—Sí. Lo ordenamos definitivamente. Ésas son las fronteras. Se mantendrán ustedes dentro de ellas y además dejarán de amenazarse los unos a los otros con ninguna guerra. Lo ordenamos en nombre de la armonía galáctica, y no toleraremos la menor desviación ni desobediencia. ¿Está comprendido?
Once figuras permanecían de pie, asustadas y perplejas ante el modelo que aquellas fantásticas criaturas habían creado. Nadie habló una palabra, ni los terrestres ni los norglans. Pasaron varios segundos sin que se oyese una palabra.
—¿Está comprendido? —exigió la voz rosgoliana con una cierta acritud.
Alguien tenía que hablar para admitir que todos habían ya aceptado privadamente los dictados de la necesidad. Martin Bernard se encogió de hombros y dijo con calma:
—Sí. Comprendemos la situación.
—¿Y los hombres de Norgla?
—Nosotros comprendemos —dijo Skrinri como un eco no sólo de las palabras de Bernard, sino de su misma resignación.
—Así queda hecho, pues.
Aquel modelo dividido desapareció del espacio.
—Serán ustedes devueltos a su planeta patrio. Allí informarán ustedes a los jefes de sus gobiernos de la existencia de las líneas fronterizas que acabamos de establecer. Y tendrán que advertir a sus gobiernos también de que cualquier transgresión de tales fronteras les llevará a un castigo inmediato.
Estaba concluido el asunto.
¿Irrevocablemente ?
¿Sin posible disputa?
Una luz cegadora se arremolinó alrededor de las macizas figuras de los negociadores norglans e inmediatamente, tras haber brillado por un instante, desaparecieron como por encanto. Un instante más tarde, la mayor parte de los rosgolianos había sido trasladada a otra parte en la misma forma.
Y una fracción de segundo después los hombres de la Tierra sintieron que una oleada cálida y luminosa les envolvía…, y sin ninguna sensación de transición se encontraron de nuevo junto a su astronave, la XV-ftl.
De entre el silencio les llegó una voz rosgoliana con una orden pronunciada en tono cortés.
—Entren en su astronave. Les devolveremos a la galaxia a que pertenecen.
Bernard levantó los ojos momentáneamente y se encontró con los de Laurance. El Comandante aparecía confuso, chasqueado, bloqueado, profundamente humillado. Laurance apartó la vista a otro lado. Los nueve hombres del grupo terrestre, silenciosos y con la vergüenza en el rostro, fueron entrando uno tras otro al interior del navio interestelar.
Peterszoon, el último hombre en subir a bordo, activó los controles de la escotilla principal de acceso, que quedó herméticamente cerrada. Se oyó el débil silbar de los igualadores de presión. Laurance y su tripulación desfilaron por la astronave en dirección a sus lugares habituales, situados en el morro de la XV-ftl. Havig, Bernard, Stone y Dominici se quedaron en la cabina de pasajeros, a popa.
Nadie pronunció una palabra.
Los cuatro pasajeros tomaron su asiento de despegue en la actitud debida y esperaron inciertamente, sin que ninguno quisiera encontrarse con la mirada del que tenía enfrente. Sus espíritus estaban totalmente abatidos por el mismo y común sentido de depresión y suprema humillación.
La nave despegó rápidamente, sin la menor sensación de haber despegado por sus propios medios. La nave había abandonado la bella pradera rosgoliana sencillamente y flotaba hacia el espacio, como si la velocidad de escape de Rosgola fuese cero y la masa y la inercia fuesen conceptos sin ninguna significación particular.
Fue Stone, finalmente, quien rompió el denso silencio que les envolvía, mientras la astronave subía y subía alejándose en el espacio.
—Bien, así es todo —murmuró con amargura, mirando fijamente a la pared metálica—. ¡Tenemos una bonita y completa historia que contar cuando lleguemos a casa! La cosa tiene mérito, amigos… ¡Los importantes hombres de la Tierra no se han encontrado una raza extraterrestre, sino dos! Y la segunda nos ha apaleado con más fuerza que la primera. Pero seguro que nosotros hemos jugado el papel más importante en esta pequeña conferencia…
Dominici sacudió la cabeza en franca desavenencia con el diplomático.
