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Algo debió romperse en el interior del Tecnarca, como un vaso deshecho en mil pedazos. Sus hombros comenzaron a hundirse, su rostro a flojear, su amplia boca caída y sus macizos antebrazos, con su fuerza perdida, cayeron como trapos a sus costados. Bernard miró hacia el suelo. El observar a McKenzie en aquel instante, era como ver un gran monumento derrumbarse hacia su completa destrucción; resultaba realmente doloroso de ver.

Cuando McKenzie habló de nuevo, lo hizo con una voz diferente, sin ninguna de la metálica fuerza del tono de un Tecnarca.

—Supongo que esta expedición no resultó tan bien, pues. Les envié a ustedes como representantes de la mejor raza de la galaxia…, y vuelven ustedes derrotados…, aplastados…

—¡Pero hemos conseguido, después de todo, el objetivo al que fuimos a buscar! —protestó Bernard—. Nos envió usted a dividir la galaxia con los norglans… ¡y hemos tenido éxito en ese logro!

Aquel sofisma sonó a hueco desde el momento en que había acabado de pronunciarlo. McKenzie sonrió de una forma extraña.

—¿Lo consiguieron? Envié a ustedes a dividir el universo; y han vuelto ustedes con la mitad de la galaxia, hecha dos porciones. No es la misma cosa, en absoluto, ¿no es cierto, Bernard?

—Excelencia…

—Así todos mis sueños han terminado. Pensé en la duración de toda mi vida, que vería a los terrestres situados en los últimos confines del universo, y en vez de eso nos quedamos encerrados y reducidos a la mitad de la galaxia por especial gracia concedida por nuestros amos. Bien esto es el fin, ¿verdad, Bernard? Una vez que se ha puesto un límite… una vez que se pone una valla a nuestro alrededor…» eso es la terminación de nuestros sueños de infinitud…

—No, Excelencia. Ahí es donde está usted equivocado.

—¿Eh? —exclamó McKenzie perplejo. Era seguramente la primera vez que un ser humano se había atrevido a contradecir a un Tecnarca tan claramente. Pero Bernard se sentía lo suficiente fuerte para mostrarse irritado.

—No es el fin, Excelencia. Admito que no estamos en la misma posición de supremacía que estábamos antes de que Laurance descubriera a los norglans; pero, ¡nunca estuvimos en tal posición de supremacía! Nunca fuimos los señores de la creación. Sólo lo parecía en esa forma, porque nunca nos hallamos con otra raza inteligente. Y ahora, por primera vez, vemos nuestra verdadera posición. »Es cierto, no es una postura de supremacía. Estamos a mucho camino de tal cosa. Somos demasiado jóvenes, demasiado nuevos, para tener la clase de poder que pensábamos. Están los norglans en nuestra propia galaxia y tan fuertes como nosotros, probablemente. Y fuera de la galaxia, están los rosgolianos, y ¿quién sabe qué grandes razas todavía superiores a ésa? Pero ahora, tenemos frente a nosotros una tarea definida por la que trabajar. Tenemos unas metas definidas, en lugar de unas vagas e indefinidas. Sabemos que tenemos que trabajar y luchar para evolucionar y sobrepasar a los norglans y aproximarnos a los rosgolianos. Cuando nos hallemos en su clase, estaremos legítimamente en condiciones de levantar nuestras cabezas con orgullo, excepto que habremos sobrepasado el punto en que el orgullo sea necesario.

»Creo que nosotros somos incluso una raza más joven que la de los norglans, Excelencia. Pero hemos sido considerados de igual a igual y catalogados como ellos, por esa prisa que se dan en expandirse y construir colonias…, y creo incluso que los rosgolianos tienen miedo de nosotros. Están viendo a qué velocidad nos estamos expandiendo; saben que hace sólo un millar de años que entramos en la Edad de la Máquina y conocen cuan lejos hemos ido en ese tiempo. Nos observan, preocupados, ansiosos. Quieren frenar de algún modo nuestro superdesarrollo y evitar que nos expandamos por el universo a mayor velocidad de la que debiéramos tomar.

