias, rogamos indulgencia. Pero, sin embargo, deseamos tener el derecho de expandirnos. Seguimos insistiendo en el derecho de colonizar otros mundos que ahora están totalmente vacíos.