—Bernard tiene razón —intervino Havig con voz calmosa—. La gran rueda de la Vida sigue su giro. Algún día, los rosgolianos desaparecerán del universo y nosotros, en el crepúsculo de nuestros días, vigilaremos a otras razas jóvenes y fuertes que comiencen a patrullar por los cielos. ¿Y qué tendremos que hacer con ellas? Exactamente lo que los rosgolianos han hecho con nosotros, en bien de nuestra propia paz. Pero, quizás, para entonces, nosotros sepamos Quién nos ha creado y no actuaremos por nuestra propia voluntad ni en gracia a nuestro capricho.
Hundiéndose la cabeza entre las manos, Stone murmuró:
—Lo que está diciendo Bernard, tiene un perfecto sentido a un nivel de buen sentido, abstractamente y en forma intelectual. No estoy tratando de negarlo. Pero descienda ahora y póngase frente a las realidades de la situación. ¿Cómo va usted a decirle a un planeta que cree que es el pináculo de la creación que es sólo una insignificante patata perdida en un campo de cultivo?
—Ése será el problema del Arconato, no el nuestro —dijo Dominici.
—¿Qué importa de quién será el problema? Esto va a colocar a la Tierra en una espantosa conmoción. Es toda una humillación a escala planetaria.
—Es el abrir los ojos a escala planetaria, Stone —restalló Bernard con firmeza—. Yo destruiré cualquier brote de complacencia. Por primera vez, tenemos ante nosotros otras razas inteligentes con quien habérnoslas cara a cara. Sabemos que los norglans son tan buenos como nosotros y que los rosgolianos son muchísimo mejor. Ahora sabemos, cuando menos, que tenemos que progresar, mantenernos, sobrepasar a los norglans y dirigirnos hacia la altura de los rosgolianos. Y alguna vez se llegará a ese objetivo, por lejano que nos parezca.
Hernández entró en la cabina y se detuvo, mirando con incertidumbre a los presentes.
—¿Estoy interrumpiendo algo importante, señores?
—¿Qué podría ser importante ahora de todos modos? —repuso Stone con voz desfallecida.
—Sólo estábamos discutiendo las implicaciones de nuestra nueva situación —explicó Bernard—. ¿Hay, por azar, alguna complicación por allá arriba, Hernández?
El tripulante sacudió la cabeza.
—No, no hay dificultades Dr. Bernard. El Comandante Laurance me envía para decirles, que al parecer, los rosgolianos nos han vuelto a colocar en el lugar en que nos creíamos perdidos y que ahora estamos a punto de hacer la conversión al hiperespacio y dirigirnos a casa.
—Pera… eso no puede ser —comentó Stone, perplejo.
Simultáneamente, Dominio, tragó saliva con un gran esfuerzo.
—¿Qué? Quiere usted decir… que estamos en nuestra propia galaxia… ¿tan pronto?
—Sí señor, así es —repuso Hernández con calma—. Hace sólo media hora que abandonamos Rosgola, tiempo de la astronave. Pero estamos de vuelta a casa.
—¿Está usted cierto de lo que dice?
—El Comandante lo está positivamente.
Así pues, la astronave había cruzado el abismo intergaláctico en una simple cuestión de veinte o treinta minutos, gracias a los rosgolianos. Era algo que sobrepasaba la imaginación humana en toda su capacidad de concepción.
Más allá de la capacidad de la mente humana. Pero, según comprobó Bernard con su universal tolerancia y capacidad de ideas aquello podía ser sólo una cosa sencilla en un mundo donde existía una raza tan increíblemente avanzada como la de los rosgolianos. Y se sintió profundamente turbado.
Con todo, aún así, aquello causaba un cierto placer y una gran esperanza. Los rosgolianos se hallaban a medio millón de años por delante del hombre en su proceso evolutivo. Y podían realizar verdaderos milagros. Pero, ¿cuántos logros del hombre no hubieran parecido milagros también a otros hombres de la Tierra, que sólo vivieron unos pocos cientos de años antes? Y eso, para no mencionar al hombre de medio millón de años en el pasado…
¿Dónde estábamos hace medio millón de años? —se preguntó Bernard—. Dándonos golpes en un pecho peludo, saltando por los árboles, cociendo a nuestros propios parientes para comer, incluso comiéndolos crudos, pero así y todo hemos recorrido todo el tiempo que va desde el Pitecantropus erectus a la era de la transmateria en medio millón de años… a la velocidad incrementada que el hombre ha podido… El que sea una jornada terrible, no significa que el tiempo haya sido enorme… Por tanto, ¿quién es capaz de predecir lo que seremos a medio millón de años en el futuro? ¿Quién puede predecir dónde estaremos cuando seamos tan antiguos como lo son ahora los rosgolianos?