»La frontera rosgoliana, garantizará que no podamos morder más de lo que podamos masticar, Excelencia. Pero tenemos todo el futuro por delante. El mañana nos pertenece. Hemos recibido un frenazo que aparentemente significa un paso atrás; pero no es tal, quizás, más bien un descanso y un fin momentáneo en el Tiempo a nuestra complacencia, un comienzo de la realización de que nosotros no somos el todo y el fin supremo de la creación. Y de que tenemos un largo camino que seguir. Así pues, no podemos dejar que esto nos amilane, Tecnarca McKenzie.

Bernard se detuvo. Se sintió como un muchacho, dando una conferencia a su profesor. Pero las antiguas relaciones habían cambiado ya y aquel hombre todopoderoso que estaba sentado frente a él, había dejado de ser la figura que producía temor y que hasta entonces lo había sido.

En una voz acolchada y hueca, McKenzie le dijo:

—Tal vez… tal vez tenga usted razón, Bernard. Pero… no es fácil de aceptar.

—Por su puesto que no, Excelencia.

McKenzie le miró.

—Yo quería forjar un imperio en las estrellas, para el Hombre. Y quería construirlo con estas manos.

—No se ha perdido esa esperanza, Excelencia.

—No. Nosotros no. Pero yo sí. Nunca sabrá usted lo que yo he soñado, Bernard. Ahora, esos sueños remotos sólo podrán ser logrados por nuestros descendientes… a miles de años del presente.

Bernard sacudió la cabeza con vehemencia. Luchaba en alguna forma, con objeto de transmitir al Tecnarca el optimismo que entonces había tomado cuerpo en su mente.

—Excelencia… ¿no ve usted que no hay nada que nos detenga? Tenemos a nuestro favor la corriente normal de las cosas. Llegaremos a escalar el sitio que nos pertenece, en nuestra ceguera, y nada nos detendrá. Llegaremos a la cima.

—Sí, algún día, tal vez —repuso McKenzie en una voz neutral—. Pero yo no viviré para verlo, Bernard, ni usted, ni ninguno de los hijos de nuestros hijos. Y había deseado verlo. Había querido construirlo, Bernard. Conformar el mañana con mis propias manos. ¿Es que no puede comprenderlo? ¡Yo! ¡Mientras viviese!

Un profundo sollozo estremeció el gigantesco corpachón del Tecnarca y Bernard apartó la vista a otro lado, tratando de pretender que no había visto nada. Se sintió desamparado para reprimir los sentimientos íntimos de aquel hombre que tenía en sus manos los destinos de la Tierra. No había nada que pudiera decir, ninguna imaginable palabra de simpatía, nada que hacer por aquel hombre macizo como una roca cuyos sueños de construir un imperio cósmico se habían hundido tan rápidamente en el polvo.

Los labios del Tecnarca se movieron, sin palabras, más allá de su propio control por un momento. Entonces, con un tremendo esfuerzo, se hizo dueño de sí mismo y dijo con voz ya más firme y revestido de su autoridad:

—De acuerdo, Bernard. Puede poner su informe por escrito y hacerlo llegar al Arconato en forma reglamentaria. Cuente la totalidad del relato, sin omitir detalle, desde el principio al fin, tal y como usted me lo ha contado a mí. No evite nada. ¿Comprendido?

—Sí, Excelencia. Hay…, ¿hay algo que pueda hacer por usted?

Se produjo una pausa.

—Puede marcharse, eso es todo. Sólo quiero que me deje solo. Diga a Naylor que no quiero ver a nadie en todo el día. ¡Márchese ahora de aquí!

—A sus órdenes, Excelencia.

Una oleada de piedad pareció apretar la garganta de Bernard al hacer la formal inclinación ante el Tecnarca, que todavía seguía siendo una formidable figura en sus ropas negras de oficio. McKenzie estaba obviamente luchando por conservar sus facciones bajo control, mientras que Bernard permaneciese en la estancia. Entonces, incapaz de soportar más aquella visión, Bernard se volvió y se dio prisa por salir de la cámara.