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Havig se quedó en el pasadizo echándole una mano a Nakamura para quitar el servicio de la comida. Bernard volvió a la cabina con Stone y Dominici. Una especie de sombra gris había caído nuevamente sobre ellos. A cada minuto que pasaba entonces, se hallaban más y más cerca de la Tierra y de su informe frente al Tecnarca.

Stone se sentó en silencio en su litera, con la cara entre las manos. Bernard le miró y comprobó que el regordete diplomático estaba llorando. Se inclinó sobre él.

Stone. ¡Vamos, hombre, deje de comportarse así!

—¡Déjeme solo! —fue la respuesta de Stone. —Vamos, eche de lado cualquier preocupación.

—¡Vayase!

—¡Maldita sea! —exclamó Bernard irritado—, ¿por qué está usted llorando, en cualquier caso? ¿Es el hecho de que los hombres tengamos unas grandes bolas de queso para pensar lo que le trastorna hasta ese extremo? ¿O es probablemente el hecho de que se quede usted fuera de su empleo en el Arconato, lo que le hace mella?

Stone le miró, pálido y con los ojos enrojecidos y el asombro reflejado en la mirada del hombre cuyo secreto más bien guardado ha sido puesto al descubierto.

—¿Cómo se atreve a decir eso?

—¿Es la verdad, no es cierto?

—Qué está tratando de decir…

—Admítalo —insistió Bernard con un tono duro y deliberado—. Encárese con la verdad. Es un hábito que todos podemos comenzar a cultivar aquí ahora.

El diplomático le miró como si le hubieran dado una serie de latigazos. Pareció hundirse en sí mismo y tras unos momentos de silencio, dijo en una voz callada y distante:

—De acuerdo, está bien. Ésa es la verdad. No voy a intentar ocultarlo más. Durante veinticinco años he estado siendo entrenado para el Arconato y ahora todo se ha ido al infierno de un manotazo. No me queda ninguna carrera que hacer. Ya no soy nada más que una cáscara vacía de contenido. ¿Se supone que voy a sentirme feliz en la forma en que se han presentado las cosas? ¿Cree usted que jamás eligirían como Arconte al mismo hombre que trajo las aplastantes noticias que nosotros… que nosotros llevamos a…?

Stone no pudo continuar.

Comenzó a sollozar desconsoladamente, extraviado, como un hombre que no tiene donde asirse, a pesar de los esfuerzos que debería hacer para ocultarlo. Bernard se sintió incómodo y sin poder ayudarle, mientras que observaba cómo le temblaban los hombros en una forma incontrolada. Bernard pensó que sería mejor que se desahogara. Su carrera diplomática podría estar acabada o no; pero aquel alivio de su sobrecarga emocional, le resultaba beneficioso y necesario. A todos podría resultarle igualmente beneficioso, llegado el momento.

Bernard se volvió a la litera. Tras un rato, vio cómo Stone se levantaba, se lavaba el rostro, se secaba los ojos y se inyectó en el brazo con un sedante. El diplomático se tumbó en la litera y a poco estuvo profundamente dormido. Bernard permaneció despierto, observando el gris extraño de la pantalla visora, propio del paso en el no-espacio y contando los segundos que pasaban lentos con las manecillas del reloj. Su estado de ánimo también era de depresión; pero con todo, no tan débil como tendría que haberlo sido, dadas las circunstancias. Había sido una jornada valiosa, al menos para él y por extensión para todos los habitantes de la Tierra. La Tierra agradecería así algunas cosas respecto a sí misma, que necesitaba conocer desesperadamente y descubrir, como lo habían sido para Martin Bernard. Algunas de sus acciones le sorprendieron, al volver la memoria atrás. Por ejemplo, su sincera explosión de comprensión y simpatía por Havig. El viaje a las estrellas había ensanchado el conocimiento de sí mismo y el de los otros. Podía mirar al pasado entonces y ver el Martin Bernard de muy reciente fecha, con una fría y clara perspectiva.

Lo que vio de sí mismo en tales circunstancias, no era muy agradable. Vio a un hombre egoísta, irritantemente concentrado en sí mismo, incluso con un trazo de crueldad muy bien camuflado bajo su aspecto exterior amistoso y cordial. La faena que le gastó a Havig en su artículo, por ejemplo, no había sido en realidad una expresión de erudita disensión de puntos de vista, sino más bien el ataque a una filosofía de la vida, surgido de su concepto hedonista propio sobre el vivir, tan en contraposición con la honradez y la sólida fe de hombre religioso del neopuritano. Su relación con su esposa, también, la vio con una claridad desconcertante; no es que hubiera «nacido» para no ser un buen marido, sino simplemente que no había hecho nada para intentarlo ser. Ella no era aguda ni inteligente, una sencilla mujer que deseaba compartir la vida interior de su marido y que había sido completamente descartada en su propósito femenino.

Bernard miró fijamente y con firmeza hacia delante. Aquel cerrado confinamiento, tan lejos de las arrulladoras influencias de su fácil vida en el hogar, le había forzado a buscarse a sí mismo y obligado a comprenderse en su yo real, encerrado en una máscara cerrada de complacencia.

También la propia Tierra tendría que realizar una búsqueda de sí misma. Se preguntó si las gentes que habitaban el planeta patrio, en general, se aprovecharían de la verdad de lo sucedido, como debería ser, o si reaccionaba falsamente poniendo en marcha todos sus mecanismos para ahogarla. Ante aquella idea, frunció el ceño. Tenía muchas dudas sobre el particular.

El tiempo corría y corría. Sólo quedaban doce horas hasta el momento de la nueva conversión al espacio normal. Las manecillas del reloj se movían lenta e inexorablemente.

Diez horas, ocho, seis, cuatro, veinte minutos.

Los últimos minutos parecieron mucho más largos. El rostro de Bernard se cubrió con una rígida máscara, con los ojos muy abiertos sin dejar de consultar el reloj. Nadie había hablado durante horas enteras.

Finalmente, sonó el gong, cuyo eco en su resonancia por toda la astronave vibró como el anuncio del Juicio Final. Llegó el momento de la conversión. La pantalla visora se iluminó instantáneamente al salir la astronave de las velocidades superlumínicas fuera del ignoto vacío, y discurrir por el universo conocido.

El mensaje llegó a popa procedente del Comandante en lentos y mesurados tonos de voz:

—Estamos cruzando la órbita de Neptuno en este momento y nos dirigimos hacia el centro del sistema solar. Ya he radiado nuestra posición y la Tierra me ha respondido. Ya saben que volvemos a casa.

XVI

La cámara privada del Tecnarca McKenzie tenía una rígida y casi hierática simplicidad, rodeada de paredes negras de piedra y su brillante piso de mármol. Aquella cámara sin ventanas, había sido diseñada para impresionar tanto al ocupante como a sus visitantes con la sobria importancia de las responsabilidades de un Tecnarca… y en tal aspecto, era cosa que había sabido conseguir, pensó Bernard. Sintió un ligero matiz de temor cuando siguió a McKenzie.

Pocas palabras se habían intercambiado desde el aterrizaje del XV-ftl en Central Australia una hora antes. A la llegada de los viajeros del espacio, el Tecnarca había adivinado por el aspecto de sus rostros que las noticias de que eran portadores, no eran cosa para ser despachadas con urgencia. En cualquier caso, no había hecho preguntas, habiéndose limitado a recibirles con un gesto de la cabeza al abandonar la nave. Bernard se había dirigido el primero hacia él.

—A sus órdenes, Excelencia.

—Hola, Bernard. ¿Qué noticias hay?