Bernard inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto.
—Mi obediencia, Tecnarca.
—Buenas tardes, doctor Bernard. Se ha presentado algo fuera de lo usual. Creo que puede usted ayudarme…, ayudarnos a todos…
—Si hay algo en que pueda servirle, Excelencia…
—Sí, lo hay. Vamos a enviar una astronave al espacio a velocidades superlumínicas, Dr. Bernard.
Llegará hasta un sistema solar que se encuentra a diez mil años luz de distancia. Se ha descubierto una raza de criaturas extraterrestres que están construyendo colonias. Hemos de negociar un tratado con ellos. Deseo que sea usted el jefe del equipo de negociadores.
La serie de cortas y directas frases dejó a Bernard perplejo y atónito. Fue siguiendo al Tecnarca de una en otra, pero el párrafo final le sorprendió casi con la violencia física de un mazazo.
—¿Quiere… que yo… encabece el equipo negociador? —repitió Bernard balbuceante.
—Irá usted acompañado por otros tres negociadores y por una tripulación de cinco únicos hombres. La tripulación está a punto y dispuesta; aún espero la aceptación de alguno de los demás. La partida será inmediata. El tiempo de tránsito será prácticamente despreciable. El período de negociación puede ser tan breve como usted sea capaz de llevarlo a cabo. Podría usted muy bien estar de vuelta en la Tierra en menos de un mes.
Bernard se sintió presa del vértigo. Todo parecía que se lo había tragado aquella llamada transatlántica: el libro de poesías, el brandy, su cálido confort y la música; de repente y con la velocidad de un rayo.
Bernard respondió un tanto vacilante:
—¿Por qué…? ¿Por qué he sido elegido yo para esta misión?
— Porque usted es el mejor de su profesión —replicó sencillamente el Tecnarca—. ¿Puede desembarazarse de todo compromiso para las próximas semanas?
—Yo… Bueno, supongo que sí.
—¿Puedo contar con su conformidad, doctor Bernard?
—Yo… sí, Excelencia. Acepto.
—Sus servicios no quedarán sin recompensa. Preséntese en el Centro del Arconato tan pronto como le sea posible, doctor; pero no más tarde de mañana por la tarde, hora de New York. Cuenta usted con mi más profunda gratitud, Dr. Bernard.
La pantalla quedó en blanco.
Bernard tragó saliva frente a la rayita de luz, que fue contrayéndose hasta desaparecer del receptor y que un momento antes había sido la fiel imagen del rostro del Tecnarca. Se quedó mirando al suelo fijamente, aturdido. ¡Dios mío! —pensó—. ¡A qué me he comprometido! ¡A una expedición interestelar!
Después sonrió irónicamente. El Tecnarca le había ofrecido la oportunidad para ser uno de los primeros seres humanos que tuvieran que entrevistarse cara a cara con un ser inteligente no terrestre. Y allí se encontraba, preocupándose por una temporal separación de aquella pequeña serie de comodidades personales. Debería estar dando saltos de alegría —pensó— y no preocupándome. El brandy y el vibro-sillón pueden esperar. ¡Esta es la cosa más importante que haya hecho en mi vida!
Desconectó la pantalla cónica, la música de Bach se desvaneció entre una armoniosa cadencia, Yeats volvió a la librería y por fin se tomó el último sorbo de brandy, cuya botella volvió a colocar en una alacena.
En la media hora siguiente tenía que hacer un resumen con la correspondiente lista de las personas a quienes debería comunicar su partida, y programó los datos en una secretaria-robot para que hiciese tales notificaciones… después de haberse marchado. No había que pensar en enfrascarse en largos debates con las personas a quienes tendría que dar clase o las de su nuevo libro. Lo mejor era encararlas con el hecho consumado de su partida del Gran Londres y dejar que tomasen sus decisiones sin él.
El equipaje se le presentó como un problema; anduvo entresacando algunos gruesos libros, acabando por tomar dos más pequeños, alguna ropa y unos mnemodiscos. A la hora de dormir se encontró incapaz de conciliar el sueño, incluso habiendo tomado un comprimido para relajarse, levantándose casi antes de la aurora para ir a pasear el piso de un lado a otro, en una tensa anticipación de la gran aventura que tan súbitamente había llegado a alterar su vida pacífica y comodona. A las once decidió utilizar la transmateria para New York, pero su guía le indicó que sería todavía muy temprano al otro lado del Atlántico. Esperó una hora, llamó por cortesía solicitando la autorización de cruzar y dispuso su instantánea transferencia al Arconato.
Se introdujo en la maravillosa máquina de la transmateria, preguntándose anteriormente la forma en que aquello se llevaba a cabo. Su propio pensamiento quedó cortado en dos al apoderarse el campo energético del dispositivo, ya que al emerger del otro lado estaba en su mente el mismo pensamiento.
Con sus caras de piedra, los hombres del Arconato le estaban esperando.
—Por aquí, doctor Bernard, tenga la bondad.
Les siguió, sintiéndose extrañamente en forma parecida a una víctima propiciatoria que está siendo conducida al altar. Le condujeron a un salón adjunto cuya monumentalidad indicaba claramente que era la cámara privada del Tecnarca McKenzie, la personificación de la fuerza y la ambición humanas.
No estaba presente el propio Tecnarca en aquel momento en la cámara. Pero sí lo estaban otros tres hombres, quienes dirigieron su atención hacia Bernard en cuanto entró en ella, mirándole con la tensa anticipación propia de los hombres que aún no están ciertos de sus propias posiciones.
Bernard, a su vez, les estudió con detalle.
A su izquierda, en el rincón más lejano, permanecía de pie un hombre alto y de rostro de piel oscura, cuyos labios permanecían cerrados en una delgada línea austera, casi como expresando un cariz sombrío. Su cuerpo resultaba largo y anguloso, como si estuviera montado en unos bastones y trozos de tubería. Se vestía con las ropas oscuras que indicaban a las claras su afiliación al movimiento Neo-puritano. Bernard sintió un instintivo gesto de aversión; toda su vida había crecido considerando a los Neopuritanos con un abierto desagrado, como hombres cuyos valores se hallaban muy lejos de los suyos y cuya conciliación le resultaba imposible.
Cerca de Bernard permanecía en pie un segundo hombre de talla más corta, pero así y todo de algo más de seis pies. Daba la impresión de un individuo simpático, de agradable aspecto, de una edad próxima a los cincuenta años y con un rostro sano y pulcramente afeitado que irradiaba salud y un cierto sentido de gozar de la vida. El tercer hombre de la habitación era pequeño de talla y fuerte de constitución, con unos ojos negros vivaces e inteligentes y una serie de arrugas en la frente. Daba la impresión de ser un enorme condensador de energía, dispuesto a emprender cualquier acción en el momento más imprevisto.
Finalmente, Bernard miró a todo su alrededor con un cierto aire de hallarse incómodo.
—Hola —dijo antes de que ninguno de los otros hablase—. Mi nombre es Martin Bernard, soy sociólogo y uno de los que supongo será compañero de ustedes en este asunto. ¿Son ustedes también, los tres, miembros del mismo equipo o se hallan aquí simplemente para conferenciar?
El hombre de piel rosada y de afable aspecto le sonrió cálidamente y le ofreció su mano en el acto, que Bernard estrechó. Era una mano suave, pero enérgica a pesar de todo.