Aquella era una idea agradable de imaginar. Por primera vez desde que comenzó aquel largo viaje por el espacio, desde el desierto de Australia Central, Bernard sintió un momento de certidumbre, de comprensión respecto a la relación del hombre con el Universo.
Como una cálida oleada de seguridad, se sintió más seguro de sí mismo y creyó hallarse más confortado íntimamente.
—Eh, Bernard, Bernard… ¿Es que va usted a pasarse toda la noche pensando? —le preguntó Dominici.
—Uhh…, sí, claro. ¿Por qué lo pregunta?
—Da usted una impresión tan distinta y tan repentina… Tiene una especie de sonrisa en la cara que no la había visto nunca antes.
—Estaba… pensando en algo especial —dijo Bernard con calma—. Es como si fuese colocando en su sitio algunas piezas de un rompecabezas. Me he sentido bien por unos instantes. Y todavía lo estoy—. Entonces se inclinó hacia Dominici—. Dom, dígame algo respecto a los norglans, biológicamente hablando. Tanto como haya podido usted descubrir en ellos. Dominici frunció el ceño.
—Bien…, en un aspecto son obviamente mamíferos.
—Por supuesto. ¿Y qué hay respecto a su estadio evolutivo?
—Proceden de alguna criatura del género de los primates, de eso estoy bien seguro. Desde luego, existen grandes diferencias, pero eso es lo menos que debe esperarse en un abismo de separación de doce o quince mil años luz de distancia. Los ojos, los codos dobles en los brazos… son cosas de las que nosotros carecemos. Pero aparte de eso, al menos basándose en la evidencia externa, yo diría que son bastante iguales a nosotros.
—¿Una raza más joven que la nuestra, diría usted?
La incertidumbre apareció en los ojos de Dominici.
—¿Más joven? No, yo no diría eso. Me inclinaría a decir que por el contrario, es mucho más antigua.
—¿Por qué dice eso?
Dominici se encogió ligeramente de hombros.
—Llámelo una presunción, un barrunto. Ellos dan la impresión de estar firmemente asentados en sus aspectos vitales, de una forma casi estratificada. La diferencia no podría ser mucha, tal vez dos o tres mil años, pero tengo la definida sensación de que fueron civilizados bastante tiempo antes de que lo fuéramos nosotros.
—Y yo me inclino a estar de acuerdo —intervino Havig desde el rincón en que se hallaba—. De lo que he podido captar de su complicado lenguaje, diría que es un idioma altamente evolucionado, es decir, la clase de lenguaje que toda una raza ha debido estar hablando durante unos dos mil años. Pero, ¿qué tiene en la mente, Bernard? ¿Por qué estas súbitas preguntas?
Bernard se encogió de hombros.
—Estoy reuniendo datos y poniendo las cosas en su lugar, para tener algo que decirle al Tecnarca cuando volvamos —dijo de forma que no admitiesen sus palabras ninguna otra explicación.
Sonó el gong, señalando la conversión al hiperespacio. Poco después, llegó la conversión y Nakamura llegó hasta la cabina de los pasajeros para anunciar que la astronave seguía su ruta normal y que iba a servirse la comida.
Todos comieron tranquilamente. No había razón alguna para hallarse eufóricos tras semejante misión en las estrellas. Todos se hallaban conscientes de que estaban de vuelta a la Tierra, tras una misión que había terminado con una inesperada disminución del lugar que el hombre ocupaba en el Universo. Las noticias de que eran portadores, serían difícilmente bienvenidas para las gentes de la Tierra, y mucho menos para aquel hombre duro e inflexible, orgulloso y tremendo que les había impelido a realizar tal viaje. Las verdades al desnudo, son raramente bien acogidas.