—No estamos solos, pues —dijo el Geoarca Ronholm, casi medio para sí mismo—. Otros seres también exploran el espacio en busca de colonias, de espacio vital…
—Sí —interrumpió McKenzie crispado—. Construyendo colonias también. Creo que estamos sometidos a la amenaza más grande que jamás haya tenido nuestra historia humana…
—¿Y por qué dice eso? —preguntó Nelson, el Arconte de Educación—. ¿Sólo porque otra especie que se halla a diez mil años luz de distancia está extendiéndose a algunos planetas, puede usted obtener esas conclusiones?
—Sí que puedo, y lo mantengo. Hoy, la esfera de mundos de la Tierra y la de esos extraños, se hallan distanciadas por diez mil años de luz. Pero nosotros tendremos que expandirnos constantemente, incluso olvidando por un momento la nueva propulsión espacial, y así lo hacen ellos. Es una colisión entre mundos distintos. No una colisión entre naves del espacio, de planetas o incluso de estrellas; es una colisión inevitable entre dos imperios estelares, el suyo y el nuestro.
—¿Tiene usted algo que proponer? —preguntó el Geoarca.
—Sí —repuso McKenzie—. Tenemos que entrar en contacto con esas criaturas inmediatamente. No dentro de cien años a partir de ahora, ni el año que viene, sino en la semana próxima. Tenemos que mostrarles que nosotros también estamos presentes en el Universo, y que es preciso llegar a alguna especie de acuerdo, ¡antes de que se produzca la colisión!
Se produjo una pausa de completo silencio. McKenzie miró fijamente a la persona del Comandante Laurance, de pie ante la Asamblea y flanqueado por sus hombres.
—¿Cómo sabe usted que esos… extraños tienen algunas intenciones hostiles, en absoluto? —preguntó entonces el Arconte de Seguridad, Lestrade.
—La intención hostil no tiene ahora importancia. Ellos existen, existimos nosotros. Ellos colonizan su zona del espacio, nosotros la nuestra. Nos encaminamos inevitablemente a un choque.
—Bien, haga sus recomendaciones, Tecnarca McKenzie —indicó el Geoarca con voz inalterada.
McKenzie se puso en pie.
—Mi recomendación es que la astronave que ahora es capaz de atravesar el espacio a velocidades superlumínicas y que acaba de regresar, se envíe inmediatamente al espacio; pero esta vez llevando consigo un grupo de negociadores, quienes puedan entrar en contacto directo con esos extraños. Los negociadores, intentarán, por todos los medios a su alcance, el descubrir cuáles son los propósitos de esos seres y llegar a un acuerdo de cooperación, en el que ciertas zonas de la Galaxia queden reservadas para una ü otra de las razas colonizadoras.
—¿Y quién va a pilotar la astronave esta vez? —preguntó el Arconte de Comunicaciones.
McKenzie pareció sorprendido.
—¡Vaya! Ya tenemos una tripulación bien entrenada y que ha demostrado su magnífica capacidad para hacerlo.
—Acaban de regresar de un viaje de un mes por el espacio —protestó el Arconte Wissiner—. Esos hombres tienen familias, parientes, amigos. ¡No pensará usted en volver a enviarlos inmediatamente!
—¿Sería mejor arriesgar nuestra única astronave superlumínica disponible por ahora en manos de hombres sin experiencia? —repuso McKenzie—. Si el Arconato lo aprueba, presentaré dentro de breves días una lista de los hombres capacitados para llevar a cabo las negociaciones a que me he referido y para que traten con esas criaturas extraterrestres. Una vez estén de acuerdo, la astronave deberá salir inmediatamente. Ahora dejo la cuestión en vuestras manos.
McKenzie volvió a su asiento. Siguió su debate breve y sin gran fuerza, aunque varios de los Arcontes se resentían privadamente de los métodos tan directos del Tecnarca; sin embargo, raramente votaban en contra de sus decisiones o propuestas cuando llegaba el momento de hacerlo. McKenzie había demostrado tener razón siempre, demasiadas veces en el paso, para que cualquiera se opusiera a él entonces.
Permaneció sentado tranquilamente, escuchando la discusión y tomando parte en ella sólo cuando era necesario para defender algún punto. Sus facciones no reflejaban ninguna de las sensaciones amargas que le habían trastornado desde la vuelta del XV-ftl. Había vuelto a recobrar su temple y su gran poder de visión y de mando. Pero en su mente aquel gran problema no dejaba de dar vueltas y más vueltas.
Extraños que construyen colonias, pensó preocupado. El brillante juguete que era el universo quedaba así empañado en la mente del Tecnarca. Él había soñado con un universo de planetas que sólo esperaban la llegada del hombre y a través de los cuales el género humano pudiese expandirse como la corriente viva de un río poderoso. Pero no era ya así; tras cientos de años, se habían hallado otras especies inteligentes como el hombre. ¿Iguales? Así parecía… de no ser peor aún la cosa. Fuesen cuales fuesen sus capacidades, el hecho significaba que el género humano estaba ya limitado y que una parte importante o tal vez el resto del universo le estaba prohibido, vallado. Y en tal respecto, McKenzie no podía por menos que sentirse disminuido.
No había otra cosa que negociar, que salvar alguna porción de la infinitud del Imperio de la Tierra. McKenzie suspiró. El hombre mejor calificado para ser el Embajador de la Tierra era él mismo. Pero la Ley prohibía a un Arconte abandonar la Tierra; sólo renunciando al arconato podría acompañar al equipo diplomático de negociaciones…, pero tal renuncia le resultaba imposible considerarla.
Esperó, impaciente en su asiento, a que el debate se terminase pronunciándose la Asamblea en uno u otro sentido. Esperó tener el voto de confianza necesario. Pero debía esperar.
Esperar a que Dawson hubiera terminado de exponer si la extensión del género humano era financieramente prudente, a que Wissiner expusiera sus puntos de vista sobre la eficacia de la negociación; hasta que Croy hubiese agotado la objeción de que tal vez los extraterrestres estuvieran expandiéndose en otra dirección; o que Klaus hubiera terminado de sugerir de una forma velada que una guerra inmediata, y no las negociaciones, fueran el procedimiento más derecho y eficaz.
Y así continuó el debate, donde cada Arconte exponía su preocupación personal, mientras que los cinco astronautas, fatigados y deshechos por el viaje que acababan de realizar, asistían al desacostumbrado espectáculo de presenciar las discusiones de la oligarquía que gobernaba la Tierra. Al final, el Geoarca llamó la atención de la Asamblea del Arconato con su voz de anciano suave, calmosa y temblona :
—Puede procederse a la votación.
Y se llevó a cabo la votación. Cada Arconte manipuló secretamente con un dispositivo oculto bajo su sección de la mesa. Hacia la derecha, significaba el apoyo a la medida a tomar, y la izquierda la oposición. Por encima de la mesa, un globo resplandeciente registraba el voto secreto de los Arcontes. El blanco era el color de la aceptación incondicional, y el negro el veto rotundo a la medida o proposición expuesta. McKenzie fue el primero en operar su conexión privada: un destello de luz blanca comenzó a danzar en la profundidad moteada de gris del interior del globo. Un instante más tarde, una chispa de negro puso su lóbrego contraste. ¿Sería el voto contrario de Wissiner?, pensó McKenzie. Después, otro blanco, seguido de otro negro. El matiz general del globo comenzó poco a poco a inclinarse hacia el color blanco, aunque inciertamente todavía. El sudor perlaba la frente del Tecnarca. El color iba haciéndose más claro conforme avanzaba lentamente la votación.