Al final, el globo mostró el puro blancor de la unanimidad de la votación. El Geoarca tomó la palabra.
—La propuesta es aprobada. El Tecnarca McKenzie preparará los planes oportunos para la misión negociadora y la presentará a este Arconato para nuestra aprobación. Esta reunión queda, pues, prorrogada hasta ser nuevamente convocada por el Tecnarca.
Levantándose, McKenzie descendió de su asiento privilegiado de honor en el estrado y se dirigió hacia los cinco astronautas, que en silencio se miraban el uno al otro, llenos de incertidumbre.
Esperaban a pie firme en el centro de la Gran Sala. Al aproximarse, uno de ellos, Peterszoon, el rubio gigante, le miró con una expresión de inequívoca hostilidad y desagrado.
—¿Podemos marcharnos, Excelencia? —preguntó Laurance, obviamente haciendo un esfuerzo para contener su estado de ánimo.
—Un momento. Quisiera decirles unas palabras.
—Por supuesto, Excelencia.
McKenzie hizo un esfuerzo para configurar una especie de sonrisa con sus rudas y graves facciones.
—No he venido a pedirles excusas, muchachos; pero sí quiero decirles que sé mejor que nadie cuánto necesitan y se merecen ustedes unas vacaciones. Pero lamento que todavía no puedan disfrutarlas. La Tierra les necesita y sólo ustedes pueden llevar nuevamente esa astronave al espacio. Ustedes son lo mejor que tenemos; ésa es la única razón de que tengan que ir.
Y fue mirando uno a uno, Laurance, Peterszoon, Nakamura, Clive y Hernández. Una ira mal disimulada brillaba en los ojos de todos. Su mirada era claramente desafiante, y tenían toda la razón para hacerlo. Sin embargo, todos tenían profunda conciencia de ver lo que había más allá de la situación personal presente.
—Bueno, ¿dispondremos de un par de días, al menos, Excelencia? —preguntó Laurance en un tono de firmeza deliberado.
—Eso como mucho —repuso el Tecnarca—. Pero tan pronto como se reúnan los negociadores tendrán que salir.
—¿Cuántos van a reunir? La astronave no puede llevar a más de nueve personas, diez como máximo.
—No designaré muchos. Un lingüista, un diplomático, un par de biofísicos y un sociólogo. Tendrán sitio suficiente. —Y el Tecnarca sonrió de nuevo—. Sé que es una mala pasada tener que volver a enviar a ustedes a otro viaje interestelar casi en el momento de regresar de las estrellas y un mes de ausencia en el espacio. Pero sé que ustedes lo comprenderán. Y… si de algo les vale…, tendrán la gratitud del Tecnarca para toda la vida.
Era todo lo que podía decir el Tecnarca sin rebajarse más desde su alto puesto en el Arconato mundial respecto a cualquier ser ordinario del mundo corriente, fuese quien fuese. La sonrisa desapareció de sus labios, hizo un gesto de frío saludo, cortés, pero rígido, y se alejó de los astronautas.
Laurance y sus hombres se marcharon también.
El problema ahora consistía en reunir la misión negociadora.
III
El Dr. Martin Bernard se encontraba a su gusto aquella tarde en su piso de South Kensington, próximo a Cromwell Road. Al exterior de las ventanas aparecía, como siempre, la niebla eterna y característica del viejo Londres, la niebla que dura seis meses en la gran metrópoli; pero la niebla no parecía afectar para nada al Dr. Bernard. Las ventanas de su piso eran opacas; dentro del piso todo era cómodo, cálido y confortable, como a él le gustaba. Inmortales composiciones de música clásica desgranaban sus maravillosas y antiguas armonías procedentes de su instalación de estéreo alta fidelidad. Por lo general, prefería la música solemne de Bach. La tenía controlada al límite de la mínima audición, casi exactamente a nivel del umbral perceptible del oído. De aquella forma, Bach no exigía demasiado su atención, pero sentía su presencia armoniosa y exquisita.
