Dominici, Stone y Havig le estaban esperando, sentados tensamente en unos asientos de la antecámara. Bernard se dio cuenta que tenía la cara y el cuerpo mojados por la transpiración y que sus manos se apretaban y se abrían inconscientemente.
—¿Bien? —preguntó Stone—. ¿Qué tal encajó las noticias, Bernard?
—Malamente —repuso el sociólogo encogiéndose de hombros.
Aquella simple palabra hizo su efecto en quienes le escuchaban.
—¿Le dijo algo? —preguntó Dominici.
—Sí, sus trabajos, sus proyectos, sus sueños. Ha sido terrible observar su cara cuando acabé de contarle el relato de lo sucedido. Deseaba que el género humano saliese al espacio exterior y erigir colonias en Andrómeda, mientras que aún fuese Tecnarca. Supongo que no lo verá. —Bernard dejó escapar una ligera sonrisa—. Me ha dado verdadera lástima. Ese hombre es un monolito. Puede que sea incapaz de ajustarse a esta nueva situación.
—No lo subestime —repuso Stone—. Es un gran hombre.
—Grande, sí; pero esto puede destruirle; espero que no. Tal vez posea la fuerza para reajustarse a esta situación. Pero nunca volverá a ser el mismo hombre.
Naylor, el hombre de confianza del servicio personal del Tecnarca, llegó sin hacer ruido a la antecámara, con una expresión profesional en blanco. Bernard se preguntó cómo reaccionaría Naylor cuando encontrase a su amo en un estado próximo al colapso. Probablemente le ocurriría una cosa análoga a él también.
—¿Han concluido ustedes su conferencia con el Tecnarca, caballero?—preguntó Naylor.
—Sí, en efecto —repuso Bernard—. El Tecnarca me ha dado un recado para usted.
—¿Señor?
—Me ha dicho que no quiere ver absolutamente a nadie por el resto del día.
—Sí, señor. Muy bien, señor. —Y Naylor llevó la cuestión a un rincón de su mente—. ¿Debo disponer los arreglos necesarios para su viaje de vuelta a casa?
—Sí.
Mientras Naylor dispuso con precisión las coordenadas del aparato de la transmateria, Bernard estrechó la mano y dijo adiós a los tres hombres con quienes había compartido la jornada de aquella infeliz aventura hacia el reino de las estrellas. Stone, ahora una figura decaída y desesperanzada quedaba como si la base de su vida hubiese quedado reducida a polvo, al igual que el Tecnarca; Dominici, descarado como siempre y sin que al parecer la experiencia le hubiera producido una gran sensación, al menos exteriormente; y Havig, austero, retirado en sí mismo, piadoso; pero al menos también, menos solitario que antes.
Todos eran hombres, pensó Bernard.
Estaba contento de haberlos conocido.
—¿Sr. Bernard? —llamó Naylor, llegado el momento de marcharse.
—Hasta siempre, amigos.
—Que Dios le acompañe —dijo Havig.
Bernard sonrió y entró en el dispositivo de la transmateria, emergiendo en su propio piso de Londres, a cuatro mil millas de distancia. Todo estaba como lo había dejado; todas las cosas parecían estar esperándole. Incluso el aire estaba fresco y purificado, como si hiciese más tiempo que lo había abandonado la última vez. Todo estaba allí, sus libros, la pipa, la música, el brandy, esperando que se deslizase en su confortable vibro-sillón en el mismo punto en que lo había dejado todo.
Pero nunca volvería a ser todo como antes, pensó Bernard.
Nunca lo mismo otra vez para ninguno de nosotros.
Llegó hasta la ventana, mirando por sobre la neblina de Londres a las estrellas que brillaban tenuemente y que parecían luchar para dejarse ver a través de la atmósfera londinense.
Nunca lo mismo otra vez. Pero, de alguna forma, dentro de su alma, Bernard sintió que todas las cosas irían a desarrollarse para lo mejor; que aunque ni él ni el Tecnarca desdichado ni ningún otro hombre de los que paseaban vivos por la Tierra en aquella época viviese para verlo, la especie humana llegaría algún día a ocupar el lugar que le correspondía, por derecho, entre las estrellas.