—Yo no expresaría eso así.
—¿No? —repuso Stone desafiante.
—En absoluto —mantuvo Dominici—. Yo diría que los norglans se han marchado bastante más miserablemente que lo hicimos nosotros, tras que todo fue dicho y hecho. No olvide que originalmente los norglans reclamaban para sí la totalidad del universo, excepto lo correspondiente a nuestra pequeña esfera de dominio, antes de que los rosgolianos tomaran cartas en el asunto. Y ahora los pieles azules han quedado reducidos a un cincuenta por ciento de una galaxia y nada más.
—Supongo que a eso le llamará usted una victoria para nosotros —arguyó Stone—. Pero esa clase de razonamiento puede racionalizar cualquier cosa, de todas formas.
—Y es de presumir que los norglans habitarán en la línea divisoria —remarcó Havig.
—Creo que lo harán —dijo Bernard—. No meparece que tengan otra alternativa. Tendrán que aguantarse con el convenio, tanto si les gusta como si no. Esos rosgolianos parecen disponer de poderes ilimitados extrasíquicos. Probablemente no dejarán ni por un momento de tener un ojo avizor sobre nuestra galaxia, haciendo una constante labor de policía y dispuestos a cortar cualquier dificultad que pudiera surgir concebiblemente respecto a la división fronteriza y a su violación.
—Haciendo de policías en nuestra galaxia —dijo Stone sombríamente—. Es algo encantador, ¿verdad? Salimos de la Tierra con un heráldico tocar de trompetas como representantes de la raza dominante del universo, y volvemos a ella sabiendo que estamos vigilados policialmente hasta en el más pequeño rincón de nuestra propia galaxia. No será cosa fácil de digerir para el Arconato.
—No es fácil digerirlo para nadie en particular tampoco —dijo Bernard—. La verdad no lo es nunca. Y creo que es sólo una pizca de verdad lo que aún tiene en el buche cada hombre de la Tierra. Lo que hemos hallado en nuestro viaje por las estrellas y que no sabíamos antes es que no somos la raza dominante del universo; al menos todavía no, de todos modos. Los rosgolianos y tal vez algunas otras en las lejanas galaxias tienen un lugar de comienzo evolutivo de quizá quinientos o seiscientos mil años sobre nosotros. Por tanto, nos han devuelto al punto que debemos ocupar… por un tiempo tan grande como se quiera. Éramos como un puñado de niños imaginando que el universo estaba al alcance de nuestras manos. Bien, no lo es, eso es todo. Y el Arconato y todo el resto de las gentes de la Tierra tendrán que hacerse a esa idea, quieran o no.
—Ésta es la derrota más grande que la Tierra ha sufrido en toda su larga historia —persistió Stone.
—¿Derrota? —replicó Bernard—. Escuche, Stone, ¿llamaría usted una derrota a poner sus dedos sobre una plancha al rojo vivo y quemarse la piel? Seguro, la plancha ha derrotado a su mano. Y lo hará cada vez que lo intente. Está en la naturaleza fundamental del metal de las planchas el ser más fuerte que los dedos y sus delicados tejidos sensibles al fuego, y me parece una cosa ridícula argüir respecto a los aspectos filosóficos de la situación.
—Si tuviese que derrotar a una plancha metálica al rojo, no utilizaría mis manos al desnudo, desprotegidas. Utilizaría un soplete. Y vencería diez veces de cada diez.
—Pero da la casualidad de que no disponemos de ese soplete contra los rosgolianos —dijo Bernard—. Es sencillamente que no estamos a su altura y cualquier comparación es infantil. Está, por esa razón anterior, en la naturaleza de las razas avanzadas medio millón de años respecto de la nuestra, que sean infinitamente más fuertes que nosotros. ¿Por qué sentirse tan trastornado al respecto?