Bernard permanecía tumbado en una vibro-butaca, hojeando un volumen de Yeats, mientras que con una lámpara de codo iluminaba la página que estaba leyendo, no importando cuál fuese la postura que adoptase en aquel mueble funcional del siglo xxviii. Cerca y a la mano, una botella de buen brandy, de veinte años de vejez, importado de uno de los mundos de la estrella Proción. Y así, Bernard gozaba de su bebida preferida, su música, su poesía y su confort. ¿Qué mejor podía hacer que relajarse así tras haber pasado dos horas intentando meter en la cabeza una serie de puntos esenciales de la moderna sociología a un puñado de obtusos estudiantes de segundo año?
A pesar del placer de su comodidad, Bernard sentía un leve resquemor de conciencia, como sintiéndose culpable por aquella forma de vivir. Los académicos como él no eran considerados como sibaritas, pero él repetía constantemente que creía merecérselo. Era el mejor hombre en su campo de investigación. Había escrito además un libro que había tenido un enorme éxito. Sus poemas eran altamente estimados y publicados profusamente en antologías. Había luchado mucho y duro por llegar a su posición actual como sabio e intelectual, y ahora, a los cuarenta y tres años, con el problema del dinero resuelto y el de su segundo matrimonio igualmente liquidado, no había razón alguna para que no pudiera pasar sus tardes en una lujosa soledad, rodeado de todo el confort posible.
Se sonrió. Katha se había divorciado de él, acusándole de crueldad mental, aunque Bernard pensaba de sí mismo que era el hombre menos cruel que jamás hubiera podido existir. Todo había consistido sencillamente en que sus trabajos, su cátedra y sus escritos no le habían dejado un minuto libre para dedicárselo a su esposa. Y ella había pedido el divorcio. Bien, la cosa tenía poca importancia. Ahora comprobaba, con un desapasionado análisis de sus dos matrimonios, que ninguno de ellos había sido en realidad matrimonio de ningún género. En realidad no había nacido para casado.
Se volvió hacia el libro de Yeats. «Un maravilloso poeta, pensó Bernard, tal vez el mejor de la Ultima Edad Media[8]».
En aquel momento zumbó suavemente el teléfono. Bernard no pudo evitar una sorda exclamación de disgusto, y apoyándose en el codo y dejando a un lado el libro de poesías de Yeats, cruzó la estancia y se colocó frente al aparato audio-televisivo, pulsando el botón de recepción. Nunca había dispuesto que se hubiera hecho una extensión del dispositivo hasta su vibro-sillón. No era tan sibarita como para hablar por teléfono mientras continuaba acostado.
Se iluminó la pantalla, pero en lugar de una cara comente apareció la de uno de los ayudantes próximos del Tecnarca con su ropaje oscuro y su distintivo especial. Bernard miró fijamente aquella insignia amarillo y azul que ostentaba en el hombro.
Una voz impersonal sonó en el altavoz.
—¿El doctor Martin Bernard?
—Así es, señor mío.
—El Tecnarca McKenzie desea hablarle. ¿Se encuentra solo?
—Sí, estoy completamente solo en mi apartamento.
—Por favor, no se retire.
Desapareció aquella imagen de la pantalla y un momento después dio paso a la cabeza y los hombros del Tecnarca en persona. Bernard miró fijamente a aquel rostro vigoroso y fuerte de McKenzie. Él y el Tecnarca se habían hablado unas cuantas veces, aunque en contadas ocasiones. McKenzie le había condecorado con la Orden del Mérito siete años atrás y desde entonces se habían saludado en determinadas reuniones a alto nivel de carácter científico. Pero la voz tonante del Tecnarca la había escuchado muchas veces en cientos de ocasiones de tipo político a través de la televisión mundial en 3D.
8
Es natural suponer que para el hombre que viva en el año 2.700, nuestros siglos XIX y XX sean lo que para nosotros actualmente fue el siglo XIII o XIV, a lo que llamamos la Edad Media en